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Todo tiempo pasado

Fernando Savater

"Carabelas de Colón, todavía estáis a tiempo...", exhortaba Agustín García Calvo en un poema, después cantado por Chicho Sánchez Ferlosio y les aconsejaba volver, antes de cometer el descubrimiento irreparable. Con motivo de las celebraciones que se preparan para conmemorar el medio milenio de aquel año 1492, muchos parecen inclinados a repetir de un modo u otro esa queja poética: a contratiempo.Frente a los entusiastas y los ceremoniosos decididos a no dejar pasar sin estruendo de clarines, el aniversario de lo que con delicioso eufemismo se llama ahora encuentro de culturas -hasta hace poco era más bien otra edición de Ia más alta ocasión que vieran los siglos"- surgen los detractores que detallan depredaciones y exterminios. Y se polemiza en un tono aún más irónico que agrio sobre si la carabelada de los Reyes Católicos y su ambicioso apadrinado fue descubrimiento, conquista, invención, misionería o expolio.

Cada cual obtiene su balance, y en unos arroja el saldo favorable del progreso, mientras los demás se atienen al debe del genocidio. Como la feria va a dar de qué vivir a mucha gente, estas rifías en torno a fantasmas se van incorporando naturalmente a la efernéride. Lo fundamental es que no decaiga una empresa que tiene por delante al menos siete años seguros de beneficios.

Esta capacidad de identifica" ción apasionada con gestas o fechorías del pasado tiene algo de mágico; a fin de cuentas, no es más que el estipendio inevitable que debemos pagar para no ser desahuciados de nuestra superstición más acogedora, eso que llamamos futuro. Si no somos corresponsables del pasado, tampoco tendremos derecho a reclamarnos legítimos propietarios del futuro. Sólo el peligro de perder el derecho al porvenir nos obliga a tomar partido con exaltación respecto a los acontecimientos pretéritos. Se dan así situaciones más bien bufas, brotadas de la urgencia de identificarse uno mismo y, por tanto, identificar también al otro. Si ya es abusivo decir, por ejemplo: "Los españoles somos de tal o cual fórma", aún resulta más intolerable afirmar: "Los españoles éramos o hicimos..." ¡cuando se está refiriendo uno al siglo XVI! Por esta vía se pretende dar a entender que Hernán Cortés o Viriato forman parte de nuestro pasado personal casi como el niño o el adolescente que fuimos y, por tanto, deben ser asumidos o rechazados explícitamente.

Debemos arrepentirnos o enorgullecernos de ellos como de nuestra primera y alarmante polución nocturna o de la mentirijilla proferida a los 10 años. Consolémonos pensando que a otros les toca asumir como propias las desventuras de los aztecas o reclamar a quien corresponda la deuda histórica de los incas...

A quienes, proviniendo de este país, nos ha sucedido trabajar frecuentemente en Latinoamérica aún nos chocan las ambiguas e imprevisibles reacciones antiespañolas provinientes de personas por lo demás educadas, razonables y hasta cordiales. En esas ordalías de agravios remotos, para que uno pueda asumir el papel de víctima, el otro queda caracterizado postizamente como verdugo: la paradoja estriba en que es precisamente quien se pretende víctima el que desciende por línea directa del verdugo, si tal hubo. Su propia reclamación indignada proviene de la ideología de sus invasores, y así, la expresión de la rebelión certifica el asentamiento definitivo de la ley del otro.

Como lúcidamente afirma el venezolano Briceño Guerrero en su Discurso salvaje: "El memorial de agravios y el lamento que acabamos de oír son estrictamente occidentales. Están sostenidos por valores estrictamente occidentales. La igualdad de los derechos, la justicia social, el considerar inicua la explotación del hombre por el hombre, el repudio a la opresión, son temas típicamente occidentales.

En otros ámbitos culturales, lo que aquí se siente como agravio, como humillación insoportable, ha sido considerado normal durante siglos como parte de la naturaleza humana o del inexorable destino, y no como resultado histórico contingente y cambiable". Lo más netamente "occidental" -para manejar la terminología de Briceño- es, empero, la propia perspectiva históriconacional, la obligación para cada cual de compartir no sólo una identidad colectiva, sino también u na niemoria común, convenientemente aderezada de orgullo reivindicativo. Ya que determinar el futuro no parece cosa fácil, vayamos al menos, como primer paso, eligiendo nuestro pasado...

Aunque toda celebridad es una forma de historia, celebrar la historia no es cosa fácil. Siempre hay que tragarse sapos y culebras, o maquillarlos como decorativos animalitos doméstico. El antiguo poder colonizador, revivido de nuevo por la magia simpática de la obligación histórica de identificación con los unos que cada uno no fue, en vano admite conciliadoramente numerosos desafueros con tal de que se le reconozca el mérito fundamental, la civilización: si no es de recibo avergonzarse por los inevitables crímenes, tampoco es justificable el orgullo por un proceso cuya fatalidad apriorística es más obvia que su sujeto. ¿Qué diantre se celebra entonces? Porque lo del encuentro de culturas no logra resucitar a los turturados ni concede mérito especial a los organizadores del plan civilizatorio general, todavía desconocido: entonces aún no había ministros ni ministerios de este ramo... Respecto al generoso desprendimiento de la empresa, no hay más que ver la utilización mercantil del aniversario para concebir serias dudas respecto al empeño original. Quienes, por otra parte, pudieran sentir la tentación de conmemorar al menos el comienzo del final de su yugo (el proceso descolonizador se inicia propiamente al ser conquistado), tampoco parecen mejor encaminados. La descripción que de su destino ha dado Baudrillard me parece impecable: "La descolonización ha dado en todas partes los mismos resultados. Siempre ha fracasado -o triunfado, como se prefiera- en el sentido de que ha infestado a los países colonizados de todas las secuelas de los países colonizadores, entregándoles, bajo color de independencia, a unos problemas de identidad irresolubles, de recuperación de una historia y de una ideología que no eran las suyas, y sin dejar de explotarles a través de su propia autonomía, es decir, sustituyendo el protectorado a la fuerza por una servidumbre consentida".

Así las cosas, uno se pregunta ante la prepublicitada efeméride como Jaimito ante la jorobada hiena, alimentada de carroña: "¿De qué coño se ríe?".

En la historia que merece festejo oficial nada es completamente humano y limpio: la afición a festejar, menos que nada. Lo estamos viendo con lo del año 1992 y América, lo mismo que tendremos ocasión de comprobarlo antes respecto al año 1989 y la Revolución Francesa. Ya Walter Benjamin lo dejó escrito: "No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie". Quizá es esto, ante todo, lo que -en un sentido u otro- pretende ser olvidado por los moralizadores de la historia. En ésta, todo se resiste a la lección moral de los oportunistas y los hipócritas. Es despiadada.

Pero la ilusión común sigue beneficiándose del fraude más piadoso, también expuesto por Benjamín: "En la representación del pasado, que es tarea de la historia, se contiene un índice temporal que lo remite a la salvación.

Hay un secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Hemos sido esperados en la Tierra". Tanto los entusiastas de la gesta realizada como los que alucinatoriamente se identifican con las víctimas comparten esta obnubilación. Y es que no hay propósito de la enmienda histórico, sino sólo contra la historia: lo cual implica también resistencia a la caricia del futuro.

En ciertos cuadros de Hans Memling, como en otros de Juan de Flandes, puede verse la imagen singular y potente del guerrero -fuese san Jorge o ángel exterminador- que alancea a sus enemigos, mientras en su bruñida coraza se refleja fugazmente el perfil de una ciudad lejana. De la historia no obtendremos consuelo diferente que esa comunidad serena e inalcanzable captada por un momento en el peto inmisericorde del vencedor.

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