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Tribuna
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Arqueología y ficción científica

Imaginar el remoto futuro, remontarse hacia el lejano pasado: ambas posturas conceden primacía al misterio, comportando ansiada desazón y complacencia en el enigma, pareciendo, al menos temporalmente, compensar lo prosaico y sustituir lo sagrado. Las trampas de la ciencia-ficción, tanto como las de la arqueología-ficción, al responder al deseo de lo maravilloso, incluso de lo maravilloso adulterino, se conjugan en zonas seudoculturales que responden a una evidente necesidad y se convierten en pretexto, de abusiva y comercial explotación. Futurólogos de pacotilla y sospechosos arqueólogos visionarios acaban por coincidir en una amalgama espacio-temporal -donde todo se resuelve en la facilidad irracional, en otro insondable misterio, fruto esta vez de la desidia, del obcecado fanatismo o de la mixtificación pura y simple. En un extremo o en otro de las lejanías, confundiéndose en el abismo del tiempo, termina por resurgir, indefectiblemente, a pesar de su consentida heterodoxia y del dislate científico, la eterna pregunta del triángulo estremecedor, tanto como el perdurable enigma del nacimiento y el temor de la extinción de la especie.En realidad, las prospecciones futurológicas, incluyendo las más serias y elaboradas, no dejan de infundir sospecha, habida cuenta de su historia: plagada de proféticos errores y de incumplidas o pronto superadas premoniciones. Los sorprendentes quiebros evolutivos -aceleraciones o estancamientos- de la ciencia y de la tecnología, tanto como la dificultad de imaginar situaciones imprevisibles frente a la creciente desigualdad de las sociedades y los conflictos ideológicos que en ellas se producen, son posiblemente las causas fundamentales de tales inexactitudes.

Frente al fracaso de los profetas solamente queda el reducto de lo visionario en su artístico devenir. La arqueología, disciplina en principio reservada a un dominio especializado, tanto como la etnología y la antropología, ciencias en donde el estudio de la sociedad, la tecnología, el pensamiento y el arte se entremezclan indisolublemente, vence, desde hace algunos años, sometidas a semejante proceso de arbitrariedad vulgarizadora en beneficio de la lucrativa adulteración. La fascinación ejercida por estos dominios aparentemente antagónicos de la prospección conlleva ciertos peligros: en ambos sectores aparece una escritura bastarda, bien alejada de la poética de sus orígenes -tan a menudo vertida en literaria hermosura-, que sustituye y deforma un planteamiento verdaderamente cognoscitivo.

LAS IMÁGENES PRIMIGENIAS

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Quienes estamos apasionadamente interesados por aquellos lejanos instantes en que se atisba el nacimiento de la cultura, fascinados por el rastreo de los arquetipos del pensamiento y las poderosas imágenes primigenias producidas por las sociedades inadecuadamente llamadas primitivas, no podemos por menos que disfrutar de un prodigioso material bibliográfico puesto recientemente a nuestra disposición, pero al mismo tiempo, y frente a una abundancia en donde la frivolidad del tratamiento va unida a su comercial difusión, sospechar con fundamento que tal oferta comprende asimismo malentendida ensoñación y sustitutivo refugio, reflejo en suma de las deficiencias de una sociedad excesivamente pragmática y utilitaria, incapaz de fomentar lo maravilloso-creativo y ávida a un tiempo de él. Ambas huidas -la del remoto pasado y la del remoto futuro- son coincidentes en su barnizada ligereza cultural; la fascinación que ejercen en la sociedad tecnificada provocan suspicacia, tanto la sustitución operada comprende malentendida vulgarización, irresponsable e incluso cínica deformación, que atañe por igual dos sectores aparentemente antagónicos de la esfera del conocimiento: lo sagrado y lo científico.

Dos libros de aparición reciente en el catálogo español nos plantean dos opciones diametralmente divergentes de enfocar un aspecto del remoto pasado de la humanidad y de su fascinante atracción, de aquí la tentación de este comentario, que se convertirá en una especialísirna serpiente veraniega. El primero de ellos es obra de Henri Stierlin, especialista de las civilizaciones americanas prehispánicas, y nos ofrece una sugerente explicación a uno de los misterios más apasionantes de la arqueología americana, el de los enormes y glaciales dibujos del desierto de Nazca, lugar costero del sur del Perú. Estos surcos rectilíneos e implacables; que llegan a alcanzar distancias de varios kilómetros, se nos muestran, mediante la fotografia aérea, en enigmáticos ordenamientos, entrecruzados como gigantescas telas de araña desplegadas en las inmensidades desérticas. Grandes pistas geométricas y meticulosamente limpiadas, cuyas medidas pueden alcanzar 850 metros de longitud por 110 metros de anchura, se hallan asociadas a desmesurados diseños esquemáticos, de perfecta y continua lineabilidad, que representan animales muy diversos, líneas en zigzag y espirales. Estas obras colosales y enigmáticas, que solamente pueden ser percibidas en su totalidad desde una aeronave su verdadero descubrimiento data de vísperas de la II Guerra- Mundial-, han provocado la aparición de teorías tan diversas como insensatas destinadas a explicar su función originaria. Se trataba, según los diversos autores que han estudiado el problema, de sendas exclusivamente rituales, alternadas de espacios destinados a la ejecución de danzas sacrales; de pistas de entrenamiento para mensajeros o de lugares para cumplir torneos deportivos; de gigantescos observatorios o calendarios astronómicos, e incluso, según los más osados y aurorales magos de la arqueología-ficción, de pruebas fehacientes de remotísimos aeropuertos destinados al aterrizaje de ingenios espaciales provenientes de civilizaciones desconocidas.

MARAVILLOSA PASIÓN

Recordaremos siempre con emoción la imagen cinematográfica de la anciana matemática alemana María Reiche, aposentadora y fiel celadora del lugar desde 1946, caminando por el desierto, blancos cabellos al viento, limpiando día a día los surcos alterados por la erosión y las huellas humanas. Maravillosa -pasión -tomada por Stierlin como equivocada pasión- frente a un lugar ciertamente sagrado cuya monumentalidad inexplicable e irrisoria solamente podía ser percibida, paradójicamente, desde la altura lograda por la moderna tecnología. Pero ¿cómo imaginar que aquellos senderos rectilíneos e inmensos, aquel entrecruzar de sendas perdiéndose en el infinito, aquellas enormes explanadas geométricas, los implacables y perfectos geoglifos figurativos no constituyen tampoco "el mayor libro de astronomía del mundo", ni el "más fantástico calendario de la antigüedad, según los deseos de María Reiche, sino solamente tecnológica solución destinada a resolver la factura de los inmensos lienzos o sudarios sin costura cuya única función era envolver el fardo momificado de las castas privilegiadas? La desproporción entre la función y la dimensión de la mesa de operaciones parece inmensa, y las conclusiones, también insensatas; la demostración, sin embargo, parece convincente, bastando solamente un dato para imaginar su posible acierto: aquellos lienzos que medían 100 metros cuadrados, y que no debían comportar la menor imperfección, nudo o accidente, dado su destino sagrado, necesitaban, para ser realizados, no solamente los telares más grandes de la historia, sino también de un hilo continuo de urdimbre de una longitud del orden de 100 a 180 kilómetros, de aquí la necesidad de inmensas distancias, tanto para el montaje de la urdimbre como para su preparación. La rueda y la devanadera de eje eran desconocidas en las civilizaciones prehispánicas, y el desierto valle, circundado de plantaciones, no constituía sino una descomunal factoría al aire libre, cercana al lugar de producción de la materia prima, destinada a satisfacer la megalomanía insensata y necrófila de una civilización dictatorial.

Frente a esta explicación eminentemente tecnológica, todo podría quedar así, incluso la decepción frente al añorado misterio y al lugar supuestamente sagrado, cuando de nuevo, en dimensión insospechada, terrible y cruel, aparece una vez más lo sagrado provisto de otro insondable misterio: aquello que surgió de la tierra -el algodón-, fue solamente destinado, tras ímprobos esfuerzos, a regresar de nuevo a sus entrañas tras haber cumplido su penosa, sublime y efimera misión religiosa. Los grandes tejidos funerarios envolvían el fardo mortuorio, en cuyo intenor, como una oruga en su capullo, permanecía el difunto dispuesto a renacer en el más allá. Las catedrales Nazca serían, pues, mágicas factorías arañadas y dibujadas en el suelo. Es más, en ellas solamente los animales y -diseños trazados en línea continua, tan semejantes a los representados en los polícromos tejidos que han perdurado, y situado en zonas periféricas como ángeles guardianes, permanecen inexplicados, cumpliéndose la primitiva ley de la interrelación entre lo ritual, el arte y la funcionalidad. Podemos, pues, respirar, pues si los colosales geoglifos Nazca ya no obedecen al ansia del conocimiento cosmogánico, continúan, incluso en mayor medida, perteneciendo al dominio de lo sagrado: la indisolubilidad de los tres factores motrices de la cultura primitiva, frente al universo tenebroso, se vierte plenamente, a través de la técnica, estimulada por lo irracional y en aberrante y desmedido esfuerzo, hacia el logro de la eternidad.

LA OTRA CARA

El segundo libro, Cantabria, cuna de la humanidad, obra del polígrafo José María Rivero San José, constituye exactamente la antítesis del anterior. Un pueblo de titanes ibéricos, cuya localización geográfica, en remotísima antigüedad, quedaría perfectamente situada en tierras cántabras, viéndose obligado a expafidirse tras una serie de catástrofes geológicas de probada magnitud, llevando con él, hacia tierras diversas y lejanas, todo aquello que en la historia constituye hecho, lugar u obra civilizadora injustamente atribuida a civifizaciones posteriores. Un trasvase de ida y vuelta parece haberse operado, y la historia nos devuelve, incluso en atávico regreso, monumentos sagrados, batallas, episodios bíblicos, leyendas y mitologías que se originaron o fueron creadas con muchísima anterioridad en aquellas zonas norteñas del solar ibérico. El autor confiesa sin ambages haber descubierto el origen ibérico de la humanidad entera, y logrado descifrar buena parte de los enigmas que todavía lo encubren. Nos afirma incluso que la capacidad racional del ser humano fue adquirida en un valle de la actual provincia de Santañder. Utilizando el análisis toponímico, "la más prodigiosa reliquia que la humanidad posee de su pasado", demuestra cómo, en Cantabria y en Asturias, y especialmente alrededor de la matriz genesiaca del macizo de Peña Sagra, estuvieron situados los primitivos emplazamientos de Olimpo, Delfos, Tebas, Lesbos, Troya, la Acrópolis de Atenas, Jerusalem, Roma, Sicilia, Judea, Chipre, Creta y Venecia, así como también Europa, Asia, África y América.

Utilizando saltos semánticos "que producen escalofrío", y en la certeza de que Ias piedras engañan, no las palabras", descubre que los cuatro continentes, antes de su escisión, tuvieron su origen en cuatro comarcas de Peña Sagra: la primitiva Asia estuvo situada en Cabezón de Liébana; África, en una minúscula región de la vertiente norte del macizo; Europa, en la vertiente occidental, y América, en la occidental. Fue en la Vega del Naranco donde tomó forma definitiva el pueblo romano; la meseta castellana era la primitiva laguna Estigia; Lesbos estaba situada en el valle de Llesba; la bíblica Sodoma, en Somiedo, y Gomorra, en Morra. El Tigris no es otro que el río Trigués, y el Éufrates, el río Frades. El autor lía localizado las primitivas Siria y Asiria en el valle de Rodiés, compartiendo su primitivo solar con el pueblo judío y estableciendo una suerte de cuña entre sus vecinos griegos y persas.

Todo, pues, nació de aquellas zonas norteñas de la Península a partir de la primitiva isla coronada por Peña Sagra, siendo la diáspora ibérica, en el transcurso de milenios, quien llegó progresivamente a colonizar y dominar -todo el planeta. Tanto el hebreo, como el griego y el latín, no son sino lenguas ramificadas de un mismo origen que se halla en una civilización perdida, la cántabra. El autor, que se considera "un español a machamartillo" -y lo demuestra con creces-, no duda de que España es el origen de Europa y de que el europeísmo de España, tan evidente, procede justamente de que España fue Europa antes de ser propiamente España. Nada más actual, como bien puede verse, aunque, no contento con estos hallazgos apabullantes que revolucionan por completo la historia universal, demuestra asimismo -y fotografía con bellísimos colores- dónde estuvo el paraíso terrenal: exactamente en las comarcas de Polaciones, Rodíes y Valdeprado, probándonos, asimismo -siempre mediante el análisis toponímico-, que América fue descubierta dos veces, la primera por los antiguos iberos, y que siendo los aztecas de la más pura estirpe asturiana, y los peruanos originarios de Linares; los mayas, en cambio, al igual que el nombre del país mexicano, son ciertamente de origen gallego. Gallego, y de pequeña estatura, era también Noé, quien inventó la escritura, y precisamente el alfabeto griego, durante su forzosa ociosidad alrededor de nuestras costas. El castellano era lengua que ya se hablaba en la prehistoria, y con posterioridad a Noé los iberos fueron los verdaderos autores de la Biblia por la obvia razón de que todo su acontecer se desarrolló en Iberia. Otras de las noticias extraordinarias que nuestro inspirado filólogo nos comunica se refieren a temas altamente instructivos, como, por ejemplo, que la verdadera y primitiva Atlántida estuvo en Liébana; que las amazonas existieron realmente, poblando los altos valles de Cantabria, siendo, además, las primeras señoritas toreras de la historia; que la letra K tiene íntima relación con las sirenas y que éstas fueron posiblemente el origen de la especie humana, prefiriéndose esta suposición, en todo caso, a aquella que pretende demostrar su origen en las musarañas y frente a la cual manifiesta el autor ciertas reservas; que nuestros antepasados tenían una afición desmedida a la sidra -Noé, en cambio, cele bré la terminación del diluvio ingiriendo zarzaparrilla- y que el origen de la perdición del hombre no fue la manzana, sino la sidra.

DISPARATE COLOSAL

Pero ¿qué pensar ante obra tan colosal -nos referimos a un libro de apretada tipografía y de casi 700 páginas- y de su titánico esfuerzo filológico? El autor manifiesta una permanente certeza, rayana de la iluminación, resultando sorprendente la dimensión de la demostración, su carácter mesiánico, la pasión entregada en un un¡direccional y limitador esfuerzo investigador, que comporta el permanente desliz de la mirada objetiva. No hay una sola página que no contenga un fenomenal disparate, una sola frase que no nos muestre más que obcecación, penosa y monódica disertación al servicio de un estrecho, cegador y torcido sendero. Por un instante imaginamos estar en presencia de una colosal broma o mixtificación, pero el tono y el sistema empleado -la fanática, maniaca y monótona letanía- nos hizo pronto perder las esperanzas: la aberración del sistema y del recorrido, la insistencia en la infalibilidad del método toponímico, incluso la extracción de situaciones descomunales no va acompañada de la magia que propicia su inclusión en literario género. La triste locura de tal empeño, la pasión y la pretensión puesta en juego, el mismo convencimiento de poseer la verdad absoluta e irrefutable hace, no obstante, que nos detengamos con curiosidad e interés, al menos por dos razones bien precisas.

Ninguna de ellas obedecerá a la sospecha de la posible verosimilitud de una investigación cuyos dislates son tan evidentes, sino a la estupefacción que causa el desmesurado e insensato esfuerzo por demostrar una obsesión visionaria. En realidad, este libro marca una fecha importante dentro de la actividad paranoica entroncada con un apartado muy preciso del fenómeno alucinatorio. No precisamente la que resulta de la lúcida aplicación del método paranoico-crítico, brillantemente formulada en un momento feliz por un conocido y anciano pintor ampurdanés, sino más bien aquella, ciertamente más penosa y limitativa, que se refiere unívocamente a los monstruos producidos por el sueño de la razón. El segundo motivo por el cual recomendamos su lectura es simplemente porque se trata no solamente de una de las más completas antologías del disparate, sino también del libro de humor involuntario más patético producido en nuestro país desde el advenimiento de la democracia.

Desde el alto ventanal de mi taller en Cuenca contemplo diariamente un soleado, agreste y bíblico paisaje. La reproducción volumétrica de un hermoso ídolo hallado en el cercano pueblecito de Chillarón, que comprende en su perfecta forma ovoide la bipolaridad sexual, y que es la joya del Museo Arqueológico de la ciudad, permanece presente, en lugar privilegiado, reavivando la vieja pasión por los libros que tratan de las civilizaciones primigenias. A través de ellos, desde el alzado observatorio, sobrevoló impunemente, en imaginario y cumplido viaje, no solamente los surcos Nazca, la explanada majestuosa de Uxmal, las menos impresas de la cueva de El Castillo, o las capturas fascinantes de Catal-Hüyük, sino que también, por ejemplo, contemplo y acaricio todo un harem de diosas bellas y terribles cuya favorita sería, sin duda, la esbelta y oscura bailarina de Mohenjo-daro. La diversificación del misterio es apasionante, y su tentación, embriagadora: aun careciendo de pasión -y de conocimiento- en ciencia textil y toponimia, y frente a la extrañeza del lugar en donde me hallo -su latente y diáfano misterio, la certeza de su inacabada exploración y su promesa de futuras ofrendas-, y especialmente después de las alucinantes lecturas arqueológicas del solsticio de verano -y de las liberalidades que conceden-, ¿por qué no suponer, co mo serpiente veraniega, e incluso como propia teoría frente al misterio que contemplo, que la mágica Peña Sagra, origen de todo, según nuestro iluminado autor, se halla también en Castilla-La Mancha, y que se llama simplemente Cerro del Socorro, o que los Ojos de la Mora, que contemplamos diariamente en la montaña, son en realidad huellas ocultas de una civilización ciclópea? ¿Quién nos va a impedir el suponer que los lejanos nazcas dejaron aquí sus enseñanzas para la fabricación de las famosas alfombras de Cuenca; que el Júcar y el Huécar, confluyendo a los pies de la ciudad, son en realidad los primitivos Tigris y Éufrates; que en su rodeado enclave existió también Sodoma, Gómorra y Lesbos, y, por ende, el paraíso terrenal, y que los antiguos pobladores de los barrios de Los Tiradores, San Antón y Santa Cruz fueron el origen de África, América y Oceanía? Debemos también demostrarlo -argumentos toponímicos no faltarán- para afirmar, al menos en el tentador terreno de la arqueología-ficción, la ventaja de las autonomías y el compartido y delirante chovinismo así creado.

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