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Cultura y menopausia

Las polémicas literarias más recientes mantienen el tono de sacralización que conviene a los grandes misterios, destinados a consumirse en pequeños comités. ¿A quién se dirigen? ¿Quién los ordena? En última instancia, ¿quién los digiere? Algo ocurre -o simplemente algo no ocurre- cuando ni siquiera los profesionales somos capaces de entender lo que sobre la profesión escriben otros profesionales. Las comprobaciones son casi cotidianas o por lo menos, según la periodicidad de suplementos y revistas literarias o artísticas. La última perplejidad me vino hace pocas semanas cuando, después de considerar que entendí ciertos libros, no conseguí entender después una sola palabra de lo que, a su propósito, escribió cierta dama suramericana consagrada al ejercicio de la crítica.Podríamos decir que la literatura especula sobre sí misma, pero tampoco queda demasiado claro; en algunos casos, más bien parece que la polémica está destinada a exorcizar los demonios privados de cada articulista. Se tiene la impresión de que hablamos siempre los mismos y para los mismos, en un toma y daca a veces amable, a veces vitriólico, que se complica con las conocidas, aceptadas, aborrecidas y, en fin, tontísimas subdivisiones en grupos, ideologías, afectos, repulsiones y hasta amoríos. Caprichos también, por supuesto. Niños que encima practican la antropofagia.

El intelectual se contempla en el espejuelo mágico para preguntarle una vez más: "¿Qué es la cultura?". Espera que le conteste: "Cultura eres tú". Puede encontrarse con sorpresas. ¿Y si el espejuelo, vástago que es del siglo, encontrase más cultural un programa de la señorita Chamorro, aparentemente bárbaro, que 10 espacios minoritarios destinados a sacar al sol todas las vísceras de los sublimes espectros de ayer? ¿Y si el espejuelo se hubiese vuelto loco y ya no reflejase perfiles de Thomas Mann o Baudelaire, sino imágenes inquietantes de un videoclip suburbano o los espasmos de un rockero comprometido puesto a todo colorín en la portada de un suplemento dominical donde alternase con el último cuento de García Márquez, el compendio de la historia de Mesopotamia, la moda progre de las arrugas y una disertación de Lluís Pasqual sobre el teatro de Lope de Rueda pasado por la estética del Kabuki?

Escritores, pintores, arquitectos, teatreros, cineastas e incluso rockeros rizan el rizo de la indecisión sólo para encontrar con que, después de siglos de darle al péndulo, todavía no hemos determinado en qué consiste exactamente la llamada dinámica cultural. Ni, desde luego, a quién van dirigidas las especulaciones sobre la misma.

Nos empeñamos en creer que la literatura continúa manteniendo sus privilegios; el arte, su sacralidad; la cultura, sus capacidades de redención. Difícil. es mantener tan elevadas esperanzas después de la crisis de los años sesenta. Lo que de ellas quedó fue la orfandad del creador, con sus mensajes a destinatarios desconocidos, materiales de derribo que se intentaba aprovechar a toda costa. El desmoronamiento trae consigo un relevo de armas con el cañón curvo, invertido hacia el tirador. ¿Quién se autoinmola en el actual Cafarnaum de teorías? ¿Qué oficio poner en el documento nacional de identidad? ¿Constructor de ideas, como antaño, o simplemente, prácticamente, excavador de olvidos?

En tales trances, el intelectual de hoy, en sus polémicas, mejor debería definirse comoarqueólogo. Si no fuese en su caso demasiado tremendo el miedo a definirse como algo.

En mis tiempos romanos, cuando acababan los sesenta, consideré encantador por ingenuo el tratamiento que se autootorgaban algunos escritores de aquel ex imperio. Uomini di cultura, decíanse. Y si eran señoras, si eran aquellas émulas de Vittoria Colonna o la eximia Gaspara, que mantenían salones literarios y presentaciones de libros, se re ferían a sí mismas como donne di cultura. ¿Un intento desesperado de recuperar renacimientos imposibles? Las formas, por demás pomposas, escondían una voluntad de selectivizar la cultura, añadiendo al legado clásico cualquier teoría nueva por ajena o contradictoria que fuese. Las conversaciones di salotto pasaban del caso Manzoni como intento de narrativa nacional a las teorías de Marcuse mezcladas con las últimas acciones de Cohn Bendit. Y cuatro versos de la Divina comedia -otro fetiche favorito- eran analizados según los últimos devaneos del estructuralismo en boga. Nada quedó vedado al eclecticismo de aquellos neohumanistas de coctelera. Era lícito tomar las tragedias de Hugo Foscolo o las farsas del Aretino y pasarlas por el organon del señor Brecht, según en qué salones, o bien, en otros, agarrar por los pelos la sublime melancolía de Leopardi y darle un millar de soluciones inesperadas para acomodarlas a la moda de la opera aperta. Al extremo opuesto de la cuerda -cuerda, sí, pues estrechando, estrechando, ahogaba-, los adeptos a la contestazione arremetían contra la cultura en bloque, como si Atila decidiese empezar su nueva conquista entrando a saco en las librerías Rizzoli. Así, cuando el pintor comunista Guttuso presentó sus dibujos sobre la Commedia, unos efebos furiosos le contestaron no por su poca calidad, sino porque se le ocurriese poner su ideología al servicio de un autor tan reaccionario como el Dante. E cosi via.

Pocos se atreverían a citar hoy, en una polémica, los privilegios de Dante, Montesquieu o Bacon, por tomar al azar tres figuras emblemáticas de la cultura de siempre. Están más cerca, más consumibles, un Valle-Inclán, un Lowry o una Virginia Woolf. Aptos para cualquier especulación, transfiguración,

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reencarnación, revisión, glorificación y, si conviene, demolición. Aptos también para convertirse en el equivalente literario del mejor detergente. Moda que está por llegar, si no ha llegado ya. Así, hace poco, cierta editorial catalana convertía a Proust en artículo de supermercado al anunciar su Amor de Swann con el siguiente eslogan: "La película que triunfa en París".

Imagino que habrá un término medio entre la banalización escandalosa y la crítica privativa secreta, el juego onanista de ciertas publicaciones literarias. Caos sobre el caos, tal vez. La cultura, el arte, ya no son necesidades espirituales, como complacería a los utópicos, ni manifestaciones del poder, como gustan los sociólogos de la gran cultura del pasado, sino una herramienta más de lo que se ha dado en llamar sociedad del bienestar. Y el intelectual -o, si lo prefieren, el artista- no debería prescindir de la dialéctica entre cantidad y calidad, que es típica de la absorción de la cultura -y no sólo la literatutra- por parte de los mass-media. Un libro ,de Delibes envuelto en celofán en los quioscos y compitiendo con las revistas del corazón o una obra de Shakespeare puesta a competir en el panel de audiencia de televisión con el Un, dos, tres... plantean situaciones insólitas, problemas que hubieran sido impensables hace sólo 20 años.

Todavía algunos hablan con lícita nostalgia de la vieja polémica entre una cultura de elite y una cultura popular. Este último concepto ha sido ampliamente sobrepasado desde que la cultura popular quedó borrada de las sociedades opulentas en favor de la llamada subcultura. No hay que engañarse sobre lo popular en aquel concepto de cuño tan reciente. La subcultura es un fenómeno dirigido; por tanto, coercitivo. La diferencia entre un botijo mixteca y los engendros narrativos del tipo Dallas reside, sencillamente, en que en estos últimos se da uno de los primeros casos de cultura popular en que el pueblo no ha tenido la menor oportunidad de intervenir. Llegamos a la colectividad pasiva frente a los mitemas que la representan. Llegamos también al desconcierto supremo de la sustitución de destinatarios. A la figura clásica del lector se opone hoy la del hombre-fascículo, si se me permite el término. Y entramos ya en las asambleas del hombre-vídeo, destinado a permanecer.

Pero volvamos al principio del artículo: mientras la cultura de la hamburguesa y la cultura del prestigio compiten en las mismas estanterías, en los mismos quioscos, las firmas dedicadas a meditar, especular y, en fin, masturbarse sobre la cultura continúan en el retraso permanente de su esoterismo (aburrido a veces, incomprensible siempre). Que algo se ha ido agotando, esterilizando en el largo camino, es evidente... ¿Quién hace que la cultura sea, en último instante, un Sésamo que se cierra, pero no se abre? Los miembros de la llamada tribu tienen, una vez más, el secreto en sus manos. Lástima que continúe siendo una tribu de antropófagos.

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