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Los humos del fanático

Vicente Molina Foix

Escribo con la agria intranquilidad de conciencia que me da el saberme fanático del tabaco. Contra el tabaco, he debido decir. Ser uno de esos seres -brillantemente satirizados por la víctima Cueto en este periódico- que lanzan como un dardo su mirada a los primeros humos vistos en lontananza, uno de esos culos que se agitan en su asiento antes de abalanzarse sobre el distraído compañero de viaje que no ha respetado la prohibición de fumar en el tren o en el avión. Una de esas gargantas que se ponen a toser en cuanto a su lado se enciende una cerilla, uno de esos paladares delicados que no encuentran sabor a la comida si en la mesa próxima un comensal saciado remata su almuerzo con un puro; uno de esos corazones sensibles que se apenan al oír el lamento mañanero del amigo que no logra dejarlo y siente al levantarse mal sabor y ahogos.Ser fanático es triste, y encima exige mucho: las fatigas y credos del cruzado. Ser fanático hoy resulta anodino, porque nada hay más soso que abrazar una causa menor apasionadamente; las mayores, como es sabido, murieron sofocadas por el abrazo ferviente de los antepasados. Y encima está la sospecha de que un fanatismo como el mío, centrado en este vicio tan permitido, no tiene trascendencia, mientras que el espíritu del tabaco, como escribió el gran poeta fumador Peter Redgrove, "es un poder mayor que el cigarrillo"; yo lo veo flotando, confundido con los miasmas de la polución, encima de las mejores cabezas de mi generación y todas las generaciones precedentes, siguientes e incipientes. Y como espíritu, como fantasma cultural, el tabaco resulta indiscutible, atractivo incluso, y nada gaseoso. Nadie pasa a la historia por algo que no hace, sino por lo que deja, causa, destruye o ama. Por eso hoy husmeamos la estela de las grandes figuras que en el mundo han fumado, y es muy pobre, al contrario, el legado escrito o pintado que los no fumadores estamos dejando a la posteridad. El enemigo de los hábitos ajenos, por nocivos que sean, sólo pasa a la infame historia de la intolerancia.

Y hay otro inconveniente. Rara vez el fanático puede ser a la vez inteligente. No hace falta, por ejemplo, pertenecer a una peña taurina para verse anualmente dolido por las fanáticas andanadas que, por lo general coincidiendo con el comienzo de la temporada de corridas, un selecto ramillete de escritores dedica en estas mismas páginas y en otras a convencer al resto del país de la brutalidad y bajeza de la fiesta nacional. Son exquisitos alardes de la mejor retórica al servicio de una cruzada que no consigue fieles.

Cuánto peor será, por tanto, cuando el fanático ni siquiera puede revestir su osadía con un pensamiento o una palabra bella. Aún sufro pesadillas recordando la aparición, hace ya bastantes meses, de un fanático de mi cuerda en el programa televisivo Si yo fuera presidente,- un convulso y chillón dirigente de una asociación de no fumadores que parecía dispuesto a liderar en los mismos platós de Prado del Rey una guerrilla antitabaquista capaz de presentar batalla en la jungla de todos los fumadores de la Tierra.

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Pero el espectáculo ingrato del vociferante no debe hacernos caer, a nosotros fanáticos, en un vicio peor: el de querer esconder nuestra virtud. Si hemos tenido la dudosa fortuna de vernos agraciados con ella, y nos sentimos dotados -aun con el tono elevado y un poco antipático del creyente- de un ascua de razón, debemos ejercerla.

Por eso también escribo este artículo con la dulce tranquilidad de conciencia de saber que estoy en el camino recto, en el campo de los que ganarán el reto. Porque, por mucho que le duela al fumador impenitente, el tabaco no va a tardar en convertirse en una pasión que sólo podrá gozarse en privado, entre seres adultos que mutuamente se lo consientan. Es más; yo no veo lejano el día en que se habiliten lugares acotados -reservas, islas, celdas, estadios, astronaves- para que las personas que han elegido tan aguerridamente un estrago cuyos efectos, olores, humores y dolores sufrimos tan innecesariamente, tan cruelmente, los demás, se refugien en ellos a disfrutar a solas.

El tabaco será la perversión social del siglo XXI. Una lacra vergonzante que algunos desahuciados aún practicarán tratando de que no se enteren de ella sus hijos, sus esposas ni sus jefes. Actividad tan antinatural, tan desaseada, tan poco productiva como el fumar será entonces peor vista que la sexualidad desviada o las drogas más duras, que, si dañan, al menos no afectan al bienestar de los demás ni envenenan el aire. No quedará hogar sano, país cuerdo ni hombre en sus cabales que justifique el rito.

Estados Unidos, nación tan pionera si no en lo espiritual sí en lo que significa salvación de los cuerpos, ya ha emprendido esta lucha, y allí, como es sabido, fumar va resultando excéntrico, nada viril, escasamente femenino, incluso peligroso. La ola es imparable. Todo el universo va a quedar limpio de humos nicotínicos. Tan rotunda y despiadada va a ser la erradicación del fumador que uno, simpatizante, quizá por fanatismo, de las especies raras, ya empieza a pensar que una causa tan desprestigiada y tan insolente, tan amenazada de extinción, ha de encerrar algún misterio, alguna gracia oculta, alguna recompensa. Quizá, más duro aún que ser fanático es ganar las apuestas de la historia.

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