El Madrid de Eloy / 8
Es una frase muy corriente, supongo.-¿cuál?
-Esa que he dicho: generalmente el gato.
-Oh, sí -repuse con el primer sorbo de café-, es una frase muy corriente que se emplea en multitud de ocasiones.
-¿Qué quiere decir exactamente?
- Bien, se trata de una frase poco menos que intraducible, una especie de latiguillo que no tiene un significado muy preciso y por eso se utiliza tanto, poco menos que como relleno de la conversación.
-Entiendo. Espero que no sea una frase malsonante, propia de gente de poca educación.
-En modo alguno, en modo alguno. Se utiliza por todas las clases sociales, pero en algunas ocasiones es aconsejable no hacer uso de ella.
-¿En qué ocasiones, si no es mucho preguntar?
-Oh, es difícil precisar. En ocasiones delicadas, diría yo, cuando puede ser incorrectamente interpretada.
-¿En qué ocasiones, si me permite la pregunta?
Empezaba a comprender que con aquel implacable alemán, con el decidido propósito de agradarle, me estaba metiendo en un callejón sin salida, y decidí romper el cerco con una audaz salida.
-Por ejemplo, en presencia de mujeres embarazadas.
-Oh, entiendo, entiendo. Así pues, usted me aconseja que, si viajo a España, en presencia de mujeres embarazadas no debo decir generalmente el gato.
-Exactamente, eso es lo que quiero decir.
-¿Qué debo decir entonces?
-Yo le aconsejaría que, en un primer viaje a España, rehúya usted la compañía de mujeres embarazadas, si no las considera imprescindibles.
-¿Es que hay en España muchas mujeres embarazadas?
-Innumerables; se puede decir que todas las mujeres de una cierta edad están embarazadas o con el propósito de estarlo en fecha muy próxima.
-Qué fascinante país ha de ser España. Yo apenas lo vi, cuando mi padre se hallaba de guarnición en Francia, pero me pareció fascinante ¡Y con tantas mujeres embarazadas! Debe usted saber que, por ejemplo, en Finlandia apenas hay mujeres embarazadas y el futuro del país está, por consiguiente, muy comprometido. Por ejemplo, yo no consigo que mi novia quede embarazada.
-Ha de ser sin duda muy mortificante, pero, si me permite la pregunta, ¿hace usted lo posible para que su novia quede embarazada?
-Oh, naturalmente, ¡qué pregunta! Ustedes los españoles... Sí, llevamos más de dos años intentándolo, pero no consigo que quede embarazada, con lo que se resolverían todos nuestros problemas.
-En España es lo contrario; los problemas comienzan cuando las novias quedan embazaradas.
-Oh, qué fascinante país ha de ser España.
-Tal vez la solución sería que llevara usted a su novia a España, donde, a buen seguro, quedaría embarazada.
-Es una solución muy ingeniosa, pero me temo que no cuento con el dinero para ello. Verá: el día en que mi novia quede embarazada, mi padre, el conde Fiege-Köhlmann, no podrá oponerse a nuestro matrimonio, por mantener el honor de los Fiege-Köhlmann, pues una vez casado yo entraré en posesión del patrimonio familiar que me corresponde como heredero del título.
-¿Y por qué se opone su padre a su matrimonio?
-No porque ella sea finlandesa, sino poque no es de nuestra clase; procede de gente del campo. Mi padre -e hizo un gesto muy expresivo con ojos y cejas- es de la vieja escuela. Un hombre que afirma que mientras sea el conde Fiege-Köhlmann será tanto Fiege como Köhlmann.
-¿Y qué es más importante, ser Fiege o ser Köhlmann?
-Así así; para unas cosas Fiege, pero para otras Köhmann. Mi padre, sabrá usted, ya está, retirado. Fue el más íntimo colaborador de Von Blaskowitz, un gran experto en blindados, la flor de la Wehrmacht; pero por razones políticas fue retirado del frente y apartado a una guarnición del sur de Francia, donde me enseñó a amar España y el poco español que sé.
-¿Qué más sabe usted de español?
-Eso que he dicho: generalmente el gato.
-Bien, por el momento es suficiente para entendernos. ¿Qué se le ha perdido, si puede saberse, por estas tierras?
-Voy siguiendo las huellas de Pajula.
Pajula era un gran oso conocido en todo el norte de la Carelia, amado por su generosa naturaleza y venerado como uno de los príncipes de la comarca. Con la edad se había hecho huidizo, rehuía el contacto de los hombres y, encabezando una familia numerosa, buscaba la soledad cada día más al Norte. Sin duda, para llenar los largos intervalos de expectación que le causaba su novia, Heinz había decidido salir en su busca con una motocicleta (una vieja Zündapp de saldo de la Wehrmacht), a cuyo tubo de escape había adosado una chimenea como un gran higrómetro a fin de poder atravesar los extensos y someros lagunazos que tanto abundan en aquella zona septentrional de la Carelia.
Efectivamente, aquella frase fue suficiente para entendernos en momentos críticos, durante el par de días que duró la vuelta a Helsinki a lomos de la Zündapp, tras los rodeos para encontrar a Pajula, al que no acertamos sino a ver muy de lejos, con ayuda de unos prismáticos, caminando melancólicamente por una loma de escasa vegetación. No bien el agua nos llegaba a la pantorrilla, Heinz se ponía a exclamar:
-¡El gato, el gato! ¡Generalmente!
Era la señal convenida para que yo me apeara de un brinco y Heinz pudiera controlar al monstruo, convertido en un delfín, fuera de las aguas.
Como dije antes, mi trabajo consistía en ayudar a uno de los electricistas en el montaje de cables de los silos de carbón; había lo menos seis brigadas de montadores de ambos sexos. La guerra se prolongó en Finlandia más que en cualquier otro teatro mundial, y, a consecuencia de la represalia alemana en la retirada que comenzara en agosto de 1944, el norte del país fue la zona más devastada de Europa; el 90% de sus edificaciones, carreteras y puentes destruidos, los campos infestados de minas. Para colmo, el tratado de paz con la Unión Soviética impuso la anexión a ésta de sustanciales territorios y el pago de una deuda en concepto de reparaciones de guerra que todavía en 1953 los finlandeses tenían que pagar, con una deducción de sus ingresos, sin excesiva buena voluntad. Así que las mujeres no podían permitirse el lujo de quedarse en casa -entre otras cosas porque existía un enorme hiato generacional en la población masculina, formada por ancianos y hombres de menos de 30 años- y si no trabajaban de sol a sol es porque allí se pone a horas incomprensibles, muy impropias para claususar la jornada de trabajo. Pero aun así se procuraba eludir las obligaciones laborales como en cualquier tierra de garbanzos. Había una licencia más o menos permitida cuando en el muelle de la central atracaba el carguero polaco con carbón procedente de Gdansk. A las pocas horas de su atraque, y cuando ya había comenzado la descarga en los depósitos a cielo abierto, casi todo el personal juvenil suspendía su trabajo para observar el carguero, semioculto tras las esquinas, los pretiles, los vehículos o las grúas del muelle, en un misterioso juego del escondite, e incluso, sin que se advirtiese desde el barco, se apostaba en una de las calles una ambulancia. El juego concluía con un unánime grito que brotaba en un mismo instante en varios puntos, en un múltiple gesto de triunfo con los brazos al cielo, con apresuradas carreras hacia un montón de carbón que comenzaba a moverse sospechosamente y del que pronto saldría -como la pulga de playa que remueve la arena- el polaco que todas las semanas escogía la libertad con una esponja en la boca y del color de una lombriz, que rápidamente era trasladado a la boca de un hidrante donde se le aplicaba una primera ducha y, sin dejarle tocar el suelo, a la ambulancia. (Un deporte bastante canalla de aquellos implacables finlandeses consistía en navegar a remo o vela -durante aquella media luz que dan en llamar noche, y en la que nada se distingue- hasta un punto cercano a la base de Porkala y allí echarse al agua para raptar a un soldado soviético desprevenido; algunas mañanas aparecía en las mansas aguas de la bahía de Helsinki el cadáver de un hombre.)La central quemaba carbón polaco en polvo que se almacenaba en una batería de silos, al mismo borde del agua, dotados de unos indicadores de altura, de vapor de mercurio, que entonces eran la última palabra en indicadores de altura, y de cuyo montaje estaba encargado nuestro grupo. A fin de evitar el montaje de andamios y los riesgos de todo trabajo suspendido -por no hablar de ese vértigo interior, mucho más temible que el exterior-, el montaje se llevaba a cabo cuando el silo estaba parcialmente lleno de combustible, sobre el que caminábamos con unas raquetas semejantes a las que se usan en la nieve. Allí se hacía lo que le daba la gana al jefe de la brigada -un estudiante como yo-, desde grapar el cable o jugar al naipe o pasar una ronda de jalovina procedente de una petaca escondida en el bolsillo del mono o una friega de carbón -fino como el talco, excelente para la piel- a la compañera de turno. Pero lo más peligroso era la siesta, porque aquel muelle lecho de combustible invitaba a la siesta, con la misma fuerza de atracción que un pajar, o quizá más, por la penumba reinante.
Allí no se podía fumar -creo que se comprende fácilmente-, así que si estaba prohibido el cigarrillo, ¿qué mejor que una siesta después de una friega o un trago de jalovina? Pero como todo lo que goza de ese carácter, la siesta era tan atractiva como peligrosa, porque si el sueño se prolongaba y se ponía en marcha el alimentador de fondo, el nivel del combustible comenzaba a descender tan dulcemente que el durmiente no se apercibiría de ello. Un auténtico embriagador descenso a los infiernos, interrumpido con un brusco despertar provocado por el mefítico silbido del carbón corriendo hacia la cinta, un temible halo en el centro, el rollo de cable bajo plástico colgado 10 metros más arriba -como exigiendo justicia- y en el débil haz de luz la línea de la escala de pates para el nuevo y ennegrecido Jacob.
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