La busca de la 'sopa boba'
Una veintena de instituciones se encarga en Madrid de dar de comer al hambriento
JESÚS DE LAS HERAS, El comedor es grande y está casi lleno. El silencio que flota en él no es un signo de exquisitez, sino de tristeza. Apenas se oye poco más que el leve roce de los platos, algún chasquido metálico de la cuchara, alguna palabra. Una monja reparte con un carrito comida caliente de un perol. La escena se desarrolla en un comedor de beneficencia de la veintena que existe en Madrid. Una red de caridad institucionalizada, versión moderna de la clásica sopa boba.
Al entrar en el comedor un extraño -un extraño es una persona que va a allí por otros motivos que la necesidad de comer- todas las miradas se clavan en él. Y la vergüenza individual de la mayoría de los comensales se convierte en una especie de tímido y agresivo desafío colectivo hacia el visitante, en el que ven a esa sociedad de puertas afuera del comedor, el mundo que los segrega por ser los más débiles. El silencio se hace violento.Un hombre de cuerpo menudo y arrugas de vejez en el rostro levanta la vista del plato y dice: "Yo soy capitán del Ejército, del que estaba legalmente constituido; luché con dos huevos en Guadalajara, en Teruel, donde hizo falta, y aquí estoy. Y ustedes, ¿quiénes son, periodistas? Si yo tuviera que hacer una crónica de esto no vendría por aquí".
Potaje de garbanzos y sopa de cocido, a elegir, o ambos platos para el que los quiera. Luego, jamón de York empanado con ensalada. De postre, manzana. El carro con el que la monja reparte avanza por el pasillo central. Hombres de distintas razas y países se sientan a ambos lados. En silencio reciben la comida, en silencio comen y en silencio se marchan.
En una punta del comedor de la Inmaculada, en la calle del General Martínez Campos, número 18 un hombre come solo. Es uno de los conocidos en la casa. Al preguntarle si frecuenta este comedor dice que sí. En un minuto añade que está dispuesto a decir lo que quiere decir y nada más. "Me llamo Rivera, como el torero, y soy de Sevilla, como Felipe González. Soy oficial de la construcción. He hecho la iglesia más alta de España, la de la Merced, en Bilbao. Y no tengo trabajo. Hay trabajo para otros, que no saben nada de construcción, y no lo hay para mí. Pues nada. Vengo aquí, como y me emborracho todos los días. ¿Pasa algo?".
Habas contadas
La ciudad de Madrid está salpicada de mendigos. No se sabe los que hay, pero se sabe lo que tienen para comer. Son lentejas. Y habas contadas. Los mendigos no conocen el pan duro: para su hambre, cualquier cantero les parece una hogaza acabada de salir del horno. Día a día buscan en los comedores benéficos la sopa boba, el tentempié, que unas veces es mejor que otras: días de tres platos y días de parco bocadillo. Y días -picaresca obliga- en que pueden empezar con un desayuno temprano, comida completa a las doce, otra comida-cena a las cinco y media e incluso nueva cena en un albergue por la noche; pero esto es para especialistas que saben montárselo. Desde las ocho de la mañana se comienza en Madrid a dar comida al hambriento a través de una red institucionalizada de centros benéficos donde se atiende a todo el que llega, bien por su simple aspecto de necesitado o bien porque
La busca de la 'sopa boba'
presenta un vale, proporcionado a su vez por otras entidades públicas o privadas.La lucha de los mendigos de Madrid por la subsistencia llega al punto de la pugna física. En algunos de los comedores de caridad las autoridades sitúan fuer zas policiales para evitar jaleos y peleas entre los que demandan algo para su estómago cuando temen que por estar los últimos en la cola no les toque vianda.
Las 1.000 camas existentes para transeúntes en seis albergues de adultos y niños financia dos con fondos públicos no bastan para satisfacer las necesidades de techo y comida de todos los que no tienen el dinero preciso para pagarse una pensión y una comida caliente. A los que consiguen una cama en estos albergues el día les va doblemente bien, porque a la noche les dan cena.
Cuando los mendigos carecen por completo de albergue resuelven de distintas formas la aventura de encontrar un sitio donde dormir a cobijo: desde la utilización de un banco y un abrigo a base de papel de periódico hasta la ocupación de cualquier covacha. Algunos logran encontrar un trozo de calle donde pasar cada noche de forma fija por algún tiempo. Otros deambulan noche tras noche por la ciudad hasta que se dejan caer donde les parece bien cuando llega el momento en que se les doblan las piernas.
Mientras llega la noche buscan la forma de alimentarse. La práctica de la mendicidad callejera permite con frecuencia sacar para comer en restaurantes baratos Sin embargo, lo más seguro es re correr los comedores benéficos Los mendigos conocen a la perfección la red de comedores. En cada uno de estos puntos, a la hora en que dan el vale, el bocadillo o los tres platos, se agrupan decenas de mendigos.
Policías municipales vigilan la puerta y el comedor mismo en el de la Inmaculada. Ya hubo problemas en una ocasión en que un equipo de Televisión intentó rodar un reportaje y los comensales "se pusieron como locos; esto parecía un motín", recuerda una de las monjas que atienden aquí. "Piensen que vienen personas de toda clase y condición. Para muchos es vergonzante. Otros están psíquicamente enfermos. Todos tienen la sensibilidad a flor de piel".
Félix Chamón, el capitán republicano, dice: "Yo ya estoy servido. No tengo nada, pero no me quejo. Con 67 años y unos familiares que son como tener un tío en Alcalá, sólo me queda esperar a que me paguen lo que me deben por mutilado de guerra". A su alrededor todo es mutismo.
Un hombre moreno, joven, rompe la tensión en tomo a la mesa. "Yo quiero decir algo: que para mi edad, 28 años, veo esta situación muy mal. Que un viejo se vea obligado a venir aquí, lo entiendes. Pero que tengamos que hacerlo los jóvenes, no hay derecho". Se identifica: Evaristo Silva; vino a Madrid desde Plasenzuela (Cáceres), hace varios años; trabajó como albañil hasta que se quedó en paro. "A mí no me da vergüenza venir aquí. Tengo que comer. Prefiero esto a robar. Pero creo que la gente nos trata injustamente de vagos, alcohólicos o drogadictos, y no todos los mendigos somos así. El Gobierno tendría que preocuparse más por los parados".
Chamón le corta con sarcasmo: "El Gobierno no puede hacer más. El problema de Felipe es que prometió demasiado. Aquí nos comen entre el capitalismo y esos obreros que se tiran un día para hacer el agujero de un conejo".
A media tarde
Hombres y mujeres que no alcanzaron la comida de los tres turnos de la Inmaculada -de doce de la mañana a dos de la tarde- parten hacia Sol. El comedor de beneficencia Ave María, en la calle del Doctor Cortezo, número 4, abre su puerta a las cinco y media de la tarde todos los días, menos los jueves, con puntualidad cronométrica. Las monjas de la caridad, de la congregación de Teresa de Calcuta, dan de comer a todos los que caben: un centenar. Bastantes se quedan fuera. A éstos les dan bocadillos.
Los mendigos acuden desde una hora antes al rincón que forma la puerta de este comedor con el cine Ideal. Poco a poco crece el montón de seres que aguarda. La cola se hace compacta al abrirse la puerta. Los hambrientos se aprietan unos contra otros y entran, despacio, uno a uno, en el amplio comedor.
Una monja reconoce que "cuando algunos vienen borrachos o por no querer respetar la cola por miedo a perder el plato caliente se arman broncas". Entonces, los que pasan de largo por esta calle hacia la de Atocha pueden ver en aquel grupo humano empujones, codazos, incluso agarradas, en esta antesala del remanente de media tarde que sirve a muchos de desayuno, comida y cena en una sola atacada"
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.