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Cinco años después

La perspectiva del tiempo reconstruye la dimensión y el perfil de los que desaparecieron. Al cabo de cinco años, el recuerdo de Joaquín Garrigues Walker, arrebatado por la muerte en plena juventud, nos ofrece una silueta singular de este político malogrado que en su breve trayectoria vital supo definir con identidad propia el alcance y el propósito de su intervención en la vida pública.Joaquín fue un caso de vocación decidida, de hombre que lo abandona todo para consagrarse a una tarea. Ni el trabajo del bufete ni las iniciativas financieras lograron apagar en él un férreo deseo de consagrarse a la lucha cívica en torno a la consecución del poder. Partió de cero, como casi todos los pequeños partidos que aspiraban en los críticos tiempos de la transición a ocupar un sitio en el que se suponía amplio espectro de opinión pública de tendencia centrista y acento liberal. Tuvo apenas margen para darse a conocer y reclutar prosélitos. Pero fue capaz de acentuar de modo tan inequívoco su personalidad, que al integrarse en el mosaico de UCI) en la primavera de 1977 los múltiples y variados grupúsculos existentes, su figura fue haciéndose más visible y destacada a lo largo del Gobierno de la Monarquía y en las dos grandes campañas electorales de 1977 y 1979. Se le tachaba de ambicioso, y lo era en términos inequívocos. ¿Pero qué político auténtico no lo es? Recuerdo la anécdota que él mismo refería a sus amigos: la sorpresa que un día, en pleno consejo del Gabinete, produjeron sus palabras en el sentido de que su último objetivo era ocupar el sillón presidencial de la reunión. Pareció a muchos una humorada; una boutade la llaman en Francia. Pero era una aspiración auténtica, y en su fuero interior, legítima. ¿Por qué no yo, que tengo dotes, prestancia, bagaje intelectual, talante y criterios modernos sobre lo que debe ser un Estado democrático puesto al día?, se preguntaba. Este rasgo de sinceridad -o de audacia- lo convirtió en hipotética alternativa, y no fue el menor de los muchos elementos que minaron la aparente consistencia ucedista de los primeros años, cuando bajo la capa de un culto personalista basado en la unanimidad se iban abriendo constantes grietas y fisuras en el amplio espectro del partido dominante.

Cuando Joaquín murió, un joven y talentoso periodista que le quería sinceramente escribió que la política española había perdido una sonrisa, que era a un tiempo condescendiente y esperanzadora. Yo pienso que era sobre todo ese gesto un indicio de humor anglosajón que Joaquín poseía por su filiación genética materna. El humor no es ironía sarcástica ni crítica acerba y desgarrada. El humor es el contrapunto que el escepticismo introduce en el credo de las ambiciones humanas. Los humoristas no destruyen, sino que matizan. Conocen el agridulce ingrediente que la condición del hombre añade a los guisos más logrados del menú de los políticos. Saben hasta qué punto la zanahoria de las peores apetencias hace marchar el carro del poder esgrimiendo esa rojiza raíz ante las hambrientas fauces de la caballería uncida a las barras del carromato. Un político con humor es una garantía contra dos graves peligros: el de perder los papeles en furores repentinos, y el de endiosarse hasta el punto de creer en sus propios panegíricos.

Joaquín tenía una aguda sensibilidad para captar lo que era esencial en aquel momento transitorio; especie de pasillo oscuro sin claridad suficiente en las metas finales y ante la ignota expectativa del voto popular. Yo creo que su visión de la nueva sociedad española era acertada. Atinaba en suponer que el clima de la España de finales de la década de los setenta era maduro y abierto, tolerante y ansioso de modernidad. En otras palabras, que nuestro país no quería, en su inmensa mayoría, ni la guerra civil ni la revolución. Y que el impacto de la sociedad europea desarrollada se haría presente cada vez con mayor insistencia en la España democrática que en aquellos momentos nacía.

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No alcanzó a vivir los últimos episodios que provocaron la desaparición del ucedismo. Pero sí conoció algunos de los intentos que acabaron en su autodestrucción. Recuerdo una conversación que mantuvimos cuando, ya enfermo de su grave mal, que afrontaba con una resignación estoica conmovedora, vaticinaba un desastre electoral si la voladura del centro se llevaba a cabo. El centro -decía- se deshará por no haber tenido el coraje suficiente de llevar a cabo el asentamiento democrático en nuestra sociedad, que es para lo que fue creado. Había soñado con liderar un partido liberal rotundo y equilibrado a la vez, dando al sistema económico de la libre iniciativa su protagonismo necesario para afrontar los crecientes riesgos de la persistente y agravada crisis. Y utilizaba al referirse a ese crítico terreno un lenguaje no traducido del americano del norte, como algunos le reprochaban, sino entresacado de argumentos apoyados en los clásicos y olvidados sillares del sentido común. Se le llamó el protagonista del kennedysmo español. Pero Kennedy representaba otras cosas y en distinto contexto. Se proponía traer un lenguaje nuevo al Partido Demócrata norteamericano dentro de un Estado bipartidista de 200 años de experiencia. Y también representaba el intento de abrir la Casa Blanca al influjo de la cultura de los mejores.

Joaquín Garrigues pudo dar a la transición democrática española un matiz de modernidad europea sin achaques ni remilgos de antaño. Y hubiese acentuado firmemente el compromiso occidental sin ambigüedades palestinas o caribeñas. Pero el destino cortó en seco aquellas nobles y juveniles ambiciones, convertidas hoy en recuerdo de lo que pudo ser.

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