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El salto de El Colacho

Un pueblo burgalés celebra el 9 de junio un rito atávico que ha padecido los recortes de la Iglesia

Álex Grijelmo

Este Castrillo está muy lejos de Murcia, aunque se llame Castrillo de Murcia. Lo menos 650 kilómetros más al noroeste. Queda allá por Burgos, integrado en el Ayuntamiento de Sasamón y en el partido de Castrojeriz. Su denominación de Murcia deriva del moro Muza, uno de los jerarcas musulmanes que anduvo repartiendo Mamporros y cultura por Castilla; pero la cristianización terminó por corromper el topónimo. La fiesta de El Colacho, que allí se conmemora ha sufrido también el efecto de una cristianización tardía: la posguerra.

Cuando pueda elegir, el comensal hará bien en pedir que le sirvan carne de lechal burgalés extraída del cuarto delantero del cordero. Y, aún más, del cuarto delantero izquierdo, porque los recentales se tumban a mamar del lado derecho y eso lo hace un poco más duro.La cultura popular ha ido descubriendo detalles mágicos para cada receta, y no es casualidad que los productos de la tierra sepan mejor allí donde nacieron.

Las orejuelas de Castrillo son un postre suave, con la miel en su punto, y se deshacen en la boca Hay que cocinarlas con manteca harina, aceite y, además, un poco de bicarbonato. El bicarbonato sirve para que ahuequen Mejor Esconden los secretos de la tradición y forman parte de El Colacho como elemento imprescindible. Con ellas y con pan de anís, vino y queso se podrá acompañar el final de una fiesta que comienza a todo correr.

Por lo común, son las ocho de la mañana del primer domingo después del Corpus cuando aparece por las calles un mocetón ataviado con un traje de paño amarillo y pechera de rojo vibrante, la cara enmascarada por una careta demoniaca. Lleva en su mano siniestra una gran castañuela, que hace sonar para advertir de su presencia. La golpea con un palo cuyo extremo tiene asida una cola de buey (un colacho). El palo y la cola del animal ora baten la castañuela ora sacuden a los desavisados mozalbetes que no han sabido correr lo suficiente, y a los que puede propinar un pie de paliza soberano. Será el justo castigo de El Colacho por los improperios que debe soportar. Que todo está permitido. "Asfixiao", le dice uno; cosas más graves añade otro. Y todos corren calle arriba y calle abajo varias veces durante la mañana.

Angélico, Dueñas, de 68 años, un jubilado dicharachero que se pasa las mañanas mano sobre mano, recuerda que en su época de mozo los insultos eran peores. Entonces no se insultaba por insultar, sino por ofender. "Vamos, que se cantaban las verdades. Bueno, se le decía lo que era . y también lo que no era". Parece que le da un poco de pena que ya no ocurra así. "Luego, se prohibieron las pestes. Bah, ahora no es como antes. Ahora dicen ea, ea, ea, El Colacho se cabrea".

Cuando se le pregunta quién sentenció que no hubiese graves insultos, la filosofía popular le brota sin esfuerzo en su lenguaje: "Los prohibieron los tiempos".

Hubo años en que el joven a quien correspondía el turno de convertirse en El Colacho apalabró, con pesetas de por medio, una triquiñuela para que otro le relevase. Todo por no oír los motes que, seguramente con buen tino, caray, le iban a dirigir sus paisanos. "Si a lo mejor era un pendenciero o se le iban a mentar querellas de mujeres, prefería no salir, porque igual tenía que encararse con alguien", dice Ubaldo Sancho, de 65 año!, mientras ofrece un trago de porrón en plena plaza.

Orejuelas para todos

La fiesta la organizan los cofrades. Antes, cuando el pueblo reunía a 700 habitantes, cuatro cofradías se alternaban en tamaña responsabilidad. Ahora, con 300 lugareños, queda una sola. Tiene su jerarquía fijada, por rigurosa antigüedad rotatoria, con categorías claras. A saber: los dos amos (el primero y el segundo), el secretario y los mayordomos. Uno de los dos mayordomos que ingresan al año será El Colacho, y habrá de cumplir la condición imprescindible dé estar casado. Esta vez se disfrazará Benito Calvo, "de unos 40 años", hijo del pueblo, que ahora vive en Burgos. Cada vecinillo es inscrito en la cofradía nada más nacer, después de pagar su tributo, "un celemín de trigo, por ejemplo", que no está mal. 1timamente han logrado subvenciones, qué le vamos a hacer, para dar abasto con las orejuelas y con las actuaciones que llegarán ya entrada la tarde: un poco de música popular y otro poco de bailables. El alcalde, Martín Galerón, de 55 años, que se presentó "con los de AP", está seguro de que habrá orejuelas para todos, más le vale. "Sí, se va a preparar una buena artesa de orejuelas".

Algo sí ha cambiado en esta fiesta medieval. Topó con la Iglesia. El acto que mejor reflejaba la lucha entre las tradiciones paganas y la cristianización posterior era una curiosa misa de media mañana. Aquí ocurría como con el carnaval: la fiesta pagana fue anterior a las celebraciones cristianas, luchó contra ellas y ambas acabaron unificándose. Así sucedía con El Colacho, que comenzó en el bajo imperio romano siendo un simple histrión y terminó promocionado a diablo.

El folclorista Domingo Hergueta publicó en 1934, en su estudio sobre tradiciones burgalesas, esta fiel descripción de la misa que él conoció en Castrillo: "Cuando todos están reunidos en misa, entra El Colacho en la iglesia saltando por entre las sepulturas y las mujeres, a las que pega con la cola hasta el presbiterio [se supone que para provocar su fertilidad, conforme a la tradición medieval]. Allí se queda parado y remedando las ceremonias que se hacen en la misa; tan burlescamente, que algún párroco se ha querido oponer, aunque inútilmente, a

El salto de El Colacho

esta costumbre pagana, porque verdaderamente parece restos de los juegos de escarnio o burlas de la Edad Media, por la parodia burlesca de los oficios eclesiásticos que hacían los zaharrones o remedadores".

El toque del atabalero

Efectivamente, muchos curas se opusieron a eso, ya se ve. Y lo consiguieron, dejando anacrónico ese "inútilmente" que empleaba en 1934 el bueno de Hergueta. (Uno, "el difunto don Gonzalo", por marear la perdiz, hasta quiso quitar los bailes.) Ahora El Colacho se comporta ya respetuosamente en el templo.

Aquellos párrocos de la posguerra no entendían que la fiesta pagana y la celebración religiosa se fundieron en beneficio de ambas: de aquélla, porque logró pervivir; y de ésta, porque los fieles acababan gritando contra El Colacho y le mandaban candar la boca, ofendidos y estimulados en su religiosidad, dormida. Algún día habrá que deshacer tal desaguisado.

Luego, por la tarde, vendrá la procesión, acompañada por los cofrades, trajeados y con capa castellana. El mayordomo que no se convierte en El Colacho (es cuestión sólo de que se pongan de acuerdo entre ellos dos) se constituirá en atabalero, un hombre de constancia, el que toca el atabal, o sea, el que va dando golpes al tambor. Los folcloristas Justo del Río y José María González Marrón reconstruyeron, a partir de contrastados y minuciosos datos históricos, la danza que se bailaba hace decenios en esta procesión. Y la montaron basándose en el ritmo del atabalero. Pero a la fiesta siguiente, igual que todos los años, cambió el instrumentista; y, como cada cual va a su aire, el ritmo reconstruido el año anterior hubo que tirarlo. Era todo un lío, no servía para nada: el atabalero, faltaría más, repicaba a su modo, y los danzantes, incapaces de dar trigo, se miraban despistados. Este año la danza la harán los del pueblo. "Así el dinero de los danzantes se queda en casa",dice Luciano Villaverde, de 17 años, uno de los muchachos que están ensayando.

Para la procesión, las mujeres decoran sus balcones con sábanas bordadas y mantones espectaculares. Los, convierten en un altar. Junto a ellos, en el suelo, es tendido un colchón. Allí podrán quedar situados los niños que hayan nacido entre este Corpus y el anterior. El Colacho huirá del Santísimo y, alejándose del palio, tomará carrerilla, apretará los labios y pisará fuerte en el suelo para llegar, eso es, en vuelo hasta el otro extremo del colchón -"¡salta, Colacho!"- sin dañar a ningún pequeño. Las madres, a ver, pegarán un respingo, pero el mozo de buen año alcanzará de nuevo el suelo con limpieza.

"Nunca ha habido un accidente, a qué ton iba a haberlo. Más peligrosos son los coches".

Los niños, pobrecitos inocentes, habrán visto pasar sobre ellos al mismo demonio fugitivo, y, como lo habrá hecho sin causarles ningún daño, quedarán conjurados de maleficio y libres de la hernia, un mal que desde la Edad Media se achaca al diablo. "Aquí no ha habido ningún herniado, oiga".

El día concluirá con las orejuelas que obsequian en las casas de Castrillo. Quienes tengan buenos amigos podrán pasar a una de las bodegas repartidas en las afueras. Las mujeres con la regla, mala suerte, se quedarán con las ganas, qué remedio, porque lo suyo le hace mal al vino (eso dicen). Los visitantes disfrutarán de unas chuletas de lechal o, paradójicamente, saborearán sardinas llegadas de muy lejos -ancha es Castilla-, pero preparadas en su punto..

Por la noche, los mozalbetes urdirán alguna picia, el alcalde dará el último tiento a la bota, los amos, el secretario y los mayordomos lucirán una sonrisa influida por el clarete, y las parejas ennoviadas en el baile pasearán por la penumbra del campo, que está allí mismo.

Entretanto, y hasta el año siguiente, El Colacho, si le deja el cura, se volverá al quinto infierno.

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Sobre la firma

Álex Grijelmo
Doctor en Periodismo, y PADE (dirección de empresas) por el IESE. Estuvo vinculado a los equipos directivos de EL PAÍS y Prisa desde 1983 hasta 2022, excepto cuando presidió Efe (2004-2012), etapa en la que creó la Fundéu. Ha publicado una docena de libros sobre lenguaje y comunicación. En 2019 recibió el premio Castilla y León de Humanidades

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