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De ilusiones, con perdón

Quizá uno de los síntomas de normalización del sistema democrático esté en que en la calle cada vez se habla menos de política como una abstración o una filosofía y cada vez más de la incidencia de esa política en nuestra cotidianeidad, en nuestros recursos, en nuestras perspectivas de futuro. La gente empieza a saber que en las próximas elecciones, sean éstas adelantadas o en la fecha prevista, votar a éstos o votar a los otros supone elegir no sólo entre ideologías diferentes, sino también sobre hechos y resultados palpables. La política española ha descendido desde el olimpo al infierno de la realidad. No es malo que así sea porque va a obligar a que los programas electorales se ciñan a los problemas. El rodaje democrático ya ha pasado con el rubicón de la famosa alternancia. Si por los hechos se conoce a las personas, ahora ya se sabe de casi todos los políticos a quién se vota. Como de aquí a que se abran las urnas no parece que vaya a haber grandes descubrimientos, el ejercicio del poder ha empatado a los políticos en liza. De hecho, todos los grandes partidos en competición, salvo el PCE, si es que queda algo de él para entonces, han detentado de una u otra manera el poder. Simplificando por la personalización, Felipe González, Manuel Fraga, Adolfo Suárez y Miguel Roca (por la parte que le toca, que no es poca, al pertenecer al partido gobernante en Cataluña) son hombres que encarnan opciones políticas verificables y juzgables por el electorado. Lo que supone que el margen de demagogia teórica al que siempre tienden y tenderán los partidos tiene un considerable coeficiente de reducción. Un objetivo paso adelante, sin duda.En ese contexto se entiende muy bien que los socialistas hayan empezado a endulzar algunos aspectos de su política, especialmente la económica, de cara a las urnas. No es ningún pecado atraerse el electorado con medidas más populares que las efectuadas hasta ahora, y que, no obstante su dureza, había que hacer.

Estaba más o menos previsto que en la segunda parte de la legislatura, y de cara a la siguiente cita electoral, el PSOE aflojase las riendas de la reforma. Lo que era más difícil de imaginar, sin embargo, es que ésta se confundiese con unos cuantos retoques modernizadores y cierto fragor, con más ruidos que nueces, legislativos. La culpa, evidentemente, no es sólo de los socialistas. La incapacidad política de la derecha, y muy a menudo su hipocresía histórica, que alcanza grados de cinismo realmente inigualables, para asimilar cualquier tipo de reforma por muy modesta que ésta sea (ley orgánica del Derecho a la Educación y ley de despenalización de aborto, entre otros muchos casos), junto a la medrosidad real, ya que no verbal, del PSOE, han bloqueado las expectativas del cambio por el que votaron más de 10 millones de españoles. La cuestión no está en preguntarse quién tiene la mayor parte de la culpa de este parcial fracaso, si el PSOE, que no supo aprovechar el tremendo impulso de su victoria en las urnas para abordar en profundidad las reformas, o la cerril negación de sus opositores y de los corporativismos a cualquier cercenamiento de una parte de sus intereses. En cualquier caso, está claro que los socialistas no midieron bien las resistencias ni, en algunos campos, sus capacidades. Y enfrente de ellos, la oposición jugando, con todo tipo de triquiñuelas, a ser el perro del hortelano.

Así las cosas, las elecciones pueden plantearse en un clima de frustración poco adecuado para la vitalidad democrática. Las claras concesiones socialistas no han sido apreciadas ni agradecidas por la derecha, que, como es tradicional en ella, siempre se mueve en el terreno del totalitarismo globalizador. No hay nada más esperpéntico que ver a la derecha española dando lecciones de moral y de libertad. Digamos de paso que la tendencia socialista a la chapucería y a compensar sus concesiones fácticas con el pedante exhibicionismo de nuevos ricos del poder (tanto en el terreno verbal como en el de muchas actitudes) ha brindado a la oposición más de una gratuita arma. Pero el caso es que, entre unos y otros, la casa se ha queda-

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do sin barrer. Y así, un éxito de resonancias históricas como es la plena incorporación a Europa se diluye ante el actual espectáculo de una reforma varada, con alguna que otra marcha atrás, en el conformismo de que lo hecho es mucho..., pero que no se ha sabido vender. De modo que casi hay que descansar para no tensar más la cuerda. Y es cierto que la cuerda se ha tensado, pero no por el radicalismo gubernamental, sino por la total intransigencia de la derecha ante cualquier retoque de lo establecido. Si como ejemplo basta un botón, ahí está el último espectáculo protagonizado por una parte de la judicatura y el posterior retroceso de las pretensiones iniciales de los socialistas.

Sin fecha todavía predecible, la cinta de salida hacia las elecciones se ha roto. Entramos en un nuevo período bastante ligeros de equipaje y con un mapa político abocado al bipartidismo y la perpetuación del voto útil. Y sin alternativa. En eso no cabe engañarse. Dada la configuración sociológica que reflejan las encuestas, entre un PSOE moderado, por mucho que se arrope en su famosa prepotencia, y una derecha ostentosamente cerril, que se emborracha con la no despenalización del aborto, está claro hacia dónde va a inclinarse la mayoría del electorado. Y eso es lo peor de lo que le pasa al PSOE: que una parte de sus méritos no le son propios, sino por añadidura de los errores ajenos; lo peor porque dentro de ese esquema se pueden ganar unas elecciones, y dos, y quizá hasta más. Pero es muy difícil abordar ese cambio que tuvo el 22 de octubre de 1982 su primera y quizá última oportunidad. En las próximas elecciones los españoles vamos a votar sólo a políticos, no a ilusiones. Lo cual tiene, sin duda, su lado positivo. Ya conocemos a todos, y todos conocen el poder.

Pero muchos españoles van a acudir a las urnas con la triste sensación de que les han robado algo. La alusión al título de Capra es manida y hasta cursi, pero en este caso no superflua. En política, de ilusión también se vive. Con perdón.

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