Redescubriendo el Amazonas
He leído que Jacques Cousteau, hombre admirable para mí porque, como Tor Heyerdhal, sabe combinar aventura y ciencia, ha iniciado una nueva investigación en el Amazonas. Lo que me extraña es que no hubiera ido antes. Si hay un lugar de la Tierra donde el amante de la naturaleza tiene una cita es en esa zona de 4.800.000 metros cuadrados, es decir, entre nueve y diez veces la superficie de España.Tuve la suerte de bajar por ese río hace años en un barco -el Lindblad Explorer- cuyo tamaño, un cascarón de nuez, no tenía la menor relación con el precio del pasaje. La razón era que se trataba de un viaje sofisticado, hecho a la medida para turistas mayores de edad a los que hace bostezar la alusión a Moscú, a Islandia y aun a Nepal, y, además, al tratarse de una excursión cultural, los pasajeros teníamos que pagar el puesto de un especialista en peces, otro en pájaros, otro en ecosistemas, etcétera, para que nos informaran debidamente de lo que íbamos presenciando.
Tardamos tres semanas en el viaje partiendo de Iquitos, Perú, tocando levemente Colombia y con Brasil a ambos lados del río en el resto. El barco se detenía a las seis de la mañana y a las seis de la tarde para que las lanchas de goma (los zodiacs) se desplazaran por el interior de algunos de los numerosos afluentes del Amazonas adentrándonos en la selva por el único camino abierto al hombre. Luego, en las veladas, los especialistas ponían nombres y apellidos a las imágenes que traíamos en las pupilas y en los oídos. La abundancia de vida animal era tan grande que cualquier pregunta quedaba ridículamente corta. "¡He visto un buitre!". ¿De qué clase? Hay cinco familias de buitres en el Amazonas. "Yo, un periquito". ¿Cómo era? Existen 16 familias diferentes. "¿Y el tucán de ancho pico?". Seis clases distintas. Y entonces nos disparaban la cifra escalofriante: en el Amazonas se encuentran 4.300 especies de pájaros, la mitad de todas las del mundo.
Una gozada para el científico y aun para el simple turista al que en algunos casos históricos movieron otros alicientes que el estético. Como en el caso del primer cronista que por aquí pasó procedente de Europa, fray Gaspar de Carvajal, acompañando a Orellana, descubridor y padrino del río (le puso el nombre por las indias guerreras que creyó ver). El buen cura, al mencionar los papagayos, dice: "Los indios los suelen tener por placer en sus casas o para pelarlos y servirse de las plumas; y nosotros los queríamos para la olla".
También se ven delfines. ¿Delfines fuera del mar? Pero es que esto es casi un mar. Se crea con la unión del Marañón (de maraña, por la de los ríos que se entremezclan) y el Ucayali, y desde entonces, llamado ya Amazonas, baja durante 6.400 kilómetros; cuando llega al Atlántico, irrumpe con tanta fuerza que a 160 kilómetros todavía puede encontrarse agua dulce. Lo dice Carvajal y lo repite cualquier marinero de hoy cuatro siglos y medio después. El tiempo no pasa en el Amazonas. Yo he comprado en un pueblo ribereño pedazos de terracota con dibujos grabados que ya menciona el fraile del siglo XVI y que seguramente proceden de un gigantesco y oculto depósito de tiempos prehistóricos.
Viajamos viendo continuamente la selva a ambos lados. Por cierto, ¡qué estafa esa selva! Resulta que su frondosidad sólo es aparente. Lo que creíamos que era la reserva ecológica y de oxígeno del mundo se sustenta en una mínima capa terrestre que a veces alcanza sólo 20 centímetros. El engaño obedece a que los árboles gigantes tienen raíces aéreas en vez de subterráneas, raíces que se enlazan con las de los árboles vecinos formando una cúpula que alberga, gracias a la protección contra el sol fuerte y la lluvia torrencial, a los animales antes mencionados y a infinitas especies vegetales.
Por eso, cuando el indio o el blanco quema o tala una parte del bosque para sembrar, deja sin protección esa zona contra las fortísimas lluvias tropicales que arrastran la poca tierra que hay, daño que remata el sol cuando cae sin filtro alguno. Esa leve capa maltratada dará entonces sólo dos cosechas antes de transformarse en tierra calcinada. Así, la colonización trashumante deja tras de sí una hilera de desiertos y el futuro de Amazonia -un futuro lejano, por su extensión, pero fatal- está sellado.
Y en medio de la infinita selva, de la infinita masa de agua, la curiosa y extraña ciudad de Manaos, protagonista de la más rápida ascensión y decadencia que urbe alguna ha tenido en la historia de la humanidad. El descubrimiento del caucho, cuando el siglo XIX empieza a rodar sobre vehículos de ruedas, significa que una pequeña población en el centro de la América del Sur se enriquezca de forma impresionante. Los cosecheros descubren que tras comer, beber y hacer grandes y lujosas casas con piano de cola incluido les falta la cultura y la buscan en la faceta fastuosa en la que el patio de butacas resulta tan brillante como el escenario. Me refiero a la ópera. Y tras levantar un incongruente edificio de mármoles italianos y maderas canadienses en el fin del mundo, contrataron a los más famosos cantantes que al principio se echaban atrás horrorizados... "¿Manaos? ¿En medio de la selva?" ... Y luego se inclinaban hacia adelante con gesto amable. ¿Cuánto ha dicho usted que ofrece?". Caruso, la Melba, la Malibrán cantaron donde poco antes sólo se oía a los pájaros. Luego seguían las grandes fiestas en las casas particulares con manjares y vestidos traídos de París y Londres.
... Hasta que un día el Reino Unido, preparándose para una posible guerra motorizada, se preocupa ante el hecho de que el monopolio de una producción tan importante se encuentre en sitio tan poco seguro. Un enviado del Gobierno inglés, Wickhaus, llega a Manaos, roba unas semillas y las lleva a Malasia, donde el clima acoge y hace florecer rápidamente el nuevo árbol. La competencia fue mortal. En 1906, Brasil vendía el 99% del caucho del mundo. En 1922, el 1%. La ciudad se hundió moral y físicamente. Desaparecieron el lujo, los bellos vestidos y la ópera. La selva fue royendo de nuevo los bordes de la ciudad que la había desafiado y por un tiempo se pensó que Manaos se convertiría en una urbe fantasma como las que en el Yucatán o en Camboya yacen entre la selva.
No ha sido así gracias a un nuevo caucho llamado turismo. Cada vez hay más gente dispuesta a buscar lo natural, lo auténtico, lo racial, lo autóctono. Nacen los ecologistas, que en política se llaman los verdes. Y gracias a ellos Manaos resucita como centro de una de las zonas más interesantes del mundo al socaire de los vuelos charter... Y del comercio. Porque en una región de montañas agrestes y mínima red de carreteras, el Amazonas ha reivindicado su papel eterno de vía, esta vez para ayudar a grandes movimientos comerciales. La medida del Gobierno brasileño de declarar a Manaos puerto franco y su situación en el centro de este movimiento mercantil aumenta su fuerza económica y, movidos por el nuevo optimismo, sus habitantes reconstruyen incluso la ópera. No será ya lo que fue, claro, pero sigue manteniéndose como un punto de refinamiento en el áspero contorno en que está enclavada (a 300 metros de sus medallones y de sus tapices, los buitres tienen que ser espantados a golpes para que no devoren la carne expuesta en el mercado).
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