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'... Nascetur ridículus mus?'

Sobre pocas cuestiones se produce una convergencia de opiniones como la que existe en torno a la utilidad política y económica de la unión de los países democráticos europeos y en torno a la inadecuación de la actual Comunidad, con sus competencias mal definidas, con sus instituciones mal congeniadas y con un proceso de toma de decisiones casi paralizado.Igualmente difusa resulta la percepción de la alternativa a la unión: aparentemente se trata de una recaída en el anacrónico sistema de la soberanía nacional y del concierto europeo; en realidad se trata de la progresiva transformación de Europa occidental en provincia del imperio estadounidense. La responsabilidad fundamental de la defensa, de la investigación científica, de la política monetaria, de la renovación del aparato productivo, está en efecto cada vez más en las manos del Hermano Mayor americano, que cada vez es más consciente de su papel dominante.

Que sus vasallos sean más o menos reacios al poder de Washington y que la política del imperio antagonista a Moscú esté totalmente dispuesta a maniobrar en su propio interés son reacciones que forman parte de la fisiología de cualquier imperio en formación. El hecho es que Europa occidental no puede vivir en un sistema propio del siglo XIX y que debe estar, en cualquier caso, unificada: bien por los mismos europeos o bien por los americanos. Es, por tanto, razonable pensar que una Europa reunida transformará su creciente dependencia en una relación entre iguales con los americanos. Todos sabemos (incluso los herederos de De Gaulle) que ninguno de nuestros Estados por sí mismo puede evitar el destino de dependencia y, por tanto, de decadencia.

Esta consciencia es la que ha inducido al primer Parlamento Europeo elegido directamente a proponer una unión que transforme estas medidas insuficientes que son la Comunidad, la cooperación política y el SME en un contexto institucional democrático, eficiente y capaz de posteriores desarrollos. El hecho de que el Parlamento haya votado el proyecto con una importante mayoría y que el segundo Parlamento elegido lo haya asumido como su reivindicación fundamental es una doble prueba de cuán extendida se percibe la necesidad de unidad real entre los diputados europeos, es decir, entre los representantes de la conciencia política de nuestros pueblos.

La unidad europea

Tres meses después del voto del Parlamento, Mitterrand declaró que Francia aprobaba el espíritu del proyecto y que, por tanto, le daba su apoyo; posteriormente, el comité Dooge, compuesto por hombres de confianza de los jefes de Gobierno, ha propuesto la convocatoria de una conferencia intergubernamental que inspirándose en el espíritu y en el método del proyecto del Parlamento debería preparar el texto definitivo del tratado de unión; el Parlamento Europeo ha reivindicado repetidamente su derecho a participar en la redacción y en la aprobación del texto definitivo que se enviará a la ratificación; la presidencia italiana ha propuesto al consejo un proyecto de mandato para la conferencia, proyecto que recoge lo esencial de la idea del Parlamento. En los próximos días, los jefes de Gobierno deberán discutir a fondo, en Milán, sobre el tema y tomar una decisión al respecto.

Pero paralelamente a este proceso se ha puesto en marcha una reacción de rechazo, y no precisamente de la opinión pública ni de las fuerzas políticas, sino de las posiciones del inmovilismo nacional antieuropeo.

Conviene decidirse a indicar con precisión de qué enemigos se trata. Se trata de las Administraciones nacionales y en particular de las diplomacias. Aunque no se pueda reprocharles el comportarse así, ya que su papel institucional es el de ser los guardianes de la soberanía nacional, sí se puede decir que su papel es hoy netamente reaccionario.

Con su interpretación reductiva y con su pragmatismo que sugiere proyectos realistas han entrado en el campo de batalla discreta pero firmemente: el Quai d'Orsay, para sabotear las propuestas de Mitterrand; el Aussenanit, asistido por los ministros de Finanzas y Agricultura, para debilitar a Kohl, ya de por sí un hombre Reno de dudas; la Farnesina, para convencer a todos de que el documento Andreotti es un simple fuego de artificio que no merece la pena tomarse en serio... En Londres, Copenhage y Atenas, los proyectos inmovilistas de las Administraciones coinciden con los de los Gobiernos, siendo asumidos como hechos propios por estos últimos sin ninguna dificultad; incluso en todas las otras capitales está en marcha un verdadero y auténtico pulso silencioso entre las tenaces Administraciones y sus absortos ministros.

Hasta la propia administración de la Comisión, con su presidente Delors a la cabeza, parece haberse contagiado de este peligroso realismo.

El ministro Howe ha formulado con claridad la opinión que no es sólo la del Gobierno inglés, sino la de todos los inmovilistas de Europa: no siendo unánime el acuerdo sobre la conferencia de la unión, en Milán bastará con limitarse pragmáticamente a los solemnes empeños de los Gobiernos en realizar en siete años el Mercado Común e iniciar acciones comunes en algunos campos limitados de la tecnología avanzada, reforzar el SME, reducir el uso del veto en el consejo y estudiar cómo ampliar la concertación, entre el Parlamento y el consejo.

Todos sabemos que, gracias a la impotencia legislativa, financiera y ejecutiva de las actuales instituciones, el Mercado Común que debería haberse logrado para 1969 todavía no existe, e incluso retrocede, y que el más ambicioso proyecto de acción común en el campo de la tecnología avanzada -el Euratom- ha sido un vistoso fiasco. También sabemos que la puesta en común de una parte de las reservas de los bancos centrales es una promesa solemne de los Gobiernos que debería ya existir, lo que nadie piensa ya; que la promesa de reducir el uso del veto y de extender la esfera de la concertación interinstitucional sólo suscitan una sonrisa desdeñosa en los que conocen la rapidez con la que el consejo y sus miembros olvidan las promesas hechas.

La ambigüedad y la utopía

Sin embargo, con prosopopeya y obstinadamente, contraponiendo su buen sentido pragmático a nuestras utopías, se nos quiere hacer creer que lo que las instituciones comunitarias no han sido capaces de realizar en casi 30 años lo harán ahora sólo porque en una tarde calurosa de verano, entre comida y comida, 12 jefes de Estado y de Gobierno lo habrán decidido así con solemnidad.

Y nadie les ríe a la cara, nadie se niega incluso a tomar en consideración esta propuesta. Al contrario, los defensores de la iniciativa de¡ Parlamento se empequeñecen, casi tienen vergüenza de lo que sostienen, pronuncian frases ambiguas que desconciertan a sus partidarios y hostilizan a sus adversarios. Así, Mitterrand anuncia una sorpresa en materia institucional, pero renuncia a darla a conocer y a reunir un consenso alrededor de ella; las declaraciones del Gobierno italiano se hacen más diluidas cada vez que son repetidas; no se sabe del Gobierno alemán si su política europea es la que proclama Kohl, Genscher, Stoltenberg o Kiechle.

¿Se convocará una conferencia intergubernamental en Milán? ¿Será asociado el Parlamento Europeo a la elaboración y aprobación del proyecto definitivo? Los siete países que han aprobado el informe Dooge (mejor dicho, los nueve, porque España y Portugal ya han declarado que quieren adherirse a él), ¿serán capaces de decir a ingleses, daneses y griegos que la conferencia tendrá lugar y que la unión europea nacerá aunque ellos no quieran participar en ella?

La respuesta a estas preguntas decisivas depende ya enteramente de la tenacidad con la que la presidencia italiana mantenga firmemente en Milán la propuesta de Andreotti y demuestre que prefiere un fracaso del consejo antes que un compromiso falso, y de los meandros del pensamiento político de Mitterrand, que es el único capaz de hacer precipitar una decisión.

Yo quiero todavía tener confianza, porque tengo por costumbre dar una batalla por vencida o por perdida cinco minutos después de que haya terminado, y no cinco minutos antes. Pero, desgraciadamente, son muy numerosos quienes ya se han resignado a un enésimo engaño del pomposo consejo europeo.

Altiero Spinelli eurodiputado, es promotor del proyecto de tratado de la unión europea, aprobado por el Parlamento Europeo en febrero de 1984.

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