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Las diferencias internas entre los países de la CEE frenan las reformas institucionales para construir la unidad europea

La cumbre celebrada en Milán los pasados 28 y 29 de junio ha puesto una vez más en evidencia las dificultades de los países de la CEE para acometer las necesarias reformas institucionales y de funcionamiento de cara a la construcción de la unidad europea. La conferencia intergubernamental de los doce convocada para intentar desbloquear el debate, se enfrenta al escepticismo de algunos países comunitarios sobre sus resultados, especialmente del Reino Unido. La comitiva oficial española, encabezada por el presidente del Gobierno, Felipe González, regresó a la una de la madrugada de ayer a Madrid. La prudencia ha sido la característica de la delegación española, que adoptó una posición intermedia en su primera intervención en un Consejo Europeo de jefes de Estado y de Gobierno comunitarios.

"¿Si los jefes de Estado y de Gobierno no pueden decidir, por qué podría hacerlo una conferencia de gente menos importante", se preguntó el sábado, en la clausura del Consejo Europeo de Milán, la primera ministra Margaret Thatcher. Y, según opinaron abiertamente varios diplomáticos y funcionarios comunitarios -contradiciendo declaraciones oficiales de algunos de sus superiores-, "la dama de Hierro no carece de razón".

La obcecación de la presidencia italiana del Consejo Europeo, personificada en el primer ministro, Bettino Craxi, que quería a toda costa concluir su semestre en gloria, llevó a Milán se limitara a decidir la convocatoria de una conferencia intergubernamental para la reforma del Tratado de Roma y para redactar un acuerdo sobre la institucionalización de una política exterior común.

Hace 12 meses, en Fontainebleau, la cumbre europea encargó un informe al llamado Comité Dooge sobre la reforma institucional de la CEE. Un año después se convoca otra conferencia para reformar el tratado, después de que la primera sólo sirviera como papel de debate, con la idea precisa de reformar el tratado cuando, como señaló Margaret Thatcher, coincidiendo en esto con Felipe González, aún no se han puesto en práctica todas las posibilidades que trae consigo el propio Tratado de Roma.

Indudablemente, si la Comunidad Europea quiere progresar -y en esto hay un acuerdo prácticamente unánime (aunque no sobre el método)-, necesita reformar su sistema de decisiones. El mercado interior -de nuevo se ha fijado el objetivo de 1992 para su realización- o la Europa de la tecnología no se puede hacer a golpes de unanimidad. "Tout se tient", dijo Craxi.

Un proceso largo

Pero este proceso de reforma, que no se ha abierto en Milán, sino que está en ciernes desde hace tiempo, va a ser largo y penoso. A estas alturas, pocas son las personas que creen en las posibilidades de la cumbre de Luxemburgo el 3 y 4 de diciembre. Es más, si para convocar la conferencia intergubernamental basta una decisión mayoritaria, cualquier acuerdo sobre una reforma del tratado tendrá que ser adoptado por unanimidad. Y el más reacio de todos los países, Dinamarca, ha expresado ya su intención de no aceptar ninguna enmienda al tratado.

La cumbre de Milán se abrió con la intención declarada de despejar el camino hacia una auténtica unión europea a favor de la cual se manifestaron varios miles de personas en la plaza de la Catedral de la ciudad de Craxi-. Pero, una vez más, los debates comunitarios se han centrado sobre el cómo y no sobre el qué. En Milán se podían haber tomado ya decisiones concretas e inmediatas, que no requerían enmendar el tratado, para mejorar el funcionamiento institucional de la CEE. El hecho de que Craxi, apoyado por los seis países fundadores de la CEE más Irlanda, forzara a los otros tres a dar un paso atrás en el terreno de lo concreto no ha servido para convertir a Milán en una cumbre histórica.

El primer ministro holandés, Rutid Lubbers señaló que Milán había sido "una experiencia decepcionante", a pesar del triunfalismo exhibido por Craxi. Para los mandatarios alemán y francés, Helmut Kohl y François Mitterrand, "la hora de la verdad" se abre ahora para Europa. Mitterrand amenazó, una vez más, con que si de la conferencia intergubernamental no sale un claro mandato para la reforma de la CEE, "los países interesados debatirán la marcha hacia la Europa política entre ellos. De nuevo las "dos velocidades".

Para Mitterrand, lo más positivo de la cumbre ha sido el apoyo que se ha dado a su proyecto tecnológico paneuropeo Eureka. Pero Mitterrand, en un momento dado, amenazó con retirarlo ante la insistencia de los países del Benelux de encuadrarlo en las estructuras de la CEE, algo que ni el francés ni Thatcher quieren hacer.

Por otra parte, ha quedado claro el carácter de meros invitados de los dos países ibéricos en este Consejo Europeo. Felipe González ha justificado el hecho de no haber dado su opinión en la propuesta aprobada en Milán, excusándose en razones de prudencia y para evitar una decantación que podría ser delicada en un momento en el que aún no ha sido ratificado el ingreso de España en la CEE.

Esta quizá excesiva prudencia española ha decepcionado a los observadores extranjeros, que esperaban una toma de posición más tajante por parte española. El ministro francés de Asuntos Exteriores, Roland Dumas, comentó que, en la sala de reuniones, Felipe González "parecía un poco intimidado".

Postura intermedia

De cualquier forma, la postura expuesta por Felipe González en esta cumbre parece caminar por una senda intermedia entre las dos posiciones que se han decantado. A prior¡, la tesis española es que basta, para que la Comunidad avance, con que se cumpla estrictamente el Tratado de Roma, aunque dejando la puerta abierta a una potencial modificación "si se demuestra que el problema es el poco espacio que deja este tratado". De hecho, para abrir nuevos campos y armonizaciones entre los países firmantes, el tratado prevé la regla de la unanimidad. Pero para muchos otros casos basta la mayoría, que ha quedado desvirtuada desde el famoso compromiso de Luxemburgo de 1966 -"un paso atrás", en opinión del presidente del Gobierno español-, que abrió la puerta a los vetos.

El interrogante que ha flotado en el ambiente es si España no debería estar más cercana a quienes defienden el mantenimiento del derecho de veto, como sugieren los griegos. Felipe González, ha querido ser de nuevo prudente. "Queremos", ha dicho, "negociar en términos positivos, y no defensivos", dando a entender que España no desea crear más obstáculos al funcionamiento de la CEE.

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