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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Modernizar o revolucionar la justicia / 1

Más de 15 años en el ejercicio de la función de defensa, en contacto vivo y directo con el conflicto humano y la marginación propia de la delincuencia social; siete años de trabajo diario en el órgano rector de la abogacía española, y la vivencia cotidiana en el gobierno del poder judicial, ya en su recta final ! me permiten -yo diría que casi me obligan-, al hilo de esta triple experiencia, formular a modo de síntesis cómo entiendo la justicia y cómo veo el poder judicial.Me mueve a ello mi preocupación por una dinámica de acoso y tensión crecientes, que podrían constituirse en una vía de agua capaz de deteriorar e incluso destruir el sistema democrático, que se inicia tras la muerte del general Franco y que se construye pacífica e ilusionadamente con la vigente Constitución, punto de esperanza para cuantos la compartimos, y confiamos en que la democracia sea ya en España un hecho históricamente irreversible. Creo con humildad que podemos entre todos perder el pulso político si ignoramos que la Constitución de 1978 judicializa el Estado, potencia la independencia del poder judicial y define el Consejo General como órgano de gobierno de uno de los tres poderes formales de aquél, creando con este diseño la institución que tiene la función de dirigir la política judicial. La primera dificultad aparece cuando surge la necesidad de romper una inercia secular de postergación de la justicia, entendida ésta en su globalidad, por una devaluación arraigada en nuestra historia merced a una variada literatura que resulta ocioso recordar aquí por estar en el ánimo de todos.

¿Un error constitucional?

¿Se ha cometido un error constitucional al redactar el capítulo del poder judicial y su órgano de gobierno? Creo rotundamente que no. Ocurre que, al producirse el ulterior desarrollo de la Constitución, el Consejo es el obligado a definirse, y tiene ante sí dos claras alternativas: nacer con vocación de una simple Dirección General de Justicia, más o menos ilustrada, o asumir los riesgos de su propia potenciación, impulsando con ella al poder judicial, es decir, al orden jurisdiccional encargado, por pura. y elemental definición doctrinal, de hacer efectivo el Derecho tras producirse el conflicto, tutelando y aplicando aquél desde la ley de leyes hasta el más modesto reglamento. El Consejo opta por la segunda alternativa y, pese a su composición, calificada de mayoritariamente "conservadora", tan pronto se constituye, comparece ante la opinión pública con una declaración de principios, entre los que destaca su identificación inequívoca con el nuevo orden constitucional y con la promoción y defensa de los derechos humanos; continúa en comunicados públicos de parecido signo, entre los que cabe resaltar el de la trágica tarde del 23 de febrero cuando, secuestrados los otros poderes del Estado, se identifica de forma unánime e inequívoca, y en el momento más difícil, con la Constitución y la Corona.

Habría que averiguar las causas de que tales gestos aparezcan prácticamente silenciados por la clase política y apenas trasciendan a la sociedad. Por contraste, lo que sí tiene un eco estridente es el comunicado en el que, en defensa de la independencia de jueces y tribunales, el Consejo, refiriéndose al Ministerio del Interior, habla por primera vez de poder a poder con el Gobierno de la nación. Este hecho tiene diversas lecturas: para unos, es factor desestabilizador; para otros, la normal y aislada discrepancia, o incluso tensión, entre poderes, fenómeno lógico en una democracia que se basa en la propia división de los mismos.

Ahora bien, el episodio no se agota aquí. Este es el punto o momento de alarma que explicará comportamientos posteriores: el Gobierno afectado expresa intramuros el error de la creación del Consejo, y yo me aventuro a suponer que similar preocupación causaría tal gesto tanto en un Gobierno de izquierdas, como el que hoy tan legítimamente ostenta el poder, como en un eventual Gobierno de la derecha. Se produce entonces un punto de inflexión por parte del Consejo, que ralentiza su pulso de actuación política, aun cuando continúa trascendiendo sus cometidos formales, potenciando la transparencia informativa y la autocrítica, para que el pueblo español sepa la justicia con la que cuenta en cada momento.

En esta misma línea, el Consejo se acerca a la sociedad española, incluso en los niveles de enseñanza primaria; fomenta la formación del colectivo judicial a través de convenios-marcos con la Universidad y de seminarios y frecuentes jornadas de estudio; profundiza las relaciones institucionales con todo el entorno de la justicia, con el ministerio fiscal y el Defensor del Pueblo, y potencia los contactos con distintos organismos del mundo judicial internacional que culminan en un estudio sobre el Derecho Comunitario Europeo.

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No obstante, por la concurrencia de mecanismos endógenos y exógenos, el Consejo siente -o, al menos, presiente- el acoso y entra en el campo del miedo al riesgo, a continuar realizando aquella política judicial, entendida como política de Estado, que fuera su signo de los primeros tiempos.

Este fenómeno lo interpreto en el sentido de que, en la dictadura, la justicia se encuentra colectivamente sometida, y en ocasiones incluso sumisa, al poder ejecutivo. Sin embargo, los jueces, individualmente considerados, salvo excepciones que confirman la regla general, en su específica función de juzgar, sin la experiencia de necesarias conversiones políticas, dan una prueba de eticidad e independencia posiblemente más alta que la que puede ofrecer el estamento judicial de los países de nuestro propio mundo de cultura, formado por democracias definitivamente consolidadas.

La condición del juez

El juez español, por su condición de jurista, que soporta la soledad de su función decisoria, imbuido en el principio de legalidad, se encuentra más confortable en un Estado de Derecho, con su repertorio de garantías, que en un sistema autocrático. Sin embargo, la dignísima condición de funcionario le sitúa psicológicamente en una posición de mínima estabilidad económica; esta circunstancia y su propia extracción sociológica le apartan inevitable e inconscientemente de planteamientos revolucionarios. La revolución, no lo olvidemos, se hace en las fábricas, en sectores de la cultura, en la Universidad, en las cárceles, pero no en lajudicatura. Al juez español, al que se califica como claramente conservador, le bastaría con acatar la Constitución y los principios y leyes que la desarrollan, para su recta aplicación, pero creo que iba dado en general muestras de que también la comparte.

Aun cuando no ignore actitudes democráticas y de compromiso de un sector de la judicatura en la última etapa del régimen anterior creo que en la hora presente pueden contarse con los dedos de las manos los jueces que por la izquierda sostienen a diario planteamientos revolucionarios, al igual que por la derecha indicaría igual o parecido número de aquellos que puedan sostener planteamientos totalitarios y hostiles a la legalidad constitucional. Las diferencias entre las distintas tendencias asociativas son más de detalle que de fondo; quizá no perciben que son muchas más las cosas que les unen que aquellas que les separan.

No se confunda, por tanto, a la opinión pública, ni sacralizando a la justicia ni extrapolando los planteamientos de sus naturales y legítimas tendencias, como cortinas de humo; tampoco con la dialéctica diaria de jueces de derechas y de izquierdas, con disquisiciones doctrinales sobre si juzgar es una función o un poder, con la polvareda de eventuales corrupciones. En todo caso, la justicia es, con mayúsculas, un servicio al pueblo español del que la misma semana, y esto sí que debe calar en lo más hondo de la sensibilidad de nuestra clase política.

Aquí está, a mi juicio, el verdadero nudo gordiano para entender que en un puntual conocimiento del mundo del poder judicial y de su entorno se encuentra el soporte básico de la consolidación o, por el contrario, de la crisis del nuevo Estado de Derecho. Cuando se analizan con rigor eventuales corrupciones en esta área de poder, se cumple con uno de los más bellos cometidos de la democracia, que es la transparencia, pero, ignorando que la corrupción existe en ella como excepción a la regla general de su probidad; extrapolando su verdadera dimensión, y fomentando el escándalo, estamos creando el clima gravísimo del desencanto del pueblo, desacreditando una institución básica del Estado de Derecho, cuando no contribuyendo al acoso dejueces y tribunales y de su órgano de gobierno; en definitiva, desmantelando una parte de la misma sociedad.

Gonzalo Casado Herce es abogado y vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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