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Grandeza y miseria, de Leonardo Boff

Me resisto a pensar que un teólogo líder "de la Iglesia de los pobres", hombre de la confianza del episcopado brasileño, haya sido fulminado por una especie de furor centralista del Vaticano. Tampoco le dejanen buen lugar los que acuden a su sencillez franciscana y a su fe religiosa para aureolar su figura, después de las graves advertencias sobre su libro Iglesia: carisma y poder, que pone en peligro la sana doctrina de la fe. Como si hubiera triunfado en él la fe ciega sobre la inteligencia; como si se hubiera sometido a la represión del poder sagrado que él tanto critica en sus escritos. El caso de Boff no es el de Galileo.Trasladar el conflicto Boff Ratzinger a una película de buenos y malos es la forma más fácil de empobrecerlo, de pensar que prefiere seguir flotando en la espuma evanescente de la popularidad, olvidando el oleaje profundo de las tensiones estructurales que conmueven el universo de la fe católica. La historia de la Iglesia demuestra cómo siempre ha existido una tensión dialéctica entre "lo católico" y "lo cristiano", entre la religión y la fe, entre la realización concreta de la institución (papado, colegio episcopal, sacramentos) y la búsqueda "insaciable cada vez mayor del evangelio". La grandeza de Boff consiste precisamente en haberse enfrentado decididamente con este problema de todos los siglos; y lo ha hecho sin contagiarse del estrabismo que supondría separar su razón crítica de sus reiteradas adhesiones al magisterio de la Iglesia.

El reto secular al que ha acudido el teólogo brasileño se manifiesta hoy con acentos dramáticos, tanto en la expansión de la fe al desarrollarse en culturas regionales características, como al sufrir el embate de las ideologías dominantes: neomarxismo, cientismo, neoliberalismo y sincretismo. El primero desafia a la universalidad del evangelio desde la regionalización de culturas que tienden cada día a ser más conscientes de su peso específico y autonomía. ¿Hasta qué punto es posible encarnar la misma fe en situaciones sociales, culturales y políticas tan diferentes, sin deshuesar los hechos fundantes de la confesión católica? Volveríamos a quedarnos en una visión superficial si redujéramos la tensión a las relaciones de la curia romana con las diferentes conferencias episcopales: con la brasileña, con la holandesa, o incluso con la italiana. Pensar que a medio o largo plazo ese problema puede ser resuelto con "obispos instrumento" de Roma es un planteamiento corto. Tanto Roma como las "regiones católicas" dan pruebas de que ambos polos han de ser tenidos en cuenta. Y lo que está naciendo es un nuevo tipo de relación del centro con la periferia, en el dolor y la esperanza, pero con el mismo firme propósito de reinterpretar y mantener la comunión católica. Boff es un claro ejemplo de ese nuevo tratamiento que asume con rigor la historia del catolicismo abierto al más fiel sincretismo.

El nuevo estilo romano no puede ser comparado seriamente al del antiguo Santo Oficio. Esto tiene especial importancia tratándose de América Latina, continente de potencial católico inestimable. Las observaciones de la Congregación de la Fe se refieren solamente a "ciertas opciones" de un libro de Boff, escrito "en la perspectiva de los problemas de América Latina y en particular de Brasil". Y tocan cuatro núcleos fundamentales de su pensamiento: la estructura de la Iglesia, la concepción del dogma, el ejercicio del poder sagrado y el profetismo. En los límites de este artículo sólo podemos referirnos al planteamiento fundamental que subyace a los cuatro "núcleos peligrosos" del teólogo brasileño. Para él, "el catolicismo significa fundamentalmente una actitud optimista frente a las realidades históricas, una disposición de apertura para asumir formas culturales, tradiciones y modos de vivir, a fin de expresar en ellos la fe cristiana y el evangelio". Boff insiste en que "no hay que huir del sincretismo, sino, por el contrario, hacer de él el proceso de elaboración de la

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catolicidad". "El problema", dice, "no es si hay o no sincretismo en la Iglesia. El problema radica en el tipo de sincretismo que existe y el tipo de sincretismo que hay que buscar".

Respecto a la estructura de la Iglesia, dicho proceso histórico sincretista, identificable ya en los documentos del Nuevo Testamento, no produce la verdad ni la sustituye, sino que se somete a la verdad proclamada por Jesús.

En la segunda cuestión, Boff admite los dogmas, pero arremete contra el dogmatismo, en el que habría caído la praxis eclesial. Roma reconoce el problema de la limitación de las palabras, siempre analógicas. Pero niega que la alternativa al verbalismo inmovilista sea el relativismo. "La permanente necesidad de interpretar el lenguaje del pasado", dice la Congregación de la Fe, "lejos de sacrificar la verdad, la hace más accesible y desarrolla la riqueza de los textos auténticos". Otra grave patología de la Iglesia romana la encuentra Boff en el ejercicio hegemónico del poder sagrado que habría monopolizado toda "producción" religiosa y convertido al pueblo fiel en mero "consurnidor". Roma concede que "existe ciertamente el peligro del abuso. El problema consiste en cómo garantizar la plena participación de todos en la vida de la Iglesia, en su propia fuente, es decir, en la vida del Señor". Otra cuarta tensión, vista por el brasileño, se concreta entre el carisma y el poder en la Iglesia. Roma le recuerda que "el carisma debe cooperar positivamente a la consolidación de la comunión interna". Para ello es necesario que la jerarquía ejerza su función de servicio, no solamente como mera "coordinadora", sino como intérprete genuina en el discernimiento de los carismas.

Boff utiliza el lenguaje de la praxis histórica. Roma se refugia en los elementos esenciales de la estructura eclesial y, desde su afirmación, realiza una lectura de los textos de Boff más esencialista.

Pero hay indudablemente un cambio de tercio. El proceso interno de la Iglesia seguirá produciéndose en esa bipolarización enriquecedora. Las simplificaciones por una y otra parte tendrán que ir cediendo el paso a una comprensión más profunda, en la que Roma aprenda a presidir una cristiandad que cada vez más dejará de ser "eurocéntrica".

Y la recepción de la verdad romana no tiene por qué amordazar la inteligencia, ni ser suplida por improvisaciones, reduccionismos y aventuras mucho más ideológicas que verdaderamente "teóricas". Me resisto a creer que Boff tenga ahora que cerrar el ojo de la inteligencia para ver sólo con el de la fe. Nada ni nadie le exige caer en un tal estrabismo.

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