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Morir en el 'metro' de Nueva York o la libertad americana

Sucedió en un vagón del metro en Nueva York, dos días antes de la Nochebuena. Cuatro muchachos negros rodearon a un hombre alto, delgado, rubio, de nariz aguileña, exigiéndole, amenazadores, cinco dólares. "Cinco dólares para cada uno", respondió impertérrito el interpelado, sacando, en vez de la cartera, un revólver de una cartuchera oculta y disparando a bocajarro sobre los sorprendidos asaltantes, hiriendo a los cuatro, a dos incluso por la espalda, alcanzados en la huida. Tres de ellos, levemente; el cuarto, Darrell Canbey, de 19 años, se encuentra todavía en coma y si logra reponerse quedará paralítico. En el torbellino que siguió al incidente, el hombre que había sabido defender a balazos su dinero logra escabullirse. De 40 testigos presenciales sólo tres estuvieron dispuestos a describir a la persona que disparó a quemarropa sobre los cuatro muchachos negros. El retrato robot que con estas informaciones confeccionó la policía se convirtió para una buena parte de la población neoyorquina en el de un héroe que supo dar la respuesta adecuada "a la ola de criminalidad que nos invade". Después de nueve días de ocultarse, el autor de los disparos, reconfortado con su popularidad, se entrega voluntariamente a la justicia. El traslado a Nueva York se efectúa con las medidas de seguridad que acompañan a un jefe de Estado. Según una encuesta realizada en estas fechas, el 86% de los americanos está enterado de estos hechos, tomando vehementemente partido a favor o en contra del detenido. Rara vez un ciudadano ha alcanzado tanta fama en menos tiempo.Son muchas las personas dispuestas a pagar la fianza de 50.000 dólares que pide el tribunal para conceder la libertad condicional. Se organizan colectas populares para recabar fondos para su defensa. El acusado no acepta ayuda ajena y paga la fianza de su bolsillo. Después de cinco días en la cárcel, vuelve a su apartamento de la Avenida 14. Montones de abogados, incluso entre los de mayor prestigio, se esfuerzan por conseguir el caso. El procesado elige a un abogado conocido, Joseph Kelner, que también ha sido víctima de un asalto callejero. Los periódicos se ven invadidos por una oleada de cartas, la mayor parte a favor del acusado. En una publicada en el New York Times puede leerse: "Bernard Hugo Goetz me ha devuelto el orgullo de ser americano, varón y blanco. Por fin podemos volver a andar con la cabeza alta". Tres semanas más tarde, el jurado deniega la acusación fiscal de lesiones graves y tenencia ilícita de armas, reduciéndola a este segundo delito, el único por el que será juzgado. El alcalde de Nueva York, Ed Koch, lo considera "un juicio salomónico"; no en vano nos encontramos en un año de elecciones municipales, y Estados Unidos es una democracia. El presidente Ronald Reagan, en la primera conferencia de prensa que realiza después de su segunda toma de posesión, comprende la reacción de los que se sienten amenazados por tanta criminalidad, pero también afirma que "nuestra civilización se derrumbaría si la gente se tomase la justicia por su mano". El presidente ya no puede ser elegido para un tercer período.

¿Quién es este nuevo héroe americano que ha convertido en realidad lo que ya fue ficción cinematográfica? Bernard Hugo Goetz es un neoyorquino de origen alemán. Su padre, ingeniero y casado con una mujer judía, tal vez huyendo del antisemitismo ambiental, emigró a Estados Unidos en 1928. No le fueron mal las cosas, instalándose en una confortable clase media. Goetz estudió física nuclear en una universidad neoyorquina; sus profesores lo recuerdan como un estudiante inteligente y cumplidor. Terminados los estudios, ha conseguido realizar el sueño americano, fundando una pequeña empresa de electrónica que le va bien. Como empresario, sólo a su trabajo e iniciativa debe el bienestar y la independencia de que disfruta. Sus amigos lo describen como un hombre retraído, fanático del orden y de la limpieza -si ve un papel en la calle lo recoge y lo echa en la papelera- y apóstol de una vida sana y disciplinada: ni bebe, ni fuma. Con un matrimonio a sus espaldas que apenas duró cuatro años, este lobo solitario encarna todas las virtudes del individualismo y de la recia virilidad que han colocado a Estados Unidos a la cabeza del mundo.

Hace cuatro años, Goetz tuvo una triste experiencia que da cumplida cuenta de lo sucedido. Asaltado por tres negros, una milagrosa intervención de la poficía le salvó en el último momento de ser aplastado contra una luna de un escaparate. Los tres agresores quedaron en libertad dos horas más tarde sin cargo alguno, mientras que la víctima se vio retenida seis horas en un interminable y humillante interrogatorio sobre lo sucedido. Toma la firme decisión de defenderse por sí mismo en lo sucesivo, ya que los poderes públicos no quieren o no pueden proteger al ciudadano. Como buen americano, sabe que la acción del Estado es siempre inoperante, cuando no perjudicial, mientras que la iniciativa privada resulta la única eficaz, además de moralmente justificada. Procura sin éxito ha-

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Viene de la página 9 cerse con una licencia de armas; otra vez el lastre burocrático. La pistola que no se le autoriza en Nueva York la compra legalmente en Florida. De algo sirve vivir en un país grande y libre.

En la mayoría de los Estados de la Unión, el poseer y portar armas se considera un derecho inalienable del ciudadano libre, amparado por la Constitución. La excepción son las ciudades o los Estados en los que se restringe este derecho. Los norteamericanos poseen unos 200 millones de armas de fuego; incluso en Nueva York, donde está prohibido tener armas, se calcula que ¡lícitamente las posee uno de cada 10 habitantes. Los repetidos intentos de prohibir o de regular la venta de armas chocan con los intereses de los fabricantes y vendedores, excelentemente organizados en la National Rifle Association. Fruto de esta libertad es otro récord americano: desde noviembre de 1963, en que cayó asesinado el presidente ¡Cennedy, y noviembre de 1982, en que también un loco hirió al presidente Reagan, medio millón de arnericanos han muerto por disparo de arma de fuego, entre llomicidios, suicidios y accidentes.

Por lo demás, es proverbial la inseguridad neoyorquina, sobre todo en el metro, donde la media es de 38 delitos graves, al día. La red del metro, con una extensión de 1.300 kilómetros, la vigilan día y noche 3.600 policías municipales. Hace 10 años eran 5.000, pero la quiebra financiera de la ciudad de Nueva York ha obligado a reducir el número de policías. En todo caso, nadie que se precie o que valore su seguridad tiene por qué viajar en el metro. El que no haya conseguido hacerse rico en el país de las oportunidades ilimitadas es que no vale gran cosa; gastar demasiado dinero para su seguridad tampoco resulta muy razonable. En 1983 se denuncian en Nueva York exactamente 84.043 robos, pero sólo 7.351 fueron condenados por los tribunales. El número de policías y de jueces resulta totalmente insuficiente para contrarrestar esta avalancha creciente de criminalidad. ¿Pero tiene algún sentido aumentar indefinidamente las plantillas cuando el dinero público se necesita para mantener la superioridad militar de Estados Unidos, base indiscutible de las otras hegemonías, económica, política, cultural?

Tampoco se ocultan las causas de esta criminalidad en rápido aumento. En Estados Unidos existe y se practica la libertad de prensa, publicándose los estudios más atinados al respecto. Cuando se echa la culpa a la droga, nos dicen, no se señala más que un síntoma convergente. La droga y la criminalidad crecen con el paro y con la marginación de una población socialmente discriminada, negros y latinos. En ninguna otra ciudad del mundo conviven en tan estrecha cercanía las bolsas de miseria con el lujo de los privilegiados. La libertad americana produce miseria y discriminación para unos, riquezas y privilegios para otros; luego la libertad exige un cierto grado de inseguridad. Los cuatro muchachos negros que atracaron a Bernard Hugo Goetz viven en South Bronx, un barrio miserable donde se amontonan los discriminados por el color de su piel. Los enterados, se atrevan o no a decirlo públicamente, saben que los negros son incapaces de rendir intelectual y moralmente el mínimo que exige una sociedad libre y competitiva, pero sería injusto denostar de racismo el reconocer los hechos tal como son.

Comprensible que, donde impera la ley del más fuerte, los que sufren la violencia respondan con la violencia, sin otro horizonte que adquirir del modo que sea los bienes que algunos parecen poseer inconmensurablemente. El padre de Darrell Canbey murió hace 12 años, víctima de la misma violencia de la que intentó vivir su hijo. Era taxista, propietario feliz de su instrumento de trabajo. En lucha con los que le arrebataron violentamente su coche, cayó a la calzada, muriendo atropellado. A la viuda, con seis hijos, no le quedó al final otro remedio que desembarcar en South Bronx, fijando con ello el destino de sus hijos, ladrones callejeros. Cabe, desde luego, explicar el comportamiento de estos muchachos negros y hasta si nos aprietan la reacción desproporcionada del atracado. En la picota no queda más que el sistema social que nos predican como el mejor de los posibles. No faltan los que prefieren morir en el metro de Nueva York a padecer la opresión moscovita; por lo general, son gentes que no viajan en metro. Pero cómo no conformarse con el menor de los males posibles -ciertamente, la libertad es el mayor bien al que pueden aspirar los humanos- si cualquier otro orden social que no se asemeje al neoyorquino o al moscovita se reputa una utopía irrealizable, que sólo sirve para entretener los ocios de algunos idealistas incorregibles.

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