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Tribuna:RELATO
Tribuna
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El Trece

Al principio sólo estaba Muriel con su perro y tuvieron que pasar noches extrañas para que llegara el Trece y lo desplazara con su salvaje presencia a segundo término. Estaba allí también desde siempre la vía, que era una oscura línea recta que partía en dos el sudario del Majer, sin por ello romper la temible horizontalidad de la llanura. Ésta se que braba, en el lado de acá del mundo, como un lago seco interrumpido por el borde inferior de la colina desde donde observábamos el paso de los trenes. Y otra vez en el lado de allá, si es que era posible que éste existiera tan lejos y que nosotros pudiéramos soñarlo, contra los confines nunca alcanzados del valle, donde s dibujaban, sobre paredes verticales de marga erosionada por las milenarias curvas del Tajo, las cúpulas negras de las alameda de las sirgas.Y fue, finalmente, también Muriel, siempre con su perro y siempre antes de que el Trece llegara, quien nos advirtió de que algo inexplicable ocurría en los alrededores de la vía y que era posible para nosotros, a causa de nuestra pequeña estatura, descubrir qué era si nos escondíamos en el bosque de turras del borde de la colina, que se inclinaba como los juncos del otoño hacia el Majer, y desde allí vigiláramos la llanura. Lo dijo con voz herida: "En la vía algo se mueve, y se mueve antes de que los trenes pasen, y éstos pasan a horas extrañas y, más extraño aún, todos lo hacen en dirección a Madrid". Muriel, asustado por su advertencia, se fue con su perro del lomo de la colina. No volvimos a verle más que muerto. Pero ya entonces era también tarde, nos habíamos olvidado de él y la sombra del Trece había ocupado el hueco del lugar que Muriel dejó para siempre en nuestra me moria. Fue entonces cuando nos dijo que si él moría deberíamos ahorcar a su perro.

Desde que Muriel nos habló de ella, la llanura se hizo impenetrable. Antes nos contó: "Los huertanos del Majer abandonan sus casas y algunos pasan por aquí con los ojos sangrando fuera de las cuencas. Llevan sus volquetes atestados y siembran la alarma en los pueblos de las colinas". Emergieron del valle por el borde de la colina y subieron con sus fardos a cuestas, mientras las bestias resoplaban tirando de los volquetes. "Buscan", dijo Muriel Ia carretera y, una vez en ella, no saben qué dirección tomar. Unos van hacia las torres de las iglesias de Talavera. Otros se quedan en el cruce y allí, sobre la tierra, se sientan y lloran. Otros se pierden en los páramos. Pero los más acampan en los apeaderos de la vía y allí, en mamparas de mantas tendidas o bajo las cajas de los volquetes, esperan que un tren de mercancías les lleve a Madrid". Añadió sobresaltado: "Mirad allí", y sus ojos se extraviaron en la llanura, detrás de algo que señalar en ella, pero nada había. "No habéis visto un punto negro salir fuera de la línea de la vía?". Miró a su perro y le ordenó que bajara al valle. "Busca, perro, busca", gritó, pero el perro no se movió. Fue entonces cuando Muriel repitió que si él moría, matáramos al perro. "Se volverá loco si me sobrevive", murmuró.

"Cerca de Talavera", contó Muriel que contaron, "se echan a los caminos pueblos enteros y, quienes no pueden caminar, se ahorcan. Los regimientos moro suben río arriba, por las franjas de tierra seca que separan a la vía de los arenales de las sirgas y, a su paso, entran en las aldeas y pasan a cuchillo a quien en ellas queda. Luego arrasan las huertas y se llevan a los conejos vivo colgados de las cananas. La tierra arde donde el Tajo gira sobre sí mismo en busca de una salida por los valles de Gredos, se oyen los susurros de las balas perdidas y, un poco más allá, detrás de las montañas, los ecos roncos de los cañonazos.

El miedo a sus propios relatos ensombreció los ojos de Muriel Se escondió y nunca volvió a la colina. Era, mayor que nosotros, pero su ausencia hizo brumosos a aquellos primeros días de septiembre, en los que se presentía lluvia, era húmedo de savia el viento del Majer, olía al polen de las turras secas y los silbidos de las locomotoras llegaban hasta nosotros, procedentes del valle seguidos de intensos silencios. Una madrugada, los silencios que separaban al silbido de un tren del siguiente comenzaron a hacerse cada vez más cortos. La caravana de trenes continuó durante el día y se prologó a lo largo de la noche siguiente. "Evacuan Talavera", dijo Muriel. Pero, al tercer día, los trenes dejaron de pasar, los ruidos del silencio invadieron el valle y fue entonces cuando desapareció con su perro y el Trece llegó.

Quizá habían volado el ferrocarril al oro lado de de los cañaverales del Tajo. Distinguíamos, antes de que el sol se inclinara sobre el río y nos cegara, la tela de araña de los vericuetos del valle y, agazapados entre las turras, la línea negra de la vía, fundida en el horizonte de plata de los almendros contra la cinta oscura de las sirgas. Antes, Muriel nos habló del estruendo que las locomotoras producen cuando pasan enfurecidas, por encima del puentecillo. Para él, que había sido aguador del ferrocarril, era sólo un recuerdo que perturbaba su sueño, pero ahora para nosotros los ecos de la mancha roja del puentecillo era la única referencia que teníamos para descubrir la extrañeza de los trenes y era él quien nos advertía de que si nos atrevíamos a bajar al valle y a adentrarnos en él, deberíamos comprobar en las hojas de las yerbas el color de la arenilla que las cubría, y cuando ésta fuera negra, tan menuda que no se sintiera al tacto y un olor nuevo diferente a todos los conocidos agrio y sofocante, impregnase el aire mecido, entonces existía el peligro de que, como monstruos asmáticos, los trenes pasaran.

Pero nunca más pasaron. Un silencio blanco flotaba sobre el valle el día que descubrimos sobresaltados qué, tal como había presentido Muriel, un punto negro se había desprendido de la línea del ferrocarril y lentamente se acercabapor el camino del Majer a las siete olivas y, por encima de ellas, a nuestro observatorio. El punto negro fue cr eciendo y se hizo más'y más oscuro cuanto más próximo estaba, hasta que se convirtió en. la silueta encrespada de un enorme cura que, en bandolera sobre su sotana, llevaba como equipaje dos enormes cananas cruzadas y un fusil en las manos, con el que nos apuntó. "¡Vosotros, los de las turras! ¡Salid de ahí, muchachos!", grito. "¡Con las manos en alto!" Nos miró uno a uno y añadió: "Decidme, hijos, ¿hay rojos en vuestro pueblo?".

Así llegó el Trece. Antes de que la edad de los muchachos pu diera medirse desde fuera de ellos, llegó también al Majer un inmóvil otoño. Fue en un día de vientos llorones cuando surgió del misterio de la vía la amenzante mole de sebo del Trece. Nadie le puso tal apodo, ni nadie llegó a saber su nombre, si es que lo tenía. Se hacía llamar así, Trece por ser el último, olvidado por las malditas Escrituras, de los discípulos de Cristo. Nunca antes había existido un hombre de tan bestiales y dramáticas desproporciones. La aldea antes había sido un lugar sin tiempo. Pero desde el momento en que el Trece nos arrastró a la iglesia con el hocico de su fusil mirando nuestras nucas agachadas; desde que a puñetazos abatió las carcomidas puertas del templo y nos obligó, una vez dentro, a bautizarnos de nuevo, algo en ella comenzó a removerse como el barro de las charcas del Majer se agitan cuando las culebras de agua, que dormitan enroscadas en los légamos del fondo, se estiran como muelles de resorte ante el paso de la panza encogida de un lucio hambriento.

Era el Trece alto como una torre, redondo como un remolino de polvo en las calmas de los mediodías de agosto, y padecía sed y hambre inagotables. Llegó caminando desde los desiertos africanos, en los que fue varias veces caníbal y, en la noche que pasó en la aldea tuvo que dormir en el suelo, agitado por bestiales ronquidos y abrazado como un niño a su fusil. Nadie había podido imaginar una cama de su tamaño. Antes había abierto a patadas las puertas de las casas, se comió cuanto había en las despensas y en las tinajas de las bodegas, condujo a todos a la iglesia y allí dijo, con su voz de niña: "Estoy de paso, labriegos de mierda, pero no por mucho tiempo. Mientras tanto, llamadine Trece, como me llaman los regulares, y pensad que un legionario me sembró en un prostíbulo, en el vientre de una hija de gorila, antes de que se os pase por la cabeza la idea de llevarme la contraria. ¿Hay algún rojo aquí?". Nadie habló de Muriel, pero su nombre lo movió un susurro del viento y el Trece, mientras decía miga, lo oyó.

Amanecía cuando nos despertaron como latigazos tres dísparos. Nadie estaba allí, pero el grito de Muriel resonó como el último balido de un cordero blanco en las bóvedas de la iglesia, y era ésta su última llamada a que vigiláramos los movimientos de los trenes. El Trece cargó, después de matarlo, el cuerpo escuálido de Muriel y paseó, con él en un hombro y el fusil en otro, por la aldea, mientras gritaba: "¡Avisad que ha pasado por aquí el ángel negro y que de ahora en adelante nadie podrá levantar los ojos de la tierra. ¡Cerrad bien las puertas, labriegos maricones, escondeos de mí!". Por las rendijas de los postigos le vimos subir al borde de la colina cargado con el cuerpo de Muriel y desaparecer bajo el horizonte de la loma. Esperamos varias horas antes de salir fuera a comprobar que se había hundido en la silenciosa horizontalidad del Majer. Subimos a la colina y observamos otra vez la llanura. Lejos, en las proximidades de la vía, el punto negro del Trece se había fundido nuevamente con la línea negra del ferrocarril, de la que se había desprendido unas horas antes.

Estuvi mos tendidos boca abajo, escrutando la llanura, hasta que el sol se inclinó y comenzó a cegarnos. Oímos gemir a nuestras espaldas y vimos tendida sobre la tierra la mirada oblicua del perro de Muriel. El animal saltó y se sumergió de cabeza en un desagüe que se deslizaba verticalmente por el repecho hacia abajo. Corrimos tras de él hasta que se detuvo ante los siete olivos que señalan el final de la tierra conocida, allí donde el borde inferior de la colina forma un ángulo recto con la llanura. Estábamos en el Majer. El cielo era de plomo por encima de los grumos de las alamedas del Tajo. Atrapamos el cuello del perro con un cinturón de correa y en el primero de los siete olivos lo ahorcamos. "¿Qué hacéis, muchachos?", dijo la voz de niña. El Trece nos miraba desde arriba, sentado en la cruz de un tronco de olivo, y sonreía con candor. Metió la mano bajo a sotana, sacó una faca y con ella abierta se acercó al perro ahorcado, mientras retrocedíamos. Le agradó nuestro movimiento de cautela. La correa apagó el alarido del perro colgado, pero sus ojos se volvieron húmedos hacia el Trece: "¿Todavía estás vivo, capón?", murmuró la voz de niña. Miró su mano izquierda mientras limpia-ba la faca en la sotana. En el cuenco de la enorme palma había dos bolitas blancas ensangrentadas. El Trece las miró largo tiempo antes de llevarlas de un golpe a la boca y volver a sonreír mientras las masticaba.

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