Contrarrevolución sexual
Desde que el pasado año la revista Time advirtió al mundo de que la revolución sexual había terminado, los sociólogos, con sus sondeos y estadísticas, persisten en corroborar que el nomadismo sexual ha pasado de moda en nuestra cultura. El síndrome de Don Juan, bien sea interpretado como erotismo sin fijación o soporte o como homosexualidad latente, se había encarnado en la cultura occidental en una galería de héroes pansexuales, que se extendieron desde Casanova (nacido un siglo después del texto fundacional del donjuanismo de Tirso de Molina) a Goethe, Sade, Landrú y Rodolfo Valentino. Simultáneamente, la iconografía occidental pediría prestada a la cultura musulmana la institución del harén, para convertirlo en omnipresente fantasma erótico masculino, como jardín de mil flores4 perfectamente ilustrado en 1863 por los pinceles de Ingres en la masa de celulitis de su Baño turco. Acaso al pintarlo Ingres pensó en aquel enorme establo formado por 700 esposas y 300 concubinas que se ha atribuido al rey Salomón. El síndrome libertino de Don Juan tendría su contrapunto en el síndrome romántico de Tristán o en el síndrome de Penélope, si se quiere desplazar el sexo y el contexto del mito. Las mujeres han encarnado con menos frecuencia el arquetipo de la sexualidad polidireccional, a pesar de féminas tan memorables como la Carmen de Mérimée y la Lulú de Frank Wedeking, en el campo de la ficción, y de George Sand y de Ava Gardner en la vida real. Al fin y al cabo, la deflación de la virginidad, considerada como capital erótico, ha sido un fenómeno posterior a la II Guerra Mundial, ligado al nuevo estatuto sociolaboral de la mujer, al crecimiento de la tasa de divorcios y a los nuevos métodos anticonceptivos.En realidad, la entronización del nomadismo sexual como modelo erótico positivo fue obra de las revueltas juveniles de 1968, cuya explosión libidinal se extendió desde Berkeley a París bajo el famoso lema de prohibido prohibir. La utopía de la sexualidad polidireccional fue entonces una reivindicación antiautoritaria, negadora de las claudicaciones que conlleva el matrimonio burgués. Con el nuevo planteamiento libertario, la libido occidental se desplazó desde la afectividad Pasa a la página 12 Viene de la página 11 como cualidad erógena hacia la gratificación derivada del poder sexual, medido en términos de cantidad de amantes. El harén imaginario se hacía así realidad, sin tener que transitar por el incómodo protestantismo mormón. Antes de que esto sucediese, Kinsey había explicado la promiscuidad sexual (especialmente masculina) en razón de la curiosidad, del deseo de comparar anatomías genitales, técnicas eróticas, etcétera. Ésta es una explicación inquisitiva. La otra explicación es la pulsión acumuladora o coleccionista, tan en consonancia con la ética capitalista de la sociedad de consumo, que entroniza el valor de la cantidad sobre el de la calidad. La figura del coleccionista erótico había sido evocada con originalidad por el cine en vísperas de la convulsión de 1968, primero por William Wyler, en El coleccionista (1965), con Terence Stamp, y luego por Eric Rohmer, en La coleccionista (1967), con Haydée Politoff. Es, a lo que parece, un signo de la modernidad sexual y que es patrimonio de ambos sexos. Las famosas groupies que acompañan a los conjuntos musicales en sus giras constituyen así una nueva versión de las jubilosas indígenas de Tahití en la era de la guitarra eléctrica. Pero nos dicen que con la posmodernidad ha llegado el recato y una nueva valoración positiva de la virginidad, del romance y de la fidelidad. El nomadismo sexual ha dado paso a la estabilidad afectiva. El famoso informe de la revista Time, publicado en abril del año pasado, intentaba indagar en las razones profundas del extendido cambio de actitud advertido entre la juventud norteamericana, especialmente entre los estudiantes y los cuadros ejecutivos. Y lo sorprendente radicaba en las dos razones fundamentales descubiertas por la indagación. La primera es la crisis económica, cuyos imperativos favorecen las relaciones estables y ordenadas en lugar de las más costosas aventuras promiscuas, propias de épocas de despilfarro. Y la segunda se localiza en el miedo a las enfermedades venéreas, y especialmente al herpes genital, cuya propagación en Estados Unidos ha alcanzado unas dimensiones epidémicas sin precedentes. Como puede comprobarse, ambas son razones tremendamente utilitarias y prosaicas, despojadas de todo idealismo. Pero la segunda razón revela además una curiosa contradicción que no puede pasar inadvertida. Si las enfermedades venéreas se están extendido con un empuje desconocido en las últimas décadas, será porque la permisividad y la promiscuidad sexual están aumentando espectacularmente en el tejido social. Con su elocuencia estadística, este dato atempera las dimensiones de la cacareada contrarrevolución sexual. Es verosímil que la contrarrevolución sexual aparezca como un nuevo modelo emergente y como un nuevo ideal en la moralidad de las clases medias occidentales, en la era conservadora de Reagan y de lady Thatcher, como reacción pendular contra la permisividad heredada de 1968. Pero en las consultas de los urólogos y de los ginecólogos no se ignora que la promiscuidad sexual sigue siendo una de las señas de identidad más llamativas de la modernidad en la sociedad posindustrial.
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