Las víctimas del 'caballo'
Madre e hija se han enzarzado de nuevo en una fuerte discusión. Pilar Castro sigue creyendo en su marido, Francisco Javier Albarrán, y su suegra no comparte esa esperanza. Los niños, Ainoha y Javier, de cuatro y nueve años respectivamente, no prestan ya atención a los gritos. En una pequeña sala de una modesta vivienda del barrio del Pilar, donde apenas queda espacio para caminar, la familia Albarrán espera que se hagan realidad las medidas de reinserción para los toxicómanos.Pilar, una madrileña de 29 años, se considera afortunada porque encontró hace dos meses un trabajo temporal para limpiar oficinas y portales que le permite sacar a los niños adelante. Ahora, desde que sabe que su marido se ha entregado, vive un poco más tranquila. Durante los cinco meses que Francisco Javier pasó fuera del domicilio conyugal antes de entregarse "vivía con el alma en vilo. Todos los días devoraba en el periódico las páginas de sucesos temiéndome lo peor. Ahora sé que al menos no está en la calle", dice.
La dura convivencia de 10 años de matrimonio, en los que no han faltado los gritos y las amenazas, no ha conseguido borrar la imagen de niña buena de Pilar. "Él intentó rehabilitarse, pero siempre le daban plazos demasiado largos para ingresar en cualquier centro", afirma con voz dulce. "En una ocasión se internó en el Hospital Psiquiátrico Provincial, pero no podía soportarlo, se volvía loco en ese ambiente".
Pilar se enteró de la adicción de su esposo cuando empezó a faltarle el caballo. Para entonces Francisco Javier ya no era el mismo, se había convertido en otra persona. "Al principio, como todos, él pensaba que era Superman y que no le iba a pasar como a los pringados que se enganchan, pero cuando quiso dejarlo ya era tarde", dice. Todo empezó cuando fue despedido de la empresa en la que trabajaba como electricista. Mientras pudo cobrar el paro la cosa se fue aguantando pero luego empezaron los robos y "el no vivir".
Durante el tiempo que permaneció fuera de casa, Francisco Javier vivía a salto de mata, como los delincuentes. Pilar y los niños estaban sin un duro y vivían de los escasos recursos de su madre que percibe una pequeña pensión de viudedad. La familia Albarrán, debido a la escasez de medios, convive con la abuela prácticamente desde que se casaron. "Imagínate lo que he pasado", asegura Pilar, "me encontraba entre dos fuegos".
"De vez en cuando nos llamaba por teléfono y quedábamos en la calle para que viera a los niños", recuerda Pilar. "Una de las veces tuvo que salir huyendo porque vio llegar un coche camuflado de la policía y pensó que venían a por él. Nosotros nos quedamos allí plantados sin poder contener las lágrimas".
Pilar, que trata de mantener a toda costa la alegría de sus hijos, siente a veces una angustia tremenda que nace en el estómago y sube hasta su garganta y que casi le impide respirar. "Si tuviéramos dinero todo sería distinto", exclama.
La larga pesadilla de la familia Albarrán no ha hecho más que empezar. Pilar no ha podido visitar a su marido en Carabanchel por incompatibilidad en el horario de visitas carcelario y su actividad laboral. Un paquete enviado a la cárcel con ropa y comida todavía no ha llegado a su poder.
La noticia de que la Dirección General de Instituciones Penitenciarias construirá en el futuro un centro para reclusos toxicómanos le provoca una sonrisa amarga "porque puede ser demasiado tarde para él".
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