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Reportaje:

Anacronismos noruegos / 2

CARA RESULTA a los noruegos su determinación de habitar todo el país. "Mira lo que ha pasado en Suecia", me dijo en Trondheim una saxofonista en paro. "Allí han despoblado provincias enteras. ¡No es extraño que los suecos estén tan desmoralizados! Eso no se puede hacer con nosotros. Estemos en Oslo o en el cabo Norte, no nos dejamos echar. Adonde está la gente tienen que ir escuelas y hospitales, autobuses y barcos". La infraestructura necesaria para esto traga considerables recursos: 49 aeropuertos con vuelos regulares son más costosos que dos o tres.En este aspecto, lo último que se puede atribuir a los noruegos es mezquindad. El despilfarro privado lo ven con malos ojos; el lujo público, con orgullo patriótico. En una pequeña localidad de la provincia de Ostfold vi una película americana antigua junto con otros 12 espectadores. Se proyectaba en un cine municipal que tenía más de 2.000 asientos maravillosamente acolchados. Y los ayuntamientos, totalmente climatizados y ricamente decorados con mosaicos, que he visto en las partes más apartadas del país eran monumentales. La lección que puede sacarse de todo ello es tan sencilla como tranquilizante: cada sociedad humana, cada cultura, desarrolla su propio método para tirar por la ventana las riquezas de que dispone. No siempre tiene por qué ser caviar.

Lo que nos falta en esta casa", dijo Sverre Jervell, "es una sana ración de cinismo".

Yo no daba crédito a mis oídos. Porque estábamos en la cantina del Real Ministerio Noruego de Asuntos Exteriores, y el hombre que estaba sentado delante de mí llevaba el hermoso título de special adviser for european affairs.

"¿Puedo citarle?", pregunté. El joven funcionario, vestido de tweed de abajo a arriba y con zapa tos ingleses -apostaría que venía de Harvard o Cambridge-, se echó plácidamente hacia atrás y dijo: "Naturalmente. El idealismo mofletudo que domina aquí no es sólo mi problema personal. Es una constante de la política exterior noruega, un handicap que ala larga nos vuelve desamparados e inmóviles. Un político francés siempre defenderá intereses franceses, y un americano, siempre americanos, descarada, tenazmente y sin escrúpulos. Sólo nosotros nos sentimos llamados a jugar el papel del cordero inocente. Estamos por el bien. Intentamos localizarlo, y tan pronto creemos que lo hemos encontrado, le ofrecemos nuestro apoyo altruista. Boicoteamos naranjas surafricarías y patatas israelíes; esto no cuesta mucho y nos da la sensación de que mejoramos el mundo".

"Naturalmente, a eso no hay nada que objetar, pero no es sustitutivo de política exterior. Yo no tengo nada contra los misioneros, pero no creo que un Ministerio de Relaciones Exteriores sea el puesto de trabajo adecuado para ellos".

"Para eso, mis colegas se entregan con un cierto fervor al trato con las organizaciones internacionales. Nuestro anteriorjefe en esta casa preguntó una vez a lord Carrington, que entonces era el ministro británico de Asuntos Exteriores, cuánto tiempo dedicaba a las Naciones Unidas. La respuesta fue: 'Unas horas'. El protocolo no ruego completó: 'Unas horas al día'. Naturalmente, el inglés, que veía la ONU algo más fríamente, había querido decir unas horas al mes".

RELACIONES CON ALEMANIA

Otro ejemplo: nuestra relación con Alemania. Nos interesa a largo plazo ampliar nuestras relaciones con los alemanes. Y este interés es una constante histórica que no podemos cambiar. Así pues, la razón me dice que la hostilidad que surgió en 1940 a causa de la agresión alemana tendrá el carácter de un episodio".

"Si Hitler nos hubiera dejado en paz, no hubiéramos entrado en la OTAN. El abandono de la neutralidad en 1949 fue un paso traumático. Tuvimos que comprender que nuestra postura tradicional se había hecho insostenible por razones geoestratégicas". (Los suecos aún tienen pendiente esta conversión.)

"Desde entonces, Estados Unidos nos sirve de figura paternal en política exterior. Pero el día que los americanos se retiren o simplemente reduzcan sus tropas en Europa, nuestro problema ya no será cómo mantener a los alemanes militarmente alejados, sino, por el contrario, cómo los enganchamos, cómo los retenemos, cómo los comprometemos en el Norte. No nos vale de nada convertir este hecho en un tabú. Desgraciadamente, tenemos tendencia a engañarnos a nosotros mismos. Esto también sirve para nuestra relación con Europa en general".

Revolvíamos nuestras tazas de té. En el pequeño restaurante había un ambiente como en la cantina de una agencia publicitaria o de un hospital. Secretarios de Estado y chóferes hacían cola dócilmente delante de los mostradores de au toservicio. Sverre Jervell se declaró, sonriendo, partidario del Partido de los Trabajadores. "En esta casa", dijo, "el ordenanza pertenece a la misma sociedad que el embajador. De eso están orgullosos los dos. Yo no tengo nada en contra. Pero no podemos esperar que en el Quai d'Orsay o en Washington rijan las mismas normas, y no digamos en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Moscú".

Todos están contra Oslo. Oslo recibe poco. Oslo es pobre. Oslo no tiene nada que decir. A los noruegos no les gusta su capital. Uno de cada seis habitantes del país vive en la zona donde se ha criado ¡Tanto peor! Oslo, la acogedora Oslo, les resulta demasiado grande. Todo lo que es demasiado grande les disgusta. Demasiada gente en un montón, casas demasiado altas, demasiado dinero, demasiado poder, demasiados semáforos, palabras de fuera, anuncios luminosos, extranjeros, alcohólicos, funcionarios y putas. Llamarlo odio sería excesivo. Llamarlo odio sería demasiado simple. No es más que una prevención callada, una desconfianza cerrada, una vieja envidia farisaica, resentida, llena de reproches.

A mí, al menos, me gusta Oslo. No quiero decir la pequeña ciudad residencial, intacta y ordenada, la metrópoli en miniatura que a principios del siglo XIX tenía 8.000 habitantes en total; no el famoso cuadrado en cuyo centro, justamente entre el palacio, a un lado, y el Parlamento, al otro, está el teatro Nacional, protegido por la santa trinidad de la cultura noruega: Holberg, Björnson, lbsen, en bronce; no el famoso paseo de Karl-Johan, en el que, entre la logia masónica y el mejor restaurante de la ciudad, hay etíopes tocando el tambor, turistas americanos callejeando y desempleados indolentes balanceándose precavidos ante las uvas de la juventud dorada.

No quiero decir siquiera el bien guardado Oslo del Westend, los chalés y casas de alquiler burgueses de la Bygdoy Allé y el Frognerveien ("la única ciudad alemana de la época de los fundadores que ha resistido indemne la II Gue rra Mundial", dijo una inteligente historiadora de la arquitectura con la que fui a dar un paseo por allí); y quiero decir aún menos el nuevo Oslo de los años ochenta, con sus edificios altos, las moles de vidrio de los hoteles y las compañías petroleras, de los organismos socia-

Anacronismos noruegos

les, los shopping centers, los relucientes bunkers de la cultura y los desoladores bancos; y menos que nada el Oslo de los suburbios diseñados sobre una mesa, con sus aburridas calles de acceso y sus fábricas educativas. El Oslo que a mí me gusta es el atemporal, sucio, desordenado y caótico; una ciudad que sabe defenderse el pellejo. Aquí el urbanismo moderno ha llevado una bofetada tras otra. El vandalismo de los planificadores, que ha logrado disolver el centro de Estocolmo, ha fracasado miserablemente ante el descuido vital y el revoltijo caprichoso de Oslo. Aquí la tecnocrática idea forzada de la ciudad a la medida de los coches nunca tuvo una oportunidad.Y así, a unos pasos de los centros de poder económico y político, aún ahora se encuentran restos de un mundo vital que se opone a toda racionalización: tiendas antiguas que ofrecen artículos de hierro, delantales y sombreros; patios traseros con pequeñas imprentas cuyo ruido machacón aún se oye en el café vecino, que lleva el honroso nombre de La Cocina de Vapor de Christiania; salones de bingo polvorientos y viejas cervecerías, oscuros restaurantes chinos y almacenes de espejos con ventanas ciegas. Una suntuosa entrada de cine antiguo, adornada con un baldaquino de cobre, ostenta el prometedor letrero luminoso Idorado, y en los últimos 15 años nadie se ha molestado en reponer la caída letra E.

Delante de Prinds Chistians Minde, una residencia de ancianos del siglo XVIII, hay jubilados con barba de dos días que hace 30 años quizá navegaban a Shanghai o Valparaíso bajo bandera noruega de fogoneros o maquinistas, sentados en un banco desvencijado bebiendo una cerveza tras otra directamente de la botella. En la orfebrería de al lado aún se pueden comprar las cucharas de bautizo adornadas con rosas y runas de estilo dragón que antes se encontraban en todas las casas campesinas del país. En el patio de una casa de madera de dos pisos, una escalera tambaleante conduce a las buhardillas donde se vende ropa usada y un carpintero canoso tiene su taller. Un poco más allá, en la Skippergate, vuelvo a encontrar un monumento muy especial: este asqueroso aparcamiento recuerda la lucha por las casas en Oslo y que también en este país hay ediles estúpidos y policías brutales.

Pero mi tienda favorita se llama El Manantial de la Alegría. Está enfrente del gris, alto e inexpresivo edificio de hormigón que alberga el Gobierno noruego. Aquí se puede comprar sal del mar Rojo, que alivia el reúma y los eczemas; ceniceros con el Padrenuestro grabado; escritos polémicos que desenmascaran el rock and roll, y ¿qué asoma ahí, por 30 coronas?: ¡la faz de Satán!

Pero, además, El Manantial de la Alegría es una papelería corriente, y si el ministro de Cultura del rascacielos gubernamental se queda sin bolígrafos, no tiene más que cruzar la calle, y las dos ancianas de detrás del mostrador le venderán, con una sonrisa resplandeciente, un bolígrafo rosa en el que, escrito en letras doradas, dice: "La paz de Dios".

Y cuando salga de su despacho al atardecer no necesitará sino andar unos cientos de pasos para sorber una caña en el asilo de ancianos de los fans de jazz de los años cincuenta. Chet Baker, con la cara desfigurada por las drogas, toca allí ante un público variopinto. La escultora canosa escucha ensimismada sus evergreens; chicas con trenzas y mochilas están de pie apoyadas en la barra; freaks melenudos, vestidos con el negro chaleco campesino de los domingos comprado en el rastro, cuchichean al oído de lolitas vestidas informalmente de blanco y rosa, y aquel escuálido adolescente que melancólicamente bebe a pequeños sorbos de su vaso quizá sea el Handke noruego.

UNA ARQUITECTURA ESPECIAL

Con todo, se comprobará con cierto regocijo que el proyecto de modernizar profundamente Oslo no tuvo ningún éxito. A los conocedores del alma noruega difícilmente les sorprenderá este resultado. Pero como los urbanistas tienden a la cerrazón, no pueden resignarse a estas razones. También en Noruega se aferran a sus fantasías de máquina niveladora. Su último triunfo es la construcción de una estación nueva, una gran caja color rojo oscuro cuyo interior está dotado de escaleras mecánicas y que recuerda el aeropuerto de una capital latinoamericana. Pero también en este caso el Oslo imperturbable y rancio ha vencido a sus adversarios. Aunque los planificadores pudieron asolar un terreno amplio, tuvieron que dejar en pie la vieja estación del Este, con su majestuosa fachada, sus columnas de hierro fundido y su construcción clásica de acero y vidrio.

En general, la gente que antes como ahora se dedica a la insoluble tarea de hacer de Oslo una ciudad racional tiene un aspecto desganado y de desánimo. Se les ha perdido el impulso y la pasión de sus antecesores mejor dotados. Entonces, hace 50 años, pareció por un momento que también en Noruega iba a vencer el progreso puro. Los abanderados del funcionalismo (a los que en Escandinavia llaman popularmente funkies) e staban decididos a tender amplias veredas socialistas por el embrollo de la ciudad. Querían llevar el arte al pueblo, y luz, aire y sol a la clase trabajadora. De este sueño de la humanidad es testimonio no sólo el monumental Ayuntamiento de Klinker, con sus horribles esculturas, sino también el suntuoso palacio de los sindicatos en Youngstorget. Dos viejas inscripciones en el eje central de la estructura de la torre anuncian aún hoy el programa ideológico: "La hoja obrera". Y debajo: "La ópera noruega". Pero esta resplandeciente visión de futuro ya no es más que una reminiscencia. Las tiendas y fachadas, los rasgos de escritura y los picaportes de los años treinta se transforman poco a poco, pero con certeza, en curiosidades. El producto más bello de esta época, un incunable de la edad de cromo, se encuentra por millares, aunque olvidado, en todas las esquinas, desde la plaza del Ayuntamiento de Oslo hasta el cabo Norte. Es la cabina de teléfonos más elegante del mundo, de color rojo claro y zinc, diseñada en el año 1936 por un arquitecto llamado Fasting.

Pero Per Marstrander, el buen Per Marstrander, ha resistido hasta hoy a la gran aspiradora de la modernización. Aún sigue ahí, inadvertido y dificil de vencer, como un personaje de novela de Hamsun, Kielland o Kinck. En la plaza de Rosenkrantz, a menos de 200 metros del Storting, hay una casa destartalada, gris y pequeña. Los escaparates del café de la planta baja muestran toda clase de carteles revolucionarios de África y El Salvador. Pero en los cristales opalinos de las ventanas del primer piso se lee en letras deslucidas: "Per Marstrander, dientes postizos y reparación de dentaduras. Entrada a la vuelta de la esquina. Horario comercial: de 8 a 16 horas".

La escalera crujiente del año 1890 hace tiempo que no se ha vuelto a pintar, el picaporte está roto, en el pasillo hay un olor agrio, una pintada advierte al visitante: "Lev fritt!" ("¡Vive libre!"), y en la habitación contigua a la consulta del señor Marstrander tiene su sede el coro infantil y juvenil de Oslo.

LA SUERTE Y LA INDUSTRIA

a suerte no es en Noruega ninguna idea abstracta. Se compone de madera, hierba, rocas y agua salada, y se puede localizar exactamente. La suerte noruega reside al pie del fiordo, a dos horas por lo menos de la gran ciudad más próxima. Su templo es una cabaña lo más vieja posible con vistas al jardín de islotes. Delante de la puerta, dócilmente sobre la estera, están las botas de goma de la familia. El estrecho sendero que baja hasta donde se encuentra amarrada la barca pasa por una cabaña en ruinas donde están las cañas de pescar, junto a un motor viejo, una mesa de jardín con herramientas oxidadas y un estante lleno de pinturas al óleo Fuera descansa en la hierba una olvidada pelota de goma con lunares rojos y blancos, el manzano lleva un columpio y en el cepo está clavada el hacha con que se corta la leria de la chimenea. A sus moradores nunca se les ocurriría la idea de deshacerse del viejo fogón, de la vieja jabonera, de la vieja radio con el ojo mágico. En la librería dormitan los poemas de Wildenvey, una historia de los ferrocarriles noruegos en tres tomos y el Who's who de 1949. En el rincón hay una funda negra de forma extravagante, y quien la abra encontrará allí una corneta de una orquesta de viento desaparecida hace mucho. El sol brilla sobre la pisoteada alfombra afgana, que quizá es una pieza heredada. En este mundo bucólico-ascético, el tiempo está parado.

Mi anfitrión aspira la vieja pipa. Como muchos de sus sensatos compatriotas, hace años que ha dejado de fumar. Desde la playa se oye el lejano zumbido de una lancha motora y el tranquilizante griterío de los niflos.

-Ah, sí -dice mi anfitrión-, la industria -y aprieta mecánicamente con el pulgar el tabaco rubio de la pipa- No la podemos soportar. Esta es la verdad. Pero, por favor, no me cites.

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