Predicamentos del monopolio estatal de la violencia
La pérdida de presencia territorial o material del Estado ha permitido la ocupación de amplios espacios sociales, políticos, económicos y jurídicos por parte de los grupos delictivos
Uno de los elementos constantes para definir al Estado es el monopolio de la fuerza coactiva que puede imponer con base en lo dispuesto en las leyes. Desde hace siglos se considera que en esta posibilidad radica no sólo su naturaleza, sino también la justificación de su existencia misma. Este acaparamiento implica, como cualquier otro, la ausencia de competidores; es decir, el hecho de que la violencia en contra de las personas y sus cosas únicamente pueda ser ejercida por los agentes estatales a partir de las autorizaciones y posibilidades previstas en el orden jurídico estatal.
Es difícil identificar un momento histórico en el que toda la violencia haya sido impuesta por los señalados agentes estatales en condiciones monopólicas. La presencia de bandas dedicadas a distintas actividades con o sin complicidad estatal parece ser una constante social, política y jurídica. Pero más allá de estas presencias y de sus niveles de desarrollo o connivencia, lo cierto es que es difícil suponer la presencia y la correspondiente existencia del Estado sin una centralización más o menos constante y visible o simbólicamente ejercida. Aun cuando el énfasis de lo estatal suele ponerse —tal como acabo de hacerlo— en la coacción impuesta por medio de la agresión, lo cierto es que en ella no puede descansar la totalidad del Estado. Por el contrario, existe un sinnúmero de actividades, ritos, prácticas y, para abreviar todo lo anterior, cotidianeidades, que giran en torno al Estado sin la presencia de su siempre amenazante violencia.
Así como acontece con los monopolios económicos y sus posibilidades de engrandecimiento mediante la consolidación de actividades conexas a ellos, la condición de dominio del Estado suele incorporar actividades que, en principio, no forman parte de la coacción misma. En vía de ejemplo, el Estado que opera bien su coacción legítima suele extender su presencia a campos tales como la infraestructura, la salud o la cultura.
Cuando en el México actual se habla —y con razón— de la pérdida parcial del monopolio coactivo del Estado, se está constatando la incapacidad de sus agentes —federales, estatales y municipales— para imponer las normas que otros de sus actores han establecido. Puede tratarse de una situación en la que las condiciones territoriales impidan significar como antijurídicas ciertas conductas y sancionarlas de la manera prevista por sus leyes. Puede tratarse también de situaciones en las que existiendo presencia geográfica del Estado, ciertos actores o ciertas actividades están excluidas de la “participación” estatal.
La enunciación de estos dos momentos evoca de inmediato a la geografía o a la materialidad de la actual vida social mexicana. Espacios en Sinaloa, Michoacán o Chiapas son territorios que la delincuencia le ganó al Estado por incapacidad o complicidad. La trata de personas, la distribución de armas, los derechos de piso, u otras actividades ajenas o toleradas por el Estado en las zonas en las que, en principio, pareciera ejercer su poder soberano.
Sin que empíricamente sea fácil determinarlo, existe un punto de rompimiento entre la condición monopólica de la violencia ejercida por el Estado frente a la realizada por otros grupos armados. Un punto en el que, por decirlo así, ya no es posible admitir tal acaparamiento, sino que es necesario plantearse la existencia de efectivos competidores; si no de manera total, sí al menos, en amenazantes parcialidades. A lo largo de la historia hemos visto la terminación de esos monopolios por la irrupción de fuerzas no estatales que terminaron siéndolo, que mantuvieron su presencia paralela, o que terminaron siendo considerados delincuentes por el propio orden estatal.
La narrativa general mexicana considera que el monopolio estatal mexicano se mantiene, que las fuerzas delictivas son marginales, y que, por lo mismo, terminarán siendo reducidas o sometidas a niveles aceptables. Más allá de los deseos compartidos, existe una amenaza creciente por parte de diversos grupos delincuenciales al control coactivo del Estado mexicano. Salvo que se quiera ocultar lo evidente, existen zonas del país en las que la ley imperante no es la estatal, sino la del grupo armado que ha logrado imponer su presencia y excluir la de los agentes públicos. Las normas que a diario rigen las vidas de quienes habitan en esos lugares no son las que centralizadamente han emitido las autoridades estatales, sino las que, de manera más difusa y descentralizada, la población ha identificado por las declaraciones o sanciones impuestas por los grupos delictivos. De igual manera, y a pesar de que la actividad se despliegue en una ciudad o pueblo con presencia estatal, los habitantes se ven obligados a cumplir con las normas que grupos no estatales les han impuesto bajo la amenaza de ser sancionados violentamente por su incumplimiento.
La pérdida parcial del monopolio coactivo de la fuerza del Estado no se reduce únicamente al control cotidiano de las conductas que debían realizarse conforme a lo dispuesto por sus normas jurídicas. Implica también la pérdida de presencia en otras muchas actividades sobre las que debería incidir. Muestra de lo anterior es la creciente pérdida de presencia estatal en temas vinculados con la infraestructura básica, la protección de los ciudadanos frente a otros grupos delictivos, la regulación de las transacciones comerciales o la asistencia social.
La pérdida de presencia territorial o material del Estado ha permitido la ocupación de amplios espacios sociales, políticos, económicos y jurídicos por parte de los grupos delictivos. El hecho de que a estos últimos se les trate como marginales tiene que ver con la representación de que están al margen de la ley, y no, desafortunadamente, con sus crecientes y multifacéticas presencias.
@JRCossio
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