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Moda

Organzas y algodones, tules y lanas, charol y shantú, pieles de cabra y azucenas. Una excitación por la moda, como no se había visto, sube por el otoño como una jauría. La afición ha cundido tanto entre los llamados creadores, que se encuentran ya muy cerca de rebasar a los clientes. Por todas partes se anuncian nuevos desfiles de modelos, listas de otros diseñadores que se incorporan a los jefes de anteriores mesnadas. En las ciudades se multiplican las tiendas de zapatos y ropas. Un entorno de establecimientos se inauguran al amanecer sobre el antiguo y fosco local de la mercería o la fritanga de calamares. Un acuciado delirio por figurar en el negocio hace que en los periódicos se sucedan los avisos de firmas extranjeras contra pequeños piratas españoles que falsifican las etiquetas. Es bastante probable que vaya a pasar algo.El estado de excepción con que se ha infectado la moda española no se parece ciertamente a casi nada. Sólo una explosiva cosecha de pepinos polacos podría ilustrar este fenómeno. Tomado como una fiesta, sería su deflagración. Muy fallera, por otra parte, como ilustraba Francis Montesinos con fuegos artificiales al comienzo y final de su reciente pase en la plaza de toros de Madrid. Una plaza de toros nutrida de jóvenes y caballos jerezanos, música atronante y luminotecnia del tipo teatral de Antígona en exaltación de la famosa moda. Lo chocante, sin embargo, es la supuesta pretensión de que lo exhibido en tales desfiles sirva para algo fuera del desfile.

Se crean nuevos modelos, no cabe duda, pero a diferencia de lo que cabría esperar en tiempos de crisis, el potencial comprador no sólo se ve obligado a comprar la prenda, sino a proveerse de una pasarela. Más que configurarse una autóctona moda española, lo que se está expandiendo es una industria de disfraces. Hay excepciones, claro está, pero a partir de la tendencia dominante puede temerse que la política oficial de los intangibles vaya destinada menos a exportar ropa que a provocar, una pesadilla indumentaria que confunda a las naciones. El Mercado Común no sabe lo que se le viene encima.

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