Bolas
El futbolín, el flipper, el tragaperras de frutas millonarias y el videojuego son máquinas. Incluso máqui,nas altamente simbólicas que reflejan con exactitud grosera las diversas aventuras tecnológicas del siglo: artilugios del ocio que hablan -por metonimia, no por metáfora- de esos artefactos mayores de los grandes negocios industriales. El futbolín es la mecánica, el flipper es la electricidad, el tragaperras es la electrónica y el videojuego es el microprocesador. Pero el billar no es una máquina. El billar es geometría de alta precisión manual. Todavía es pronto para saber qué nueva época inaugura este inesperado regreso de la mesa de billar al salón de los juegos callejeros. Acaso la típica reacción pendular contra el maquinismo.Pero la súbita irrupción del tapete verde, las carambolas y el taco es más compleja de lo que parece, y los maquinófobos nacionales deberían meditarlo dos veces antes de salivar de gozo humanista. Porque la mesa de billar -en contra de lo que Kuhn dictaminó- es un artilugio que no desplaza a los cacharros anteriores o posteriores, sino que coexiste pacíficamente con todos. El espectáculo actual del bar de la esquina demuestra la falsedad de esa tesis de moda que sostiene que las nuevas tecnologías eliminan del mapa a las antiguas. Lo normal es tomarse una caña rodeado de mesas de billar, chismes de matar marcianos, futbolines,- flippers del pop y máquinas con sonido de Las Vegas. Bebemos y vivimos rodeados de bolas de madera, metálicas, informáticas, marfileñas, tangibles y simuladas. Esta reaparición del billar, sin embargo, la interpreto yo por el lado erótico. De ser el tapete verde un juego machista, rigurosamente prohibido para mujeres, ha pasado a ser uno de los más descarados escenarios de exhibición del cuerpo femenino, muy superior al de playas, piscinas y discotecas. No hay en estos momentos postura pública más provocadora que la de esas inclinadas muchachas imposibles que, no satisfechas con proyectar el culo hacia el infinito y humillar la camiseta, deslizan entre sus dedos un taco reluciente, la punta untada de tiza, con el perverso propósito de golpear secamente una bola tangible para penetrarla en los agujeros del pobre chapolín.
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