El espectador y el espectáculo
Hubo un tiempo en el que se aceptó sin más ni más que el fútbol constituía el panem et circenses del régimen inmediatamente anterior, el régimen del general Franco Bahamonde. Se suponía que la revolución popular era algo así como la inevitable secuela del Estado tiránico, y se admitía toda una gama de premisas ad hoc destinadas a ensamblar, por un lado, la dictadura con el monopolio capitalista semisalvaje y a predecir, después y por el otro lado, la inevitable caída de ambos gracias a las leyes por las que se rige la historia, mal que le pese. El fútbol, como consecuencia inmediata, era el responsable de que tal restablecimiento de la justicia universal pudiera por fin producirse. La fe de no pocos intelectuales en el triunfo de la justicia es tan conmovedora como extraña, a poco que pueda uno echar un vistazo a los manuales en los que se cuenta la historia de los pueblos y sus tiranos, pero al menos en este caso había un culpable de quien echar mano para evitar la incómoda tarea de tener que revisar, una a una, todas las teorías.Sé bien que, al final y de todos modos, habrá que hacerlo, porque el general descansa en su tumba y confiado en la perpetuación de sus herencias, y eso, sin duda alguna, ha hecho cambiar no pocas cosas. Estamos en el Mercado Común, ¡ya era horal, y el Barça consigue ganar la Liga, ¡ya era hora.'; pero el papel del futbol no cambia demasiado entre nosotros. Obsérvese que jamás se había producido tal despliegue de triunfante dialéctica ante un final de la Liga española que, por añadidura, estaba cantado desde hace ya no pocas semanas.
El fútbol no parece ser el producto de una extraña maniobra dentro de lo que Popper llama, no poco irónicamente, la teoría conspirativa de la sociedad. No nos engañemos: ni hay proyectos maquiavélicos para descargar el radicalismo político en los árbitros, ni tampoco sustitución del programa anarquista de la ruina de los dioses, las patrias y los reyes por el cuidadoso examen de la tabla de clasificaciones en puntos reales y positivos. Quizá fuera demasiado el esperar tales cosas de un régimen que, a la hora de elaborar planes de desarrollo, acabó inventándose, por ejemplo, el Campo de Gibraltar.
Pero si la revuelta -que ni siquiera confusa- ceremonia del fútbol no obedece a propósitos demiúrgicos conocidos y aun convenidos, todavía deberemos preguntarnos sobre cuál es su sentido y su orden y concierto. Algunos deportes tienen fácil acomodo en su tempus ideal para las retransmisiones por televisión: así el baloncesto o el norteamericano baseball, o hasta pudiera ser el que golf, si quienes dirigen las tomas y las retransmisiones conocen bien su oficio. Nada de esto vale, sin embargo, para un deporte en el que su teórica función -la de conseguir goles- resulta algo punto menos que insólito, algo azaroso y secretamente clavado en el desánimo de los espectadores. Ante el cúmulo de inconvenientes que se presentan para poder aplicar al futbol la consideración de espectáculo se ha venido utilizando, con frecuencia y alternativamente a la teoría conspirativa, otro mecanismo psicologista ahora algo más sofisticado: el de las pasiones derivadas. La política se muda en psiquiatría y el aficionado para de ser un terrorista en ciernes a ejercer de psicópata ya realizado, pero con posibilidades de descargar sus fobias en el tendido. Desde luego, la explicación resulta punto menos que inevitable si le damos la vuelta al argumento y pretendemos entender no el porqué del fútbol en sí, sino la conducta de hecho de unos ciudadanos abandonados a su suerte, a su cigarro puro y a su tribuna. Por desgracia, es éste un argumento reduccionista, ya que tan sólo de una mínima parte de los afectados por la locura del final de la Liga se sabe que haya pisado regularmente -y ni aun de uvas a peras- un campo de fútbol. Sin duda, la mayoría de los que acuden a presenciar los partidos llevan a cuestas la se-
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creta esperanza de ver perder al otro, aunque es bien cierto que con todos ellos no se construye el carnaval.
¿No estaremos llegando a un callejón sin salida? Si la sociología política y la psicología del comportamiento anormal tiran la, toalla, quedan ya pocas fórmulas de aplicación al fenómeno, como no sean los sofisticados sistemas de comprensión empática que tan de moda están hoy entre los etnometodólogos. ¿Qué decir, pues, del espectador amarrado a la pantalla de su televisor y en todo ajeno al fenómeno de masas del estadio? Sin duda ha sido afectado en toda su visión del mundo por las peleas entre los clubes de fútbol y los mandamases de Televisión Española, pero, a menos que también eso sea un programa consciente de deshabituación, algo así como una terapia dura para acabar con el mono del fútbol, un futuro acuerdo para retransmitir de nuevo los partidos volvería a dejar las cosas no más que como estaban antes.
Si las explicaciones alternativas fallan, habrá que volver el espectáculo del fútbol en sí. Pudiera adornarse con la proyección nacionalista, si así se quiere, o con la descarta de adrenalina por vía vicaria, en otro supuesto, pero nada de eso afectaría a otros deportes también señalados con banderas y colores y nombres entrañables. La consecuencia que se deriva es que el fútbol tiene algo más. Quizá fuera mejor decir que los espectadores del fútbol tienen algo más: tienen el paladar refinado de un connaisseur capaz de conformarse con el aroma de un vino sobrevolando sobre una salsa que adorna levemente un plato incomestible y asqueroso. Es grave emocionarse con un pase de Butragueño al espacio libre, aunque nadie del equipo se encuentre en disposición de entender tan sutil estrategia. Con los toros pasó algo parecido y la fiesta nacional llegó a adquirir carácter de fenómeno literario. Quizá el fútbol pudiera llegar a tal gozoso extremo y es lástima que estén a punto de hacerlo desaparecer.
Copyright Camilo José Cela, 1985.
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