El cantante y la canción
¿Qué pueden tener en común un Papa y el presidente de una república? ¿Qué pueden, además, tener en común ambos con varios otros personajes públicos de nuestra época?Según las encuestas y las estadísticas, el papa Juan Pablo II goza de enorme popularidad en muchos países; desde luego, en los que tienen una importante población católica, pero también en otros donde los católicos son mínoría. Y aunque las encuestas no lo dijeran, podría sospecharse tal popularidad a base de las grandes multitudes que, con ocasión de alguno de sus numerosos viajes, se congregan para verlo y oírlo. Por otro lado, según las mismas encuestas, muy considerables porciones de fieles se sienten incómodos, y hasta irritados, por algunos de los pronunciamientos papales en teología moral. Se admite que el Papa ha dicho, y sigue diciendo, palabras muy justas en favor de la paz y contra la guerra, en favor de los desheredados y contra los explotadores, en favor de los derechos humanos y contra las infracciones a los mismos; pero en lo que toca a teología moral y a disciplina eclesiástica las críticas abundan. Muchos católicos, buenos hijos de la Iglesia, ven con escasa simpatía la tendencia a alejarse del espíritu llamado posconciliar o pos Vaticano II ejemplificado en el universalmente admirado papa Juan XXIII, y temen un recrudecimiento conservador con propensiones preconciliares.
Según otras encuestas, el presidente Reagan sigue gozando de gran popularidad en Estados Unidos. Aunque las últimas elecciones no fueron el alud incontenible en su favor de que a veces se habla, lo cierto es que las ganó sin disputa y que salió triunfante en Estados y en condados donde para otros puestos -senadores, diputados, etcétera- vencieron candidatos demócratas. Las mismas encuestas, por otro lado, testimonian que muchos votantes de Reagan se oponen a numerosas medidas tomadas o propuestas por su Administración, desde las que conciernen a política internacional hasta las que afectan a cuestiones nacionales. No pocos reprochan a Reagan una actitud poco menos que maniquea en las relaciones con ciertos países. Muchos más se oponen a la aparente despreocupación actual (y en contraste con las actitudes preelectorales) por un déficit presupuestario peligrosamente elevado. Otros están disconformes con los cortes en el presupuesto de programas que podrían beneficiar a sectores económicamente débiles o a empresas que se reconocen indispensables a largo plazo, como la pura investigación, el fomento de las artes o la protección del medio ambiente. Para remachar el clavo hay entusiastas reaganianos que no tienen empacho en reconocer las ocasionales meteduras de pata de su elegido.
¿Cómo son posibles estas discrepancias? Parece que, en principio, el apoyo a un personaje público debería conllevar conformidad -si no total, cuando menos sustancial- con su programa o, si se quiere, con su ideología.
Por lo visto no ocurre siempre necesariamente así. En nuestro tiempo se da con creces un fenómeno que podría resumirse del siguiente modo: "Puede gustar mucho el cantante, pero no, o mucho menos, la canción".
Aunque en el pasado tuvieron lugar más de una vez fenómenos similares -considérense los entusiastas de Napoleón que se oponían a casi todas sus medidas legislativas-, no ocurrió en la proporción (por no decir desproporción) que hoy puede observarse. A veces inclusive sucedía lo inverso: que se favorecía, por lo pronto, un programa o una ideología y que, a consecuencia de ello, se elegía, o defendía, o se ponía en las nubes, a la persona que se esperaba los pusiera en obra.
Las razones de la discrepancia indicada son posiblemente muy varias -no hay nunca una sola razón que lo explique todo-, pero una de ellas es la cada vez más estrecha vinculación del carisma personal de un líder político o religioso con el poder de los medios de comunicación.
No se pregunte en qué consiste el carisma personal de carácter público, porque éste es uno de los problemas: el carisma no suele usufructuarse en virtud, o a consecuencia, de tales o cuales rasgos juzgados admirables, sino a menudo a pesar de características juzgadas reprobables. El carisma en cuestión se parece al ello de que tanto se habló hace más de medio siglo a propósito de ciertas estrellas: es como un algo inapresable e indefinible. Para hacer las cosas más complicadas, ese algo no depende sólo de la persona que lo tiene (o a la cual, lo que viene a ser lo mismo, se atribuye), sino también, e inclusive más aún, de la época o hasta de las circunstancias. Un algo o un ello que pudiera ejercer grandes atractivos en cierto momento histórico o en determinados instantes resulta práctica-
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mente inoperante en otros. En ciertas ocasiones pueden atraer una sonrisa, pero en otras es más eficaz un ceño adusto. El que aspire a cautivar allas masas como personaje público -como líder político en el más amplio sentido de la palabra- no puede, pues, fiarse de precedentes. De alguna manera tiene que inventarse una personalidad atractiva.
Al mismo tiempo, ningún carisma es hoy plenamente eficaz de no ir acompañado de una publicidad bien llevada y acordada. Si una mitad de la atracción pública y de la popularidad se debe al personaje supuestamente carismático, la otra mitad -algunos alegarán que bastante más de ella- se debe a los focos potentes que sobre él puedan proyectarse.
¿Es esto un bien o un mal? En el asunto que me ocupa, la respuesta es inevitablemente ambigua: ambas cosas.
No hay duda de que la potenciación (en algunos casos casi la invención) de las cualidades carismáticas de un personaje público por la vía de los medios de comunicación de masas puede llevar al fraude. Para empezar puede producir el espejismo del emperador desnudo; aunque éste se mueva con toda la gracia y donaire que su personal carisma le permita seguirá sin el menor vestigio de ropa. Luego, y sobre todo, puede hacer triunfar una canción que no guste ni siquiera a quienes se embelesan con el cantante, lo cual es, asimismo, un fraude, pero uno todavía más sustancial, porque permite hacer pasar gato por liebre.
Por otro lado, la combinación del carisma con los medios de comunicación puede engendrar un fenómeno no siempre indeseable: el de la ilusión. Ésta es indispensable tanto en la vida privada como en la pública. Si todos los seres humanos fueran tan perfectamente racionales como a veces se ha pretendido, las ilusiones no serían necesarias: el conocimiento adecuado de los hechos y el buen juicio bastarían. Pero los seres humanos son lo que son: a veces racionales y a veces menos. En todo calo, necesitan de ilusiones que les permitan hacer frente a los muchos batacazos que produciría un estado de continuo desencanto. Aficionarse a un líder a despecho de la política que se lleva en su nombre es un modo de mantener la esperanza -esperanza de que sin él las cosas podrían ser aún peores de lo que son o se anuncian-. Siempre queda el recurso clásico de atribuir las desdichas a los malos ministros. La ilusión engendrada por un carisma hábilmente propagado y cultivado es muchas veces una garantía de una relativa estabilidad política y social.
¿Bastará, pues, el carisma en cuestión para que un personaje público pueda seguir cantando canciones que gusten cada vez menos?
Me parece improbable. Las ilusiones son necesarias, pero no son siempre suficientes. El carisma público puede resultar, además, peligroso si se hace de él el fundamento y el motor de las instituciones sobre cuyo consenso común funciona una comunidad. En otras palabras, estas instituciones pueden alojar en su seno personajes capaces de engendrar ilusiones, incluyendo los que de cuando en cuando cantan canciones que gustan poco, pero no conviene que las instituciones dependan de veleidades más o menos carismáticas. En un régimen democrático, además, la cosa es, creo, clara: para que las cosas marchen bien, una democracia tiene que ser más fuerte que todos los demócratas, por carismáticos que éstos sean.
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