Leyenda y biografía en la Bella Otero
"Así se escribe la historia", solemos decir, y, efectivamente, un ejemplo claro de cómo se teje una leyenda y de cómo esta leyenda, o mito, o simple patraña urdida por una criatura excepcional pasa a la historia, lo tenemos en la vida de la Bella Otero, cuya biografía, inventada por ella misma, ha hecho caer en la trampa a escritores, cronistas y periodistas notables, que dieron a menudo patente de seriedad a una pura invención.Todavía un escritor tan riguroso como Carlos Fuentes, en su obra Cambio de piel (1967), arrastra con cierto entusiasmo la versión fantástica de la vida de la Bella Otero cuando nos dice que Carolina Otero -en realidad, se llamaba Agustina Iglesias- había nacido en Cádiz y era hija de una gitana bellísima seducida por un noble oficial griego, y a continuación recoge también Carlos Fuentes la fantástica anécdota de que "una noche, en el café de París, citó e hizo comparecer, ejem, a Eduardo VII de Inglaterra, Nicolás II de Rusia, Alfonso XIII de España, Guillermo II de Alemania y Leopoldo II de Bélgica. Oh, the royal cocks", añade Fuentes. La realidad se acerca bastante a la fantasía, pero un poco menos. Parece ser que esta famosa reunión de personas de la realeza en el café de París, en 1898, con motivo de cumplir 30 años la escultural Carolina, tuvo lugar, efectivamente, pero los comensales eran un tanto otros, al menos algunos. Estaban el príncipe Nicolás de Montenegro (quien, por cierto, había llegado a regalar a la Otero una joya de la corona de su pequeño país, lo cual le proporcionó al príncipe algunos conflictos de Estado; el príncipe Alberto de Mónaco; el gran duque Nicolás Nicolaevich de Rusia (no es lo mismo que el zar Nicolás II); el príncipe de Gales, Alberto Eduardo, que sería más tarde Eduardo VII de Inglaterra, y estaba, eso sí, Leopoldo II de Bélgica. Ni estaba Alfonso XIII ni el emperador Guillermo II de Alemania, aunque con éste había tenido la Bella, sin duda, intimidad y aventura, ya que se refería siempre a él llamándole, Willy. Pues esta extraordinaria mujer, que tuvo a sus pies a reyes, príncipes y grandes magnates; por la que se arruinaron algunos y otros se suicidaron; que llegó a poseer joyas valiosísimas; que se vestía con chalecos bordados en diamantes y se permitía jugar en los casinos de moda miles de francos y hasta de dólares; esta mujer, cuyo nombre va unido a la belle époque, como ningún otro, murió, casi centenaria, a los 97 años, en Niza, y absolutamente pobre y abandonada, lo mismo que había nacido, como si el destino hubiera querido devolverla a la miseria y la cochambre de su infancia después de una carrera fulgurante de estrella adorada por el público y de cortesana irresistible. Aquella miseria de la que había huido durante toda su vida, buscando en el lujo y hasta en el vicio un desquite imposible, volvería a atraparla en su vejez. Tendría solamente los recuerdos.
Porque Carolina Otero, llamada la Bella Otero, o simplemente la Bella, había nacido en una pequeña aldea de Galicia, el pue-
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Leyenda y biografía en la Bella Otero
Viene de la página 13blecito de Valga, en la provincia de Pontevedra, hija de padre desconocido, al igual que sus cuatro hermanos, en la más absoluta pobreza, abandono e ignorancia. A los 11 años fue brutalmente violada por un zapatero de su pueblo, hasta el extremo de dejarla tan malherida que tuvo que ser internada en un hospital, donde permaneció varios meses. Tenía fractura de pelvis y, por supuesto, quedaría estéril para siempre. Se sabe que Carolina (por cierto, su nombre era Agustina, pero la Bella cambiaría de nombre varias veces hasta dar con el sonoro Carolina Otero. Por ejemplo, en la Saga fuga, de Torrente Ballester, aparece con el nombre de Lilaila), después de la horrenda experiencia de la violación, que debió de traumatizarla para toda la vida, se fugó de su casa, aunque más bien debió de fugarse de un convento de monjas Oblatas, donde era costumbre recoger a muchachas descarriadas. La Otero, en sus memorias, habla de una institución o colegio, lugar siniestro, y odioso, que responde seguramente a la transformación que su vigorosa fantasía hace del convento de las Oblatas. Estos años de su adolescencia, hasta que aparece ya convertida en una artista de medio pelo en los escenarios de Barcelona, son muy confusos.
Más enterado que Carlos Fuentes, acaso por gallego, está Gonzalo Torrente, que nos presenta a la Bella en La saga fuga con el nombre de Lilaila, sirviendo en Pontevedra como fregona a la edad de 14 o 15 años, en casa de unas señoritas de Vilela, o acaso, más seguro, en casa del viejo y rijoso don Torcuato, que tendría a la niña como sirvienta "para todo". (Véase en La saga fuga de J. B. las dos versiones de Torrente, páginas 78- a 81). Según la versión de Torrente, esta etapa de la Bella o Lilaila, terminó cuando un día en que fregaba las escaleras del portal de su señorito, mientras cantaba -todo lo hadía cantando aquella criatura- y "ofrecía al paseante el espectáculo sideral de sus posaderas, acometidas de un movimiento lento y perturbador", como exigía el fregoteo, acertó a pasar por allí el director de un circo que actuaba en la localidad y, fascinado por el encanto de la muchacha, sin darle tiempo ni lugar a cambiarse siquiera de ropa, la raptó, o sedujo, o convenció, el caso es que se la llevó sin que volviera a saberse nada de ella.
Sea cierta esta historia de Torrente u otras que circulan acerca de su desaparición para siempre jamás de los entornos de su infancia, el caso es que la pequeña aldeana y fregona Agustina acaba convirtiéndose en Carolina Otero, la Bella Otero, símbolo rutilante de la belle époque, aquel tiempo de disipación, brillo y frivolidad que preludiaba en su misma despreocupación la gran tragedia de la I Guerra Mundial. Tenemos que suponer que este salto no se da solamente con una belleza física, por extraordinaria que ésta sea Carolina debía de poseer también un talento natural notable, gracia, desenvoltura y una poderosa imaginación. Según los críticos serios, no fue nunca una gran artista, ni cantaba bien ni sabía bailar; todo el éxito residía en su figura, en su persona, en su manera de moverse. Si hemos de hacer caso al testimonio de Maurice Chevalier, que la conoció, "todo se reducía a sexo, sólo sexo". Tenemos también el testimonio escrito de la novelista Colette que fue gran amiga suya. En su libro Mi aprendizaje dice textualmente que sus senos " eran de forma curiosa, recordando a limones alargados, firmes y con pezones dirigidos hacia arriba".
Nosotros creemos que gran parte de su éxito residió en su imaginación. Ella supo inventarse un origen romántico y hasta aristocrático, que se convirtió en leyenda fantástica y fue creída y admitida como verdadera durante muchos años. Cuando el gran empresario Jurgens -que por cierto fue uno de los que se suicidaron cuando la Bella le abandonó- le prepara su gran éxito en Nueva York, el Enquirer, de Cincinatti, publicaba su fotografía con este pie: "Ésta es la belleza española que olvidó su sangre aristocrática y su fortuna para ejecutar sus bailes nativos". Y el Evening Sun, de Nueva York, escribía: "Es una condesa, pero algunas personas dicen que esta asombrosa joven española se llama a sí misma simplemente Otero y dejó su título a un lado". Carolina, efectivamente, iba diciendo unas veces que era hija de un general y una campesina; otras, que de un aristócrata griego y una gitana; decía también que estaba casada con un conde italiano desde los 12 años. Todo eran invenciones suyas.
Cuando ya llevaba más de 10 años retirada de los escenarios y vivía en Niza, oscuramente, arruinada, ya que sus joyas y su gran fortuna habían ido desapareciendo en las mesas de juego del casino, alguien le aconsejó que escribiera sus memorias, y en 1926 publicó Les souvenirs et la vie intime de la Belle Otero, presentada y redactada por Claude Valmont. En estas memorias cuenta que era hija de una gitana guapísima y de un oficial griego, aristócrata, que, loco de amor, había raptado a la gitana y más tarde se había casado con ella, historia romántica y bohemia que pasó como la verdad histórica sin controversia hasta que la ruina total, la miseria cada vez más angustiosa obligan a la anciana, ya con 87 años, a acudir a la Seguridad Social francesa para solicitar una pensión. Naturalmente, para ello se le exigió un certificado de nacimiento, y esto fue el principio del fin de la leyenda. En 1955 la anciana escribe al alcalde de Valga, su pueblecito natal, para pedir el certificado que se le exigía. El texto íntegro de esta carta lo publica el escritor americano Arthur H. Lewis en su libro titulado La Bella Otero (1967), en el cual, tras minuciosa investigación, habiendo incluso visitado el pueblo de Valga y hablado con los escasos supervivientes que habían conocido a Agustina/Carolina, logra deslindar leyenda y biografía, fantasía y realidad en la vida de esta mujer, contemporánea de otras cortesanas famosas, y longevas como ella, por ejemplo, la famosa Cléo de Mérode, que vivió 101 años y murió un año después que la Bella Otero, en 1966.
La Bella Otero ha vuelto a la actualidad con la serie para televisión que han hecho los italianos, en la que el personaje de la Bella está maravillosamente encarnado por Ángela Molina. La serie tuvo éxito y premios en Italia, y en España ha sido emitida en Cataluña y en Galicia, aunque TVE no piensa adquirirla por ahora, al parecer.
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