La conquista de la ubicuidad
Espacio, tiempo: magnitudes obsoletas que simplemente ya no estructuran las dimensiones reales de nuestra actualidad. El efecto velocidad las ha dejado atrás, ganándose para sí el estatuto preferente de parámetro primero. En la experiencia de escritura interactiva a que diversos intelectuales fueron convocados con motivo de la exposición de Ios inmateriales" en París, Derrida significaba taxativamente: "Velocidad es la medida de toda cosa que se deje medir; diríamos su matriz".No es preciso recurrir a la intuición -y menos al cálculo- relativista para (pre)sentar el principio. Toda percepción, toda experiencia, toda construcción misma de la realidad, está sometida a una norma efectiva, espontánea e inexorable: la de su velocidad de acontecimiento. Aquí, la reflexión heideggeriana pudo ser pionera: la articulación de ser-a-tiempo vino a nombrar un puro efecto: la simultaneidad. Y la velocidad no era sólo su epifenómeno -el pelo que el viento agita-, sino poco menos que su mismo corazón.
Antes que nada, entonces, la velocidad. El par posición-tiempo se mantiene inalterable siempre que aquélla no acuse trastornos. La fascinación de Nietzsche ante el árbol cuyas hojas no apreciaba -aunque sabíaamarillear es la de quien siente de cerca un relámpago: no por el calor o el chorro de luz o potenciales compensados, sino por la proximidad del instante, esa velocidad absoluta que imputa el devenir (y que el sordo ruido del trueno empuja a sospechar).
La noche de las luces
Se diría que la velocidad es el signo mayor -si todavía estuvíera permitido hablar así- de nuestros tiempos. Es cierto que lo fue siempre (y de todos). Pero los nuestros son, ya, sólo su función. De ahí que, para la historia, la fractura esté marcada: los signos del tiempo se han extinguido; sólo quedan los de la velocidad. Recorremos una poshistoria, una estela fugaz. Toda ordenación de eventos se reclama, exclusivamente, de un espíritu trasnochado.Señalar que se ha caído en un agujero negro del tiempo siempre levanta sospechas. Pero la flecha del futuro se ha quebrado y todas las acusaciones pasan a su rebufo. La neguentropía rige los destinos del destino desde que el hombre ha aprendido a hacer viajar la información a la velocidad absoluta. Noche de las luces al ralentí.
Bajo su signo insigne se ha conquistado la ubicuidad. La distancia, tiempo o espacio, sólo seguiría vigente en la escala universal. Pero el propio universo, como totalidad, se desperdiga en fragmentos. Se rinde como un espacio de pura ficción, un extremo heurístico para ser recorrido a velocidades arbitrarias, hiperespaciales. Como en el espacio subatómico, la indeterminabilidad estricta de las posiciones justifica la permanente sospecha del posible retorno a lo idéntico, de la repetición de lo diverso. Habiéndonos adelantado a un presente que contemplamos desde el futuro ya remoto, la rueda del progreso -ese fantasma que sincronizaba los relojes de lo humano recorriendo Europas- ha venido a rodar por tierra.
Desde que eso ocurre, conquistar la ubicuidad es el mayor desafío que afronta nuestra cultura.
Era, pues, de la ubicuidad. El arte vive, desde hace ya algunos años y sin que sea posible precisar en qué punto se produjo la inflexión, sumido en esa nueva condición. Por más que resulte audaz afirmar que la calidad distintiva de toda actualidad artística es su velocidad no es un error. Y no se trata de saludar la espectacular fórmula de la pittura veloce, esa caricatura de síntoma que Bonito Oliva ensayó hacer circular. Probablemente, la producción es la fase menos sometida al nuevo régimen velocificado. Son, sobre todo, los otros momentos del proceso de circulación de las ideas y los modelos artísticos -la difusión, la recepción pública- los que han entrado en un proceso irreversible de aceleración.
En el ensayo del que este artículo toma prestado el título, Paul Valéry anunciaba la proximidad del tiempo en que, "como el gas, el agua o la corriente eléctrica, el arte llegará hasta nosotros a través de un flujo permanente de imágenes auditivas y visuales que podremos convocar o hacer desaparecer a un gesto mínimo, a un signo apenas". Cincuenta años después, lo anunciado se cumple y, en su virtud, la circulación social de los modelos artísticos se vuelve vertiginosa (hasta acercarse al punto en que todos serán infinitamente ubicuos y simultáneos).
Maelström, entonces, de los estilos. Torbellino furioso o tornado carente de ojos, de remansos en su seno. Babel de los lenguajes que no aspira a cielo alguno, sólo al agónico diálogo de quienes actualizan juegos de potenciales inconmensurables.
Guerrilla de altercados sin horizonte pacificable. De la interacción pública de los multiplicados lenguajes, ningún acuerdo, ningún consenso, ninguna suscripción universal de fórmulas o modelos. Sólo la efímera y local valencia de lo que alcanza a electrizar un territorio. Poder transitorio del arte que ya, en cualquier caso, no radica en los objetos. Fin del fetichismo social de la obra de arte. Si en algún lugar de ésta todavía se genera aura, ya no es, desde luego, en el hardware del producto, sino, exclusivamente, en su software, en la intangible inmaterialidad de la información que rinde al espacio público. Obviedad que el mercado del arte -en obscena lucha de supervivencia- se desvive por encubrir (aunque de ella, a la larga, subsista). Mentira que se ve traicionada por los flujos colectivos de similitud, por las innumerables seudocopias que implantan un régimen de simulacros (verdaderas figuras reinas de la contemporaneidad estética).
Hablar de las modas. Hablar de esas desviaciones típicas de los juegos del lenguaje que, en un medio casi puramente estocástico, introducen una posibilidad de inteligencia grupal, de colectivización provisional de un patrimonio por naturaleza -pero sobre todo, en nuestro caso, por cultura- efímero: el de los moldes de la sensibilidad, el de las trazas del gusto.
En una dinámica fugaz de estabilizaciones y catastróficos derrumbes de microparadigmas, el artista se traiciona, se pone en flagrante evidencia sólo cuando, afectado de seria perplejidad, suspende su participación en la ceremonia social. Cuando corrige, renuncia, serpentea en un ten con ten crítico -cuyo fundamento ya no reside en la subordinación de su práctica al proyecto de algún gran discurso- con las eventuales estabilizaciones de fórmulas del gusto que le son espetadas como normas inapelables.
Crear -la creación contra la creencia- a velocidad también absoluta contra toda regla de memoria que pretenda socavar la inexorabilidad del instante. Acariciar el umbral mínimo de la duración.
Crear un arte presto-a-circular, más veloz que la luz, más efímero que el tiempo, más intangible que la información. Difundir aerolitos errantes que sesguen el límite imposible de nuestros tiempos. Su instantánea irrepetibilidad resonará ubicua en los innumerables recovecos del espacio, multiplicada serie de los ecos sin origen.
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