Helsinki y la paz
Las primeras impresiones dependen mucho del lugar de donde proceda uno, y así la más árida de las islas resulta una maravilla para el náufrago que arriba a ella tras varios días de luchar con el mar. Helsinki, que es de por si una ciudad bella, resulta mucho más atractiva cuando se llega, como yo lo hice, desde Leningrado. El trayecto en tren no es largo, pero las distancias en el este de Europa no se miden por kilómetros, sino por ambientes. Entrar en la estación de la capital de Finlandia procedente de la UR SS significó para este viajero una sucesión de bellas explosiones: la de la luz eléctrica, la de las flores, la de las frutas, la de los bombones, la de los periódicos y libros. Todo lo que la URSS te da mezquinamente -confort, cultura, comida y bebida- aparecía de pronto como un regalo para los sentidos y un presente para la inteligencia; mire, coma, beba, lea, huela a su antojo. Está usted en Occidente.Recuerdo vivamente esto y recuerdo vivamente también el efecto que mis observaciones sobre el país causaban en los finlandeses con quienes hablé. En lugar del orgullo que en otros países existe para presumir de sus ventajas sobre el vecino encontraba reservas e intento de acallarme amablemente. "Sí, claro..., pero hay que pensar en los problemas que ha tenido y que todavía tienen". Parecía que querían hacerse perdonar sus posibilidades para no agrandar demasiado la diferencia con un vecino tan potente como peligroso según saben por triste experiencia. Da la casualidad, además, que el sistema capitalista triunfa descaradamente en la vecindad del mayor país socialista del mundo sin mostrar siquiera las lacras -paro, terrorismo, atracos- que los rusos señalan siempre acusadoramente al hablar de Occidente. La renta per cápita finlandesa es mayor que las d Francia y Japón, y aun siendo un país escandinavo no comparte las directrices socialistas de Suecia, por ejemplo; aquí el Estado no posee más que el 16% de la industria nacional y no tiene el menor deseo de ampliar esa proporción.
Lo que más irrita a los habitantes d este país es la palabra finlandización, una foz que se acuñó en los años sesenta para mencionar a cualquier Estado que prefiera la seguridad de sus fronteras a la autonomía total en política exterior "Nosotros somos realmente independientes", aseguran, "aunque, naturalmente, tenemos conciencia de una frontera de más de 1.000 kilómetros con una potencia que no podemos permitir que nos vuelva a ser hostil (dos derrotas en un siglo dejan huella). Por ello les prometimos no unirnos jamás a organismos como la OTAN, aunque en el fondo, no tiene usted más que mirar a su alrededor seamos totalmente occidentales. Aquí como ha visto, existen todas las libertades, de prensa, religión...
-Pero si alguien intenta buscar la libertad política huyendo de la URSS, le devuelven ustedes a la frontera.
-Así es -el finlandés que me habla bajó la cabeza-, son los sacrificios que hemos tenido que aceptar para poder sobrevivir. Nosotros no llegamos a cinco millones de habitantes.... ellos son 250.
Efectivamente, parece que no hay más remedio. Por lo demás, aun llegando de Leningrado, la ciudad más europea entre las rusas, la elegancia de las finlandesas impresiona, y aún más su belleza. Como los suecos, los nativos son prácticamente todos rubios de ojos claros, y Curzo Malaparte cuenta en uno de sus libros cómo conoció a una muchacha de Helsinki en un tren. Le recordaba a alguien, y ella le dijo que probablemente se refería a su hermana, que había sido Miss Universo el año anterior. Tras esta conversación, el escritor italiano concluyó que un día un hijo suyo encontraría en un viaje a la hija de aquella mujer que también sería Miss Universo o Miss Mundo, o si no, lo sería su prima o su amiga íntima; hasta tal punto las muchachas de ese país eran todas bellas como bellos son los paisajes que describía tanto Malaparte como Agustín de Foxá, el español que, con Angel Ganivet, ha sido el más famoso de nuestros compatriotas en aquella tierra.
Hoy se vuelve a hablar de Helsinki con motivo del décimo aniversario del famoso tratado, y el hecho de elegir esa ciudad para alcanzar un entendimiento que intentara entibiar un poco la guerra fría es ya un símbolo. Era como si alguien convoca a los amigos para que conozcan mejor al malfamado vecino de su piso: "Ya veréis cómo no es tan hirsuto, tan difícil como pensabais; hablad con él". Fue un tratado en el que los rusos tenían un solo capítulo fijo como una obsesión: la de que se consideraran definitivas las fronteras trazadas después de la Il Guerra Mundial y que ellos creían amenazadas por los revanchistas alemanes occidentales. Los países del Oeste tenían, en cambio, otra: la de que se garantizaran los derechos humanos en el oriente europeo. Yo visité la URSS poco después y comprobé lo que me temía: la gente enemiga del régimen quizá no iba ya a la cárcel, pero era recluida en centros psiquiátricos, y los periódicos de Francia y el Reino Unido brillaban por su ausencia, exactamente igual que antes. A mis preguntas de por qué no estaba Le Figaro o Herald Tribune en el quiosco del hotel, me decía el guía que no tenían divisas para comprarlos (aunque sí las había, al parecer, para L'Humanité o Unitá, periódicos comunistas), y si alguien se extrañaba de la conculcación de los derechos humanos, respondía que eso era muy relativo, ya que para ellos tampoco los cumplía Estados Unidos al dejar en el paro a millones de norteamericanos. Estos son, concluían, asuntos internos de cada país, en los que los demás no tienen por qué intervenir.
Probablemente el tratado de Helsinki no sirvió más que para que Finlandia y su presidente, Koivisto, presumieran de su capacidad de unir ante una mesa de conversación a gente tan distinta y contraria ideológicamente hablando. Claro que esto es ya mucho.
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