Etiopía: una foto carné
La mejor foto carné de un país es la que se toma a vuelo de helicóptero, no tan lejos del suelo como para ver sólo las arrugas de su faz ni tan cerca como para que la tierra devore al ojo humano. Ni reactor ni caminante, combina la línea horizontal de la superficie con la verticalidad de la plomada. Perspectiva con proximidad. Vista desde ese primer escalón del aire, la meseta etíope es una mano de tierra cerrada en el puño arrogante de una rara montaña, y en ella los escuetos ríos, como cicatrices de secano, desaparecen en la tierra con la brevedad de un garabato. El río en la llanura más que llevar agua parece que la pasee, mientras que en la cortadura se hace divisoria. Una meseta fracturada en una taifa interminable de pequeños macizos aislados por profundos desfiladeros, se hace pedazos en las cuadrículas de un ajedrez de etnias y de lenguas. Si el ser humano tiene a los 50 años la cara que se ha fraguado con su vida, en uno o dos mil años de habitación humana registrable Etiopía se ha hecho una faz ya quizá fijada para siempre. Así, el país tiene la que probablemente es única vía de comunicaciones en el mundo que hace camino al andar.¿Por qué uno de los países más pobres del planeta, 120 dólares de renta, es un decir, per cápita, es un factor crucial en el equilibrio estratégico africano? Los demógrafos de las Naciones Unidas suponían hasta hace sólo unos años que Etiopía no pasaba de los 32 millones o 33 millones de habitantes. Recientemente, sin embargo, han descubierto que el número de los etíopes apurados pero vivos oscila entre 42 millones y 44 millones. El país tiene una configuración física un tanto familiar. Una gran meseta central, no campo, tierra, cortada de norte a sur por la fenomenal hendidura del Rift, cerrada al norte en su acceso al mar por Eritrea por un sistema de toboganes montañosos y quebradas y rodeada en el resto de su periferia por un festón de tierras bajas; en el sur, cercanías del Nilo y sus afluentes, bien abrigadas de vegetación, y desertizadas a este y oeste, en sus lindes con Somalia y Sudán.
Esas periferias conquistadas por la expansión de la meseta, en fechas remotas en algunos casos y francamente contemporáneas en otros, como el de Eritrea, están encendidas de tribalidades y secesionismos animados de diversos grados de convicción. Sin embargo, esas disidencias, salvo en el caso eritreo, no parecen incompatibles con un sentimiento general de pertenencia a algo común que puede llamarse Etiopía. Como si a la Revolución Francesa desencadenada por los militares en 1974 le hubiera salido un sarpullido vendeano aquí y allá, que la misma brevedad del Estado central no pudiera más que contener en permanentes tablas.
Etiopía es un gran país africano, quizá el primer país africano, por una serie de razones. Es el único imperio, el único gran Estado africano que ha subsistido hasta nuestros días con mucha más continuidad de la que pretendía, por ejemplo, el sha iraní cuando se atribuía el legado de 2.500 años de historia aqueménida. Todo en el país, a diferencia de otras nacionalidades africanas, es original. Su religión dominante, la cristiana copta con patriarcado independiente de Roma, Alejandría o Constantinopla, es fruto de una evangelización paralela a la de Europa. Los etíopes son los verdaderos cristianos viejos. La lengua oficial del país, el amhárico, no es cooficial con ninguna otra lengua occidental como ocurre en el resto del África negra y sus elites no han tenido que reaprenderla a la independencia como es el caso de la franja árabe norteafricana colonizada por Francia. El amhárico, lengua del pueblo amhara, no ha dejado nunca de ser la lengua franca del país, hablada por su núcleo fundacional en torno a la provincia de Showa; jamás el italiano ha podido hacerle la competencia. Las tropas de un antecesor del Negus fueron las primeras en África que repelieron una invasión europea, al derrotar en 1896, en la batalla de Adowa, a la penetración italiana procedente de Eritrea. Cuando en 1935 Mussolini soñaba imperios romanos, las fuerzas tartarinescas de Haile Selasie retrasaron varios meses la caída de Addis Abeba, y nunca durante los cinco años que duró la ocupación dejó de haber guerrillas fuera de los núcleos urbanos. Addis Abeba no tiene un colonizador al que reprochar o al que suplicar; le falta una relación vertical con Europa, el cordón umbilical con la metrópoli, y una verdadera relación horizontal con el resto de Estados africanos, a los que se considera orgullosamente extraña en una soledad sin pecado de colonización.
Etiopía es un país de primera línea en cuya capital no es casualidad que se haya instalado la OUA, la organización regional africana, y donde todas las potencias del continente se esfuerzan por tener una fuerte representación diplomática; de la misma forma, el mundo occidental cuida su presencia en Addis Abeba y España tiene, para sus medios, una magnífica embajada en la capital etíope.
En la segunda mitad de los años setenta, en plena fase de consolidación revolucionaria en Etiopía, la URSS parecía estar firmemente aposentada en Somalia, cuya franja costera guarda la salida meridional del mar Rojo y contempla la costa sur de la península árabiga. EE UU no podía sostenerse en una tierra en la que el imperio había dado paso a un régimen radical, aunque toda-
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vía no marxista-leninista. Con todo y ello, los etíopes no se apresuraron a romper los puentes con Washington y la base norteamericana de Kagnew siguió funcionando algún tiempo después del estallido revolucionario. Addis Abeba tenía buenas razones para no buscarse enfrentamientos soslayables. La necesidad de combatir a la guerrilla islámica en Eritrea ha hecho que los contactos, si bien secretos, no hayan cesado nunca con Israel, de quien se ha recibido información, ayuda técnica, y a quien recientemente se ha consentido que realizara el puente aéreo de los falashas, los judíos etíopes perdidos de alguna de las 12 tribus hace ya algún tiempo. De otro lado, el enemigo histórico, Somalia, con reivindicaciones territoriales sobre la provincia oriental de Harrarghi, era aliado soviético. Sin embargo, esas alianzas se intercambian súbitamente con anterioridad a la guerra etíope-somalí de 1977, en la que tras los avances iniciales de las tropas de Mogadiscio se produce un vuelco de la situación de forma que militares cubanos, asesores y material soviético, y tropas de línea etíopes barren a los atacantes hasta hacerles buscar el refugio de su frontera. Así se produce un renversement des alliances que no debe nada al azar. EE UU reemplaza a la URSS en la costa somalí y los soviéticos, con una fuerte acción de sus subrogados cubanos -que pagan así la ayuda económica de Moscú al castrismo-, pasan a ser la potencia protectora de Addis Abeba. Al presidente norteamericano Carter le interesa sellar los mares en la ruta del golfo Pérsico cuando tanto se habla de los petrodesignios soviéticos; a la URSS, probablemente poco convencida de que sus designios petrolíferos vayan en serio, le tienta el camino hacia el corazón del continente. Con una cierta presencia ya en Angola y Mozambique Moscú se la juega al órdago etíope. De esta forma, EE UU opta por lo cómodo, la acción de containment en Somalia, renunciando a una gran pieza que difícilmente puede ya controlar, y la URSS cede una posición que su todavía limitado despliegue naval no hace imprescindible, para jugar la gran carta africana. Las dos diplomacias se han entendido aunque no hayan firmado, ningun papel.
Moscú no ignora que Etiopía dista mucho de ser tierra conquistada y que el régimen es marxistaleninista con la misma profundidad de una jaculatoria interesada; el régimen de Addis Abeba es nacionalista, de partido único, dictadura del Tercer Mundo especialmente funcional en un país en el que cualquier progreso tangible ha de proceder del Estado. La ideología, por lo demás, es un sinapismo. El mejor colegio de la capital está regentado por monjas católicas, la Iglesia copta etíope funciona no ya sin problemas, sino que dos ministros al menos se declaran cristianos, la mayoría de altos funcionarios lleva a sus hijos a colegios confesionales, y todos ellos mantienen.las mejores relaciones con la jerarquía eclesiástica. ¿Polonia, quizá?
Desde su originalidad Etiopía tiene que inventarlo todo; enlazar con una modernidad que por razones de estrategia llama marxismo-leninismo, crear un Estado sobre las ruinas de la guerra, como hizo Mao, y convencer a los súbditos de bandería diversa que es mejor negocio nacional ser etíope que oromo, galla, eritreo, tigriño, somalí o sudanés nomádico, como en su momento supo hacer la Francia revolucionaria con su declaración de los derechos humanos y con la desamortización de las tierras señoriales. La falta de una tierra visible y rica que compartir pone las cosas enormemente difíciles, pero, como en China, hay una idea central de imperio que es aglutinadora. Para los militares del coronel Mengistu perder Eritrea sería aceptar la desintegración de una idea. Por eso, el grupito de subalternos que destronó al Negus está dispuesto a luchar con música de Wagner hasta el último hombre y hasta la última peseta por defender las fronteras del imperio que ha derrocado. Las fronteras etíopes son fruto de una conquista militar, pero no están trazadas con la geometría de la ocupación europea. Con ello, el país adquiere una legitimidad histórica que es mucho más difícil de establecer en el resto del continente negro. En Etiopía cubanos y soviéticos sólo pueden ser huéspedes, jamás procónsules.
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