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La izquierda y el individuo, hoy

Fernando Savater

En dos artículos recientes publicados en estas mismas páginas bajo el título común de El pensamiento de la derecha, hoy, Alfonso Sastre ha suscitado de nuevo el, por lo visto, eterno tema de la contraposición entre la visión que izquierdas y derechas tienen de las cosas de este mundo. Tema poco veraniego, me temo. Pero quizá por eso mismo resulte, a fin de cuentas, refrescante abundar polémicamente en él: ¿acaso no combaten los árabes el calor del desierto a fuerza de ropa abundante y té hirviendo? En el trabajo de Sastre distingo dos áreas generales de interés. La primera es una suerte de reprobatorio lamento por el alejamiento de las posturas de izquierda al que han llegado antiguos "maoístas, ácratas y radicales de izquierda sin partido"; primera sorpresa, esta dolorosa degeneración no afecta por lo visto a los estalinistas a mucha honra de ayer. Ya se sabe, quien tuvo retuvo, pero quien mal anda mal acaba.No sólo anticomunistas, sino también antimarxistas, posizquierdistas y, por tanto, neoderechistas, "poco valor civil puede advertirse en estos brillantes cachorros del neocapitalismo...". Hombre, Alfonso, se puede ser un clásico, pero el dicterio de los cachorros suena algo pasado. Me recuerda una discusión callejera que tuve hace no mucho en las páginas de Egin con un músico duro de oído, el cual, tras acusarme de retórico, me reputaba de "vendido a los amos del capital". Creo sinceramente que dentro de poco esas expresiones ya no colarán ni en el Egin. Pero sigamos. Del valor civil hablaremos otro día: por el momento, yo me conformaría con civilizar el valor, lo cual, por cierto, es lo contrario de la cobardía y lo opuesto a la brutalidad. Se pregunta Sastre hasta qué punto los cambios de fortuna personal o el envejecimiento mal asumido han podido determinar ese proceso degenerativo, sin llegar a ninguna conclusión definitiva al respecto. En efecto, todas las trayectorias personales son algo misteriosas: tanto la del intransigente grupusculario de ayer, hoy reciclado concejal de cultura, como la del ex seminarista guerrillero cuya vocación de distribuir hostias se encarrila ahora por vía non sacra. Un cierto sello personal, empero -Schopenhauer hubiera hablado de carácter-, suele marcar cada biografía, y así los hay que siempre serán oportunistas, sectarios o demagogos, lo mismo que otros cultivarán la credulidad delirante, la reverencia ante la fuerza y el sadomasoquismo. Ya se sabe, genio y figura...

Uno de los problemas que se le plantean al lector en esta primera fase del doble artículo de Sastre es la univocidad con la que maneja términos tan ambiguos como izquierda, derecha, revolucionario, etcétera. Si por lo menos se atreviera a definirlos de una vez por todas ... ; pero claro, ya desde Nietzsche sabemos que "lo que tiene historia no puede tener definición"; lo malo es que aquí es esa historia o evolución de los términos lo que precisamente se nos escamotea. Vayamos a la voz izquierda, por ejemplo, que es la que nos interesa, porque todos queremos salvar el alma. ¿De qué izquierda se trata? Aquí habría que recordar el viejo chiste del devoto que se cae de un avión en vuelo e invoca la intervención milagrosa de san Antonio; los cielos se abren, una mano gigantesca le detiene en su caída y una voz sobrehumana pregunta: "¿Qué san Antonio?". "De Padua", contesta aventuradamente el beneficiado, pero no acierta y la mano le deja caer. ¿Es acaso el san Antonio de Alfonso Sastre el único posible y todos los demás son neoderechistas o se trata quizá de un simple santo local, menor, poco escuchado en el cielo, incluso puede que el propio demonio disfrazado? Espero que ni Kant ni Sastre me tachen de escéptico si reconozco que tengo serias dudas al respecto.

El segundo y más extensamente tratado asunto por el que se preocupa nuestro dramaturgo es el del individualismo, ideología que Sastre asimila como clásica del pensamiento de derechas. Esta cuestión es ya más jugosa que los inquisitoriales prolegómenos que la preceden. Para Sastre, la concepción del hombre como ser individual pertenece a la derecha, y la del hombre como ser social pertenece a la izquierda. "Esto es una simplificación, lo sé", añade de inmediato, y de este modo tranquiliza al lector, no porque éste no se hubiera dado cuenta ya de la obvia simplificación, sino porque se le advierte de que también Sastre es consciente de ella y no como otras veces. Pero después poco hace para confirmar esta primera perspicacia, porque su descripción del individualista sigue siendo, ya no simple, sino obtusa, y de esto no parece darse cuenta. Según él, el individualista continúa hoy creyendo que la sociedad es un agregado de individuos preexistentes, ignora la necesidad del vínculo social y supone que la comunidad le obstaculiza el magno proyecto de ser él mismo. Se equivoca, claro está, y Sastre le amonesta por ello con delectación. ¿Acaso el individualista no ha reparado que incluso en los monólogos teatrales siempre, de un modo u otro, están presentes los demás? Aquí Sastre enumera el título de varios monólogos teatrales, por si acaso el individualista ha llevado su solipsismo hasta el punto de no pisar en su vida un espectáculo público. También el triste destino de los niños-lobo, las lecciones de la psicología infantil y la suerte de banderillas nos devuelven a esta verdad básica, que sólo el individualista ignora: dos es antes que uno. Por mucho afán que se tenga de autodeterminación individual (la expresión es mía, en un artículo de estas mismas páginas; todo el esfuerzo teórico de Alfonso Sastre va destinado a neutralizarla), a fin de cuentas ésta sólo puede Regarte por vía social: si no quieres asumir, como debieras, la lucha de liberación de la nación en que -estatista redundancia que a Sastre le parece natural- has nacido o tu papel de hijo de tornero en la lucha de clases (si has nacido alemán bajo Hitler o hijo de burgués, como Marx y Engels, lo justo es pasarse al enemigo), no por ello te librarás de la obligación grupal: segregado del pueblo que por naturaleza sastriana te corresponde, tendrás que ser hippie (no, ya no hay), ejecutivo o intelectual. Quod erat demonstrandum.

Centrando la cuestión en lo que le interesa, Sastre concluye: "Postular la autodetemiinación individual versus las luchas de liberación y/o social es... una muestra de inepcia intelectual que sitúa a los postulantes de ese proyecto de liberación en las afueras de un pensamiento crítico -o sea, del pensamiento-". De muestras de inepcia intelectual no me atrevo a discutir con Alfonso Sastre, porque le reconozco en ese campo una, competencia que no poseo, pero lo del pensamiento crítico ya me resulta más familiar. Me recuerda de inmediato la teoría crítica y la escuela de Francfort, el movimiento de reflexión desde la izquierda más sugestivo de lo que va de siglo. Ellos precisamente nos enseñaron que la oposición frontal entre individuo y sociedad es una trampa, mediante la cual se erige a aquél como causante indisciplinado de las insuficiencias de ésta, y a ésta, como ultima ratio de las frustraciones de aquél: doble coartada. Pero también mostraron que en el sistema universal de alienación política, la subjetividad que se opone y resiste a la integración necesaria en el todo es lo único que mantiene la promesa de una solidaridad no coactiva. Urgido por este recuerdo, voy a acotar brevemente aquí las opiniones de Theodor Adorno sobre un par de temas suscitados por Sastre. Como estoy con biblioteca de verano, todas mis citas son de un solo libro de Adorno, Consignas, publicado el año de la muerte de su autor; cito por la edición castellana de Amorrortu Editores, Buenos Aires; 1973.

Primero, la cuestión del nacionalismo. Al verle simpatizar con la idea de nación, que él mismo reconoce "una idea mantenida tradicionalmente por la derecha", uno podría creer que el neoderechismo que nos invade ha infectado ya hasta a Alfonso Sastre. No es así, se nos asegura, porque, curiosamente, el obsceno oscurantismo patriotero es hoy "uno de los motores más decisivos en los movimientos revolucionarios". La prueba, las pocas luces triunfales de esta época triste: Cuba, Vietnam, Argelia. Los ejemplos están bien elegidos (¿por qué no hablar de Uganda, Guinea Ecuatorial o Irán?), pues son tres países que han logrado un modelo político y un desarrollo social envidiables, que pueblos oprimidos como Euskadi o Cataluña no pueden sino aflorar desde lejos. A Adorno no le habían llegado noticias de este cambio de signo del nacionalismo, por lo que escribía: "El clima que más favorece la repetición de Auswitz es el resurgimiento del nacionalismo. Éste es tan malo porque en una época de comunicación internacional y de bloques supranacionales ya no puede creer en sí mismo tan fácilmente y debe hipertrofiarse hasta la desmesura para convencerse a sí mismo y convencer a los demás de que aún sigue siendo sustancial" (página 94). No por ello es Adorno sospechoso de reclamar la cocacolización uniforme del mundo, sino que más bien ahoga por las diferencias: "Paz es un estado de diferenciación sin sojuzgamiento, en el que lo diferente es compartido" (página 145). Lo que él no sabía es que la diferencia hay que estatalizarla y nacionalizarla para que sea revolucionaria. Hasta tal punto lo ignora que considera la diferencia libre y la identidad popular -que reclama estatalizarse- como contradictorias: "Lo verdadero y lo mejor en todo pueblo es más bien lo que no se ajusta al sujeto colectivo y que, llegado el caso, se le opone. La formación de estereotipos, por el contrario, favorece el narcisismo colectivo" (página 96).

Al sujeto individual que en un contexto nacionalista (si además éste es revolucionario, aún peor) no se doblegue al griterío narcisista, se le intentará descalificar por todos los medios: quizá hasta se le reproche carecer de valor cívico. "Estas técnicas están presididas por un principio autoritario: el que disiente debe aceptar la opinión del grupo. Gente intolerante proyecta su propia intolerancia en quien no quiere dejarse aterrorizar" (página 170). Aquí llegamos al tema de la traición, también mencionado por Sastre y tan de actualidad en Euskadi desde que se inició el proceso de reinserción de etarras. "El concepto de traidor proviene de la traición eterna de la represión colectiva, no importa de qué color. La ley de las comunidades conspirativas es la inapelabilidad; por eso les place a los conspiradores desenterrar el concepto mítico del juramento. El que tiene otra opinión no sólo es expulsado, sino que se ve expuesto a las más duras sanciones morales. El concepto de moral reclama autonomía, pero los que tienen en la boca la palabra moral no toleran la autonomía. Si alguien merece ser llamado traidor, es el que delinque contra la propia autonomía" (página 163). A esta noción de autonomía es a lo que está vinculada la autodeterminación individual y no a las banderillas ni a los solos de clarinete.

Por último, lo del terrorismo. Sastre ve en el fenómeno de repulsa a éste un nuevo avatar del viejo anticomunismo visceral. Recurre sin sonrojo a los tópicos menos respetables: quienes denuncian a los terroristas callan sobre el terror del Estado, lo cual, por lo visto, excusa a quienes denuncian éste para callar sobre el de los otros y no vacila en asustamos su decretum horribile: "Los movimientos revolucionarios están por la vida, aunque a veces no lo parezca, en la medida en que no tienen más remedio que producirse -así ha sido siempre- en términos de guerra". En efecto, a veces no lo parece: por ejemplo, lo parece en Chile o Polonia, no en Euskadi o Italia. A Adorno, desde luego, no era fácil engañarle a este respecto. No dudaba del horror establecido ["Del mundo, tal como es, nadie puede aterrarse suficientemente" (página 177)] y los partidarios de perpetuar los bloques en conflicto para conservar la libertad no encontrarán apoyo en él: "La humanidad, que practica lo malo y lo soporta resignadamente, ratifica de este modo lo peor: basta, con escuchar los desatinos que se dicen acerca de los peligros de la distensión. Una praxis oportuna sería únicamente el esfuerzo por salir de la barbarie" (página 169). Pero este esfuerzo, desde luego, tiene que diferenciarse de aquello que combate no sólo por sus fines, sino, sobre todo, por sus medios: "A muchos les suena plausible la proposición de que contra la totalidad bárbara ya sólo surten efecto los métodos bárbaros. La violencia, que hace 50 años pudo parecer todavía justa, y para un breve período, ante la esperanza demasiado atractiva e ilusoria de una transformación total, después de la experiencia del terror nacionalsocialista y estalinista, y frente a la persistencia de la represión totalitaria, se encuentra inextricablemente unido a aquello mismo que debe ser cambiado" (página 169). Y resume impecablemente su punto de vista un poco más abajo: "O la humanidad renuncia al ojo por ojo de la violencia, o la praxis política presuntamente radical renueva el viejo horror".

No, no estaba nada mal la teoría crítica, pese a sus hoy muy comentadas insuficiencias y manías. Algunos nos educamos políticamente en ella, mientras otros meditaban sobre si creer en Dios y creer en Carrillo son cosas compatibles, alternativas o complementarias. Ahora quizá no tenemos muchas certezas esclarecedoras, pero nos hemos librado de algunos oscurantismos: ni apoyamos a los del batallón expedicionario que va a rescatar Nicaragua de garras del leninismo ni confundimos la emancipación de los hombres con los tebeos de Hazañas Bélicas (hoy ya sólo HB para abvreviar). Con todo, aguardamos que algún faro, a la vez práctico y téorico, ilumine desde la izquierda nuestras perplejas tinieblas. La lectura de los artículos de Alfonso Sastre no va a abreviar, precisamente, nuestra vigilia.

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