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Tribuna
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'La tercera ola'

Tras una larga y penosa odisea, cientos de pequeños comercios madrileños han echado su clásico cierre ondulado, las casquerías se convierten en pubs y los uItramarinos y coloniales naufragan ante la macroamenaz a de los hípermercados. La reconversión se cobra sus víctimas en las filas casi decimonónicas de estos establecimientos y sustituye a la amable detallista del papel de estraza y el lápiz en la oreja por la despersonalizada oferta de las estanterías vigiladas por el ojo inquietante del vídeo.Pero no todas las puertas están cerradas: comercios de nuevo cuño inundan las esquinas y se introducen el mercado con estrategias modernas, adecuando sus contenidos a los envases a la moda. Del artesanal puesto de pipas a la funcionalidad de los carolines y establecimientos afines hay una distancia casi galáctica, aunque los productos expuestos a la voracidad de los infantes sean básicamente los mismos; en estas sofisticadas dulcerías los niños aprenden los rituales básicos de la compra, en esta reducción a escala del hipermercado los catecúmenos descubren el placer del "sírvase usted mismo" y aprenden a calcular sus recursos, antes de enfrentarse a la báscula inmisericorde en la que insobornables números digitales marcan al céntimo las cifras. El placer y la pedagogía caminan de la mano entre los cestillos repletos de dulces tentaciones envueltas en papeles multicolores.

Otro gremio que ha sabido mantenerse al día ha sido el de los panaderos, que han vuelto a descubrir el componente artesano de su profesión; ya no se inauguran tahonas, hornos o despachos, sino boutiques del pan, palacios y galerías de arte en cuyos escaparates figuran obras fundamentales de la vanguardia panificadora, hogazas con relieves de plavas y palmeras, guirnaldas de candeales espigas y floripondios de un extremado barroquismo que demuestran hasta qué punto hilan fino los anónimos artistas del horno. La diversificación del sector produce también croissanteries, briocheries, tarteries y otros afrancesados templos en los que se expenden infinitas variedades confeccionadas con el soporte humilde de la masa.

Pero el paradigma definitivo de la reconversión comercial está sin duda en los videoclubes, que se multiplican vertiginosamente. Estos locales son algo más que meros establecimientos de alquiler de películas, se han convertido en lugar de encuentro, tertulia y comunicación vecinal; niños y adultos recorren pausadamente los estantes, comentan en voz alta las incidencias de los filmes, recomiendan o sancionan y se enfrentan públicamente a otros miembros de su propia familia para seleccionar determinadas cintas.

Los 'betas' y los 'uveacheeses'

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El propietario del comercio se convierte en crítico cinematográfico y mentor de su clientela; de su tacto como psicólogo dependerá a veces la armonía de una familia numerosa enfrentada ante las diversas opciones. Los niños se aferran a sus dibujos animados, los adolescentes a los filmes de aventuras y breakdance, las madres suspiran por el melodrama y los cabeza de familia se inclinan por el cine "no familiar".

Pero hay una fisura indeleble en la aparente armonía del videoclub, una línea de demarcación que enfrenta a dos clases irreconciliables, los betas y los uveacheeses, tribus condenadas a la endogamia y al intercambio clandestino de casetes, etnias hermanas destinadas a llevar existencias paralelas por la tiranía de las multinacionales del ramo.

Todos ellos los viernes, tras las correspondientes razzias en los establecimientos de chucherías, boutiques panificadoras y videoclubes, se encierran entre las cuatro paredes de su cubículo para devorar con fruición los víveres acumulados para el disfrute del cuerpo y del espíritu como auténticos europeos, aislados en sus, impenetrables bunkers protegidos por alarmas electrónicas, a salvo de cualquier intromisión exterior, preparados para afrontar largos peridos de incomunicación con el mundo exterior cuando Felipe Mellizo, sin modificar su rictus estoico, comenta la noticia del inminente Apocalipsis.

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