El juego de la agresión
No ha habido maldad en Bruselas, como tampoco la hubo en el huracán de Bangladesh, dice el autor de este trabajo al tratar el asunto de la catástrofe producida por los aficionados al fútbol británicos en el estadio de Heysel. Simplemente, vimos una estupidez abismal contra la cual ni siquiera los dioses pueden luchar, aunque es preciso arbitrar técnicas de contención, más policías y más alambradas.
La televisión nos ha dado estos días una comida sustanciosa, todo sangre, nada de kosher o halal. En una misma tarde vemos agresiones. en Beirut y en un estadio de fútbol en Bruselas. Y, a la manera de un interludio de ópera bufa, unas Juftificaciones disparatadas por el intento de asesinato del padre de los fieles. En Oriente Próximo, las agresiones no son gratuitas; tienen motivos políticos y religiosos. En el estadio de Bruselas presenciamos un despliegue de estupidez mortal. Entretanto, los muertos están muertos y han dejado de preguntarse por qué tenían que morir. Tal como dijo T. S. Eliot, se agrupan en un solo partido y aceptan la constitución del silencio.La gente de mi generación fuimos educados en la creencia de que el deporte organizado era un medio de purificar nuestro espíritu animal, que, en caso contrario, podría ser perjudicial a la sociedad. Se suponía que servía tanto para espectadores como para jugadores. Hemos podido comprobar ahora lo tristemente falsa que era tal suposición. Ahora se piensa que un partido de fútbol constituye una buena oportunidad para dar rienda suelta a la violencia partidista, Se da por sentado, y se emplean dispositivos protectores para impedir que la violencia llegue demasiado lejos. Policía antidisturbios, policía montada, alambradas, muros de ladrillo, todos ellos proclaman que el fútbol ha dejado de ser una diversión a la que un hombre puede llevar a su esposa e hijos. Es un pretexto para un muro de división.
Los seguidores del Liverpool no odiaban a los seguidores de la Juventus. No tenían nada contra ellos en lo que se refiere a los pretextos usuales para una agresión masiva. Nadie podrá escribir un libro afirmando que Liverpool quería declarar la guerra a Turín. Ni siquiera hubo una actitud chovinista de los británicos hacia los italianos. Tan sólo un exceso de energía animal juvenil, que encontró un campo de acción y un objetivo. Hubiera servido cualquier campo de acción y objetivo. Un partido de fútbol internacional ofrecía un pretexto maravilloso para la violencia. A los jóvenes les gusta la violencia. No pueden utilizar su energía creativamente, de manera que la utilizan para destruir. Los jóvenes de Liverpool no querían destruir vidas humanas. No sabían a lo que podía llevar su agresividad. Simplemente no pensaban. Eran, aún lo son, estúpidos.
Desgraciadamente, no representan más que la última y más destructiva ola en una historia vergonzosa. Vivo en Europa y a veces me avergüenzo de pertenecer a una raza que, en nombre del deporte, exhibe en suelo extranjero una amplia gama de degradación humana. Los franceses y los belgas, y los alemanes se preguntan qué les pasa a los británicos. Les ,horrorizan los puñetazos, los cuchillos, las maldiciones y blasfemias, sus borracheras y sus vómitos, el robo y el vandalismo. Me sentiría más tolerante con todos estos aspectos si los verdaderos europeos, no los isleños de sus costas, exhibieran los mismos sintomas de estupidez agresiva. Pero no lo hacen. Es a los británicos a quienes se les considera los hijos malos de Europa.
¿Por qué es así? Hombres más inteligentes que yo no han logrado explicar qué es lo que ha sucedido con las clases bajas de una raza que fue en otra época célebre por su amabilidad, sentido común, humor y tolerancia. Se nos dice que los irreflexivos británicos están resentidos por formar parte de Europa y que demuestran su resentimiento sacando cuchillos y porras improvisadas contra los indefensos europeos. Pero esto no explica las agresiones que forman un elemento constante de las reacciones de los espectadores en suelo británico. El juego mismo, donde quiera que se juegue, se ha convertido en un pretexto para machacar cabezas.
Los sociólogos de izquierdas pueden interpretar la violencia de los estadios como una expresión de resentimiento contra el Gobierno Thatcher y la apatía de los conservadores hacia el crecimiento del desempleo. Los jóvenes, dirán, se sienten frustrados y tienen que dar salida a su rabia'de alguna manera. La mejor forma de dar salida a la rabia es cuando se forma partede una masa: se renuncia a la responsabilidad personal y se siente la deliciosa sensación de liberarse de inhibiciones y de la moralidad que aprendemos sobre las rodillas de nuesras madres. La rabia se convierte en abstracta al tiempo que nos satisface personalmente. No creo que sea necesario acudir a la sociología. La violencia de las masas siempre ha sido parte de la cultura mundial. El logro de los británicos ha sido, tradicionalmente, su represión mediante ideas como la del juego limpio. Primero fueron las revueltas contra los católicos. Luego vino el fútbol. Ahora el fútbol ocupa el lugar de las anteriores revueltas.
Algo que hay que señalar es que el fútbol es el único deporte que hace que sus jóvenes espectadores muestren lo mejor de sí mismos. Ni el criquet ni el rugby tienen tal efecto. Los antropólogos nos dicen que el esférico es en realidad una cabeza humana a la que se dan patadas (en 1660 se desenterró la cabeza de Oliver Cromwell, que fue de pierna en pierna hasta que no quedó más que un amasijo de huesos y carne). Pero no creo que ese deporte contenga nada que por sí mismo predisponga a la violencia partidista. El rugby es un deporte mucho más duro. Simplemente sucede que, por diversas razones históricas, el fútbol atrae a las mayores multitudes. Y las grandes multitudes se convierten en masas. Y las masas tienen una tendencia natural a la violencia.
Las masas pueden incluso reducir a las fuerzas del orden. Se pudo ver perfectamente en el estadio de Bruselas. La muestra adecuada de repulsa pública contra la violencia hubiera sido suspender el partido. Pero si se hubiera suspendido el partido se hubiera producido una revuelta incontrolable. La sociedad organizada tuvo que ceder y, por motivos prácticos, acertó al hacerlo. No fue correcto moralmente. La moralidad hubiera exigido la suspensión del partido.
Algunos canales de televisión lo suspendieron de hecho, negándose a televisarlo. Fue un buen partido, aunque pocos pudimos disfrutarlo. No podíamos dejar de pensar en ciertas personas a las que se les acababa de dar una patada hacia el estadio del otro mundo.
No se ha acabado con la violencia del fútbol. La cuestión, y es una cuestión política, es si se puede permitir que los ingleses continúen convirtiendo ese deporte en un pretexto para agresiones estúpidas. Me parece que, probablemente, el continente europeo querrá mantener a los ingleses alejados de sus estadios, aunque es bastante dudoso el que los Gobiernos europeos puedan llevar a cabo tal decreto. Cualquier Gobierno británico que considere la oportunidad de prohibir los grandes partidos temerá el enojo de la clase trabajadora y una pérdida de votos. Todo lo que se puede hacer es imponer más y más técnicas de contención: más policía, más alambradas, más pistolas prontas a actuar. Anteriormente era un placer ir a un partido de fútbol. Actualmente, un partido es el pretexto para las acciones destructivas de los imbéciles.
No hubo maldad en Bruselas, como tampoco la hubo en el huracán que sembró la muerte en Bangladesh. Todo lo que vimos fue una estupidez abismal. Y contra eso, ni siquiera los dioses pueden luchar.
, novelista y crítico británico, es el autor de Poderes terrenales y Luderby por dentro, entre otros muchos,libros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.