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Reportaje:

La 'vivienda' más pequeña

La vivienda que durante meses habitó Saturnino Ruiz es la más pequeña y miserable de Madrid. No es un pisito, ni una chabola, ni una cueva. No tiene electricidad, ni agua, ni gas, ni muebles, ni tan siquiera un jergón. La vivienda que habitó Saturnino Ruiz, y en la que fue encontrado muerto "por causas naturales" y frío como el mármol el miércoles 13, es, literalmente, una tumba, una oquedad excavada en la tierra, de 1,30 metros de ancho, 1,50 de alto y 2 de profundidad.

Cuando Saturnino se levantaba podía contemplar, eso sí, una de las más representativas vistas del Madrid de finales del segundo milenio. A su izquierda, la avenida de América, la autovía que lleva al aeropuerto de Barajas, flanqueada por altos edificios, uno de los cuales, Torres Blancas, obtuvo el Premio Nacional de Arquitectura. Al frente, vallas publicitarias, entre las que destacan las de un hipermercado y el último disco de Juan Pardo. A su derecha, las casitas del modesto barrio del Parral.Saturnino, santanderino de 49 años, tenía 1,68 metros de altura, era muy delgado, lucía cabello negro, largo y con ondulaciones, bigote y perilla, y recogía cartones y trapos viejos para pagarse sus limitadas necesidades: un bocadillo de fiambres de cuando en cuando y, sobre todo, una botellita de vino tinto. No sabemos si Saturnino era feliz o no con esa vida. Apenas conocemos lo dicho y que murió, "por causas naturales", unas 30 horas antes de que unos padres, que buscaban desesperadamente a un hijo perdido, dieran un vistazo al hueco que Saturnino encontró en Madrid y vieran su cadáver, vestido con camisa y rebeca de color marrón, jersei gris, chaqueta oscura de color original indefinible, y dos pantalones, uno vaquero y otro de pana.

El cadáver estaba descalzo. Sus zapatos quedaron en la oquedad junto con el resto de sus pertenencias: un peine de plástico, un único guante de lana roja, cajas de cerillas vacías, tres abrigos viejísimos hace ya mucho tiempo y dos telas de saco que debían de servir de mantas.

La pequeña caverna de Saturnino tiene su fachada, pura tierra, quemada de los fuegos que su ocupante hacía en la puerta. Está excavada a unos tres metros de altura de un elevado talud sobre el que se asienta el Club Deportivo Santiago Apóstol. Jóvenes ejecutivos y profesionales nadan en las piscinas del club, juegan al tenis en sus canchas o corren por sus circuitos, ajenos a que bajo ellos tenía Saturnino su domicilio.

En el inmenso descampado frente al talud, entre la avenida de América y el final de la calle de Oltra, la lluvia ha formado una piscina natural, y jóvenes de ambos sexos pasean perros lustrosos. Ni ellos ni los vecinos de la calle de Oltra conocían el nombre del muerto, al que llamaban el viejo de la covacha, y al que recuerdan haciendo sus necesidades por el solar. Paseantes y vecinos sólo saben que no fue Saturnino el que arañó la tierra para hacerle un hueco, sino unos niños, hace años. Lo que fue territorio para las aventuras imaginarias de unos chavales y vivienda del último cavernícola de la capital, es ahora -signo de los tiempos-, refugio de heroinómanos. Desde que Saturnino no la cuida, las jeringuillas alfombran el suelo de la vivienda más exigua de Madrid.

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