La histeria de la guerra irano-iraquí
LO PEOR que le puede pasar a una guerra es que quede paralizada, sin objetivos alcanzables, sin que ninguna de las partes considere que ha llegado a un estadio en el que salve la cara dando por terminada la confrontación bélica. Eso es lo que ocurre en el combate que enfrenta a iraníes e iraquíes en las marismas de Majnun, y a lo largo de un frente de cientos de kilómetros en la frontera entre Bagdad y Teherán.La guerra irano-iraquí, iniciada en septiembre de 1980, había llegado a un punto de estancamiento cuando la gran ofensiva iraní, tras la reconquista de Jorramshar, se enfangó en las zonas pantanosas de Majnun. Fue, aquella una tentativa inútil de cortar las comunicaciones entre el puerto de Basora y la capital iraquí, Bagdad, por el nudo de Al Qurnah. La inmovilidad de una guerra de trincheras en la que Irak, con superior fuerza aérea y masivo dispositivo de defensa, bloqueaba cualquier tentativa de penetración iraní obligaba a buscar salidas militares; que arrinconaran a Teherán hasta aceptar una paz de compromiso. Los esfuerzos de Bagdad se dirigieron desde entonces a dañar la capacidad de exportación del crudo iraní por el golfo Pérsico, de forma que la perturbación de su economía forzara al régimen de Jomeini a firmar una paz sin ventajas territoriales.
Con sus bombardeos sobre la navegación petrolífera pretendía Irak forzar a la diplomacia internacional a ejercer todo su peso sobre el régimen jomeinista hasta obligarle a pactar el fin de la guerra. Esa vía de presión se ha revelado insuficiente para torcer la obstinación belicosa de Teherán; de la misma forma, un subproducto de la ofensiva, como habría sido la entrada de Arabia Saudí en la guerra, fuertemente perjudicada por esos ataques, tampoco se ha producido, en la medida en que Riad prefiere mantener su neutralidad aun a costa de pérdidas en sus exportaciones. Y así, no siendo posible la paz, porque no la quiere Teherán, ni la victoria militar, porque Irak es demasiado fuerte para ser derrotado, la guerra se vuelve histérica. Este proceso es el que se ha agudizado en las últimas semanas con la aceleración de los bombardeos áereos contra objetivos civiles por ambas partes.
Las tentativas de mediación, variamente iniciadas por neutrales y potencias próximas a uno u otro beligerante, parecen tener menos probabilidades que nunca de servir para algo. Es preciso, por dramático que resulte para quienes sufren los efectos de esa impotencia fuertemente explosiva, que la guerra vuelva apararse, que la lógica de los atrincheramientos y la impenetrabilidad del Verdun iraquí, como apuntan los observadores militares occidentales, hagan inevitable una paz en la que ninguna de las partes vea realizados sus objetivos militares máximos.
Cuando el presidente egipcio Anuar el Sadat desencadenó la guerra de octubre de 1973, lo hizo no tanto para ganar una guerra a Israel como para remover la situación de estancamiento político en que se hallaban los semitas adversarios. Eso es lo que ninguno de los contendientes en la guerra irano-iraquí está en condiciones de lograr: remover militarmente la batalla para forzar una solución política de la guerra.
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