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Las otras guerras de la gente bien

Se veía venir. El verano ha sido una preparación para las pequeñas guerras de la gente bien que están a punto de estallar o que están estallando ya. La ley de despenalización del aborto ha sufrido ataques en dos direcciones: la publicidad del nombre de la paciente, que puede transformarse así en pecadora, y la presión de los médicos, divididos entre los que no quieren, los que -no pueden, los que no se atreven y los que se consideran impotentes para desafiar una estructura jerárquica, corporativa y cerrada. Más los que la desafian. Al mismo tiempo, como otra anécdota de las muchas posibles, en los escaparates de bastantes farmacias han aparecido grandes carteles en los que entre muy diversos y pintorescos augurios ad vierten al ciudadano de que le quieren aplicar una farmacia a la húngara, lo que desconcierta al usuario que ignora incluso como se piden aspirinas en esa lengua. Y puestos a internacionalizar el conflicto, ellos a su vez anuncian huelgas a la japonesa. Los sectores conservadores, largamente poseedores del poder, disfrutadores de toda clase de beneficios, tienen diversas maneras de oponerse a la disminución de éstos y a la posible pérdida de áquel. Cuando el cambio pretende serlo en profundidad utilizan elementos contundentes que pueden llegar incluso, en los casos agudos, a las apariciones celestiales y la organización de cruzadas. Cuando el socialismo sólo intenta imponer sus apariencias y reformar educadamente la sociedad, en un intento de cambio a largo plazo, las pequeñas guerras de la gente bien toman otros derroteros y se instalan en diversas dignidades ofendidas o en cruzadas limitadas, cruzadillas podría decirse, que van desde las campañas contra el aborto y la libertad de empresa de los patronos de la enseñanza hasta reivindicar el poder de las diversas corporaciones, tanto pertenecientes -al ejercicio profesional privado como a la Administración pública.

Ése es el mayor reto para un Gobierno socialista, y ésa es la mayor disculpa en la que un Gobierno socialista puede ampararse para justificar sus cortedades. Porque la guerrilla es permanente y va a extenderse. Los obstáculos se suceden y las zancadillas a la reforma se eslabonan en una cadena que puede llegar a enredarse en los tobillos de los gobernantes. Quizá eso explique que pese a los errores de un Gobierno -reconocidos incluso por militantes destacados de su partido- que contó hasta con el beneplácito de muchos que sin ser socialdemócratas supieron que había que dejar hermosas ideas en el perchero, éste vaya a contar con una importante mayoría en las próximas elecciones. Las zancadillas son tan evidentes, las intervenciones de la jerarquía de la Iglesia coinciden de nuevo con tanta precisión con las decisiones de los grupos sociales conservadores que no sólo no aceptan que se les escape poder, sino incluso que se limite alguna de las formas que ese poder asume -el monopolio de la formación de los futuros dirigentes, el control de la Administración sea cual sea el color del Gobierno, el dominio de las conciencias individuales mediante una moral sumisa, el monopolio de la medicina por los grandes maîtres, por ejemplo- que es previsible que la reacción de la mayoría sea la contraria de la que se persigue con tanta predicación.

Estas otras guerras de la gente bien no han hecho más que empezar. Seguirán plantes, protestas, manifestaciones, recogidas de firmas, imprecaciones de diversos calibres, y luego habrá incluso sentadas, aunque los huesos de la mayoría no estén para bollos, y se intentar4 paralizar la ley de despenalización del aborto mediante coacciones privadas, y la LODE a través de triquiñuelas secundarias, y se nos amenazará gravemente con el reparto de bicarbonato a la húngara, de aspirinas a la checa y aun, si el Gobierno socialista no es frenado a tiempo, de litines a la albanesa. Ideas no les faltan; el que sean interesantes es otra cosa. Como, en un clásico del cine norteamericano respondía un maduro amante a una afirmación de su rubia esplendorosa: "Es una opinión; idiota, pero una opinión".

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La situación planteada en la política española es peculiar. Una oposición conservadora de escasa, enjundia parlamentaria y encabezada por un hombre que jamás llegará a gobernar porque, con vídeo o sin vídeo, es el pasado, tiene que ser sustituida por los grupos sociales y religiosos que se consideran afectados en sus seculares privilegios. Lo que no es capaz de hacer un diputado lo tienen que hacer unos farmacéuticos. Lo que es incapaz de remover Fraga lo intenta remover la Conferencia Episcopal.

Lo que Herrero de Miñón no puede hacer, lo tiene que hacer el presidente de los colegios médicos. Aquello que a Ruiz Gallardón se le atora, lo tiene que desatascar la CEOE.

Históricamente, siempre ha sido fundamentalmente así, pero en esta etapa de la política española el juego se ha descarado ante la incapacidad de los partidos de representar los intereses encargados. Quizá por primera vez el juego está a la vista. Venidos abajo los aderezos intermedios de los partidos políticos conservadores, descabalgados los gigantes y cabezudos que hacen que bailan, se está viendo a sus porteadores. La imaginería política de la derecha está perdiendo imaginación y se parece cada vez más al realismo socialista. La situación no deja de ser interesante para el curioso observador, pero es peligrosa para el juego domocrático, que tiene otras reglas y distintas fórmulas de cortesía social.

La conclusión puede tener interpretaciones muy dispares. Para quienes creen que sobre este tejido social muy poco puede hacerse, y esto muy despacio, las otras guerras de la gente bien confirman sus sospechas. A quienes creen que esas guerras son posibles precisamente por la timidez gubernamental, que no ha llevado a fondo sus posibilidades democráticas de poder, la ofensiva también se lo confirma. Algunos lo miramos todo muy perplejos. Y los escépticos, con la mirada perdida en la distancia, meditan sobre el fenómeno en general a partir de la afirmación de Odón von Hórvath: "Nada da tan cabalmente la sensación de infinito como la estupidez".

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