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El colmillo del crimen

En Fort Sheridan, un pueblo cualquiera de Illinois, nació en 1943 Sam Shepard. Para el gran público es un galán guapo que fue candidato al Oscar del año pasado. En España se le considera, además, en los días que corren, un "actor polifacético", autor de las muy recientes Crónicas de Motel, un texto de "prosa cinematográfica" (Quimera, nº 44, 1985). En su país existe una tercera imagen suya, la de los aficionados al teatro, sus críticos y su público: Sam Shepard es la última y bien fundada esperanza del arte dramático en Estados Unidos. Mucho antes de que muriera Tennessee Williams era un sorprendente dramaturgo desvinculado de las corrientes que dominaban en Broadway: la suteña del desaparecido y la anglojudía, representadas hasta hoy por Arthur Miller y Neil Simon, y Leonard Bernstein dentro del agónico campo del musical.Para los escasos críticos que han venido siguiendo la trayectoría de Shepard desde sus comienzos allá por 1964, en el Open Theatre, de Nueva York, El colmillo del crimen, una de sus cuarenta y tantas obras, es fundamental. Su temática se desarrolla en el mundo del rock y, como otras suyas, está escrita en la jerga de los roqueros. Shepard escribió y estrenó El colmillo del crimen en Inglaterra en 1972, y casi en seguida después la presentó en Princeton, EE UU. El año anterior, uno de los cuatro de su única permanencia larga en Europa, el taciturno Shepard declaró: "Yo no quiero ser dramaturgo, prefiero ser star del rock and roll... Empecé a escribir teatro de puro ocioso y por miedo a descarriarme". Es posible que esta confesión publicitaria sea, en el fondo, sincera: el flirteo de Shepard con Hollywood no se explicaría únicamente por la suculencia de los salarios estelares para un dramaturgo joven y de arte intransigente.

El pueblo angloamericano carece del sentido trágico y rechaza la tragedia en la escena. El venerado Shakespeare de ellos no es el de los ingleses. De sus obras prefieren las comedias, y más que las piezas mismas, los seduce la tecnología escénica, el truco deslumbrante, lo fastuoso que exigen de cualquier espectáculo, sin excluir el más público y solemne. (Por eso el musical es todavía la mayor contribución de Estados Unidos al género dramático). Se ha escrito para el teatro sin apartarse de las formas tradicionales, pero, básicamente, excluyendo la trágica. Fuera de las aproximaciones de O'Neill y de su Mourning Becomes Electra, sólo encontramos afinidad con lo trágico en el sureño Williams (guardando distancias, el Sur es la Andalucía de Estados Unidos), especialmente en obras como Un tranvía llamado Deseo, La gata sobre el tejado de zinc caliente, o Súbitamente el último verano. Paradojalmente, la excepción ha resultado ser Sam Shepard, hombre del Norte y tributario cultural del Este, de Nueva York, aunque crezca y se forme a orillas del Pacífico, en el sur de California. Es él, que empezó a elaborar su teatro a los 21, inocente de toda tradición teatral, quien se acerca a la tragedia sin mirar para atrás y empapado de la irreverencia de su nación. Y muy especialmente, en El colmillo del crimen.

El protagonista de la obra es Hoss (pantalón o bragas), un rey del rock que aspira al poder absoluto de Elvis Presley, Mick Jagger o David Bowie. No le bastan su flota de coches millonarios, la zalamería mercenaria de su entourage, incluyendo su chica. Sentado en un trono negro como la piel de su atuendo, sin amenazas visibles, su poder se consume oscilando entre la angustia y el hastío, reclamando de citando en cuando confirmación oral de su grandeza sin excluir a Galactic Jack, su Tiresias. Las ambigüedades del profeta le impulsan a buscar un duelo western con el rival que sea, aunque río tenga rostro.

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Sam Shepard es hijo de los Sixties, primera y posiblemente última confrontación de los intelectuales y la juventud con los valores del American Way of Life. La inacabable guerra de Vietnam, los libros, los viajes a Europa y a Oriente, incluso a Latinoamérica y hasta los recorridos a los museos billonarios de Washington, Nueva York, Los Ángeles o Chicago alzaron para los estudiantes la cortina nailon que protege a la nación de las malas influencias y empezaron a revelarles un mundo con perspectiva histórica, y si no libre, menos sujeto al sagrado pragmatismo de la nación. Esa apertura iniciada abiertamente por los beatniks del Fart West benefició al Shepard adolescente que se formaba bajo la tutela directa o indirecta de Kerouac, Ginsberg o McClure y otros protohippies. A los 22, en Nueva York, Sam Shepard era un James Dean de mirada más intelectual que desafiante, silencioso, y más de algo sobrado. En buenas cuentas, un personaje semejante al Hoss de El colmillo del crimen, conjurado por primera vez ante el público cuando su creador tenía 28 años. Al "actor polifacético" de hoy le quedaban por entonces tan pocas dudas sobre la circunstancia del hombre contemporáneo como a Fassbinder, que murió a los 36, dejándonos unas 30 obras de teatro además de sus cuarenta y tantos filmes.

En 1972 todavía agonizaban los flower children. Los aplastaba el artero aparato legal de un establishement frustrado y furibundo ante la retirada de Vietnam. Dispersos y mermados, sólo podían cultivar la pobreza y fumar su marihuana o practicar ese amor liberado, nudista y sin desodorantes que predicaban, expuestos a la rabia rural o contamina dos con los vicios del hampa refugiada en los guetos o en sus aledaños. Ahí daba lo mismo que difundieran o no su pacifismo. Hoss y sus canciones rock, escritas por el mismo Shepard, expresan toda esa postura agonizante de los hippies (que los punks empezaban a desplazar. En el rival de Hoss, Crow (el cuervo), Shepard nos da un ente mecanizado y de pose nihilista, pero en realidad aliado al sistema. Y, por tanto, dispuesto a castigar el fracaso de la pasiva rebelión del hippie. De ahí que el duelo de ambos, en lugar de ser a pistola o a navaja como lo planeaba Hoss, se con vierta en una payada rock con un árbitro oficial cuya decisión, inapelable, hace que Hoss lo cosa a balas. Cometido el crimen, el perdedor queda dispuesto a tranzar, a aprender el nuevo estilo de quien lo ha derrotado. Crow accede a enseñárselo. Por qué no. ¿Y el precio? Las arenas musicales: " ... from Phoenix to San Berdoo clear up to Napa Valley and back". Todo.

Pronto queda en claro que Crow es puro gesto, desplante numerado. Taconeo, giro pélvico. Ah, no. Hombre es él. Máquina, jamás, protesta Hoss: "Slow down! I ain't a fuckin' machine! Pero intentará someterse y se repite a sí mismo las órdenes de Crow: "Duro es Hoss. Duro, frío, intocable. Matador legítimo y más allá del orgullo y la modestia. La verdad le sale sola. Desconoce culpas y rencores y es capaz de reírse entero. Más allá del llanto se halla, y de la compasión por el mundo: indiferente y cabalgando el estado de gracia". Pero ... "It ain't me! It ain't me! It ain't me! It ain't me!'.

Muerde el polvo Hoss: montón de cuero negro ante el negro trono de baquelita. "Levántate. No hagas esperar al mundo que ya lo sabes todo", le dice Crow. "Tuyo es el poder". Y el perdedor se levanta, pistola en mano.

"Hos: Sí. Ya lo creo que ganaste. Alma y vida. Todo ese oro que no se ve, la colección de torturas. Te lo llevas todo porque así son las cosas. Pero si he perdido, pierdo en grande, cuervo hipócrita... Hazte a un lado ahora y fijate en lo que es un verdadero estilo. El sello de una vida, el gesto genuino y que no engaña porque no se repite. No hay quien te lo enseñe o te lo copie. O quien te lo robe o te lo venda. Es mío. Y es original. La vida y la muerte en un solo disparo.

Metiéndose a la boca el metal del arma, Hoss alza la otra mano. Tal saludo bien podría ser el primero con solvencia hecho a los dioses de la tragedia en Angloamérica. La estructura es fluida a pesar de los dos actos. La acción es una, y dura sólo un día, el cambio de fortuna o peripeteia coincide con el reconocimiento o anagnórisis y demás de un Tiresias, Galactic Jack, tenemos en Cheyenne al mensajero que anuncia la llegada de Crow y, por último, a Hoss le sobra hubris. Aristételes no habría exigido mucho más. Y por cierto que hay otra obras de Sam Shepard en que la magnitud trágica del drama toma las formas de la tragedia.

En buenas cuentas, el joven dramaturgo continúa humanizando a su pueblo a través de una búsqueda que en sus predecesores fue premeditada, especialmente en el caso de Arthur Miller: La muerte de un viajante sería la obra que más ha tratado de acercarse a la tragedia y la que menos lo consigue. Hasta Después de la caída tiene más sabor trágico pese a las desafortunadas distorsiones impuestas por Miller al mito de Marilyn Monroe, su protagonista. Shepard, en cambio, parece llegar cada vez más cerca del género griego. Su Buried Child (El niño enterrado), presentada en el teatro Mágico de San Francisco el año 1978 y obra ganadora del Premio Pulitzer de ese año, lleva la tragedia a Illinois, su tierra natal.

Es el espaldarazo del dramaturgo, y no lo recibe en Nueva York. Broadway ha ido dejando de ser La Meca del teatro para ser la del espectáculo. Si Shepard no lo sabía a los 21, cuando estrenó Cowboys y The rock Garden en una iglesia neoyorquina, estaba ya más que enterado a los 35 y lo sabrá aún mejor ahora. En estos días la muerte del musical parece inminente pese a las transfusiones de sangre importada: del Reino Unido, Evita, de nuevo en cartelera; Sundays in the Park With George, tableau vivant con canto y baile de- La Grande Jatte, el cuadro de Georges Seurat (francés aunque tenga domicilio actual en el Art Institute de Chicago), y a los espasmos terminales seguirían los del drama puro, también sometido a foráneas transfusiones: Joe Egg, obra inglesa que acaba de reestrenarse, y la resurrección londinense de Extraño intervalo, obra de O'Neill, que triunfa exclusivamente gracias al musculoso histrionismo de la muy británica Glenda Jackson.

Mientras tanto, Sam Shepard tonifica la anémica dramática nacional a la distancia, y Neil Simon, rey autóctono de la Great White Way (Broadway), la afimenta faute de mieux, a base de comedia taquillera, hecha de risas y lágrimas judías mezcladas en proporciones variables con el robusto humor sexual y escatológico del angloamericano.

En 1984, Sam Shepard escribió el guión de París, Texas, el filme de Wim Wenders que recibió la Palma de Oro en Cannes. Sin llegar a la tragedia, presente en tanto teatro, no olvida el colmillo del crimen en el drama filmado. La violencia angloamericana aparece aquí en lo que va quedando de vida familiar en Estados Unidos y aparece unida a un pragmatismo hogareño impuesto por la doble fusta de la ciencia y la tecnología. Dicho de otra manera: para, Shepard el colmillo del crimen es la competencia liberada del humanismo civilizador definitivamente destruido por el racionalismo dieciochesco en EE UU y que va condenando allí y en sus culturas tributarias a no distinguir entre la vida y la forma en que uno la vive. "I have a life, not a life style", dice un chistoso personaje de Neil Simon. El error y los horrores de tal confusión son tema esencial de la obra de Sam Shepard, el dramaturgo trágico de un país que insiste en negar la existencia del sufrimiento humano dentro de sus fronteras.

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