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Tribuna:VIAJESLAS NOSTALGIAS DE ULISES
Tribuna
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Graz, la escondida...

... perla? Tampoco es para ponerse así. Dejémoslo en oculto tarro de miel que ahora ha salido a los medios de comunicación, y no precisamente para elogiar su dulzura. Resulta que en su aeropuerto aterrizó hace poco el conocido militar de las SS, W. Reder, recién librado por el Gobierno italiano de Craxi de su cárcel de Gaeta; llegó y fue recibido por el ministro del Interior del Gobierno austriaco, con lo que, lo que ya era noticia, se convirtió casi en un escándalo.Gracias a él la historia se acerca a esa simpática ciudad donde tuve la suerte de vivir como profesor de universidad en el año 1977, una ciudad que está fuera del camino normal del turismo que pasa por Insbruck (belleza entre montañas), se detiene en Salzburgo (música en el aire y en la arquitectura) y termina expansionándose en la Viena monumental y eterna. Tras varios días de llenar ojos y oídos con belleza plástica y sonora, a casi nadie se le ocurre tomar la carretera que va a la ciudad yugoslava de Zagreb, lo que le permitiría pasar y descansar de tanta emoción en la tranquila y reposada ciudad de Graz.

Sin embargo, vale la pena. Fortaleza durante muchos años contra los turcos -la visita a su armería es una obligación para quienes se interesan por la historia militar de Europa-, pasó en tiempos posteriores a convertirse en la residencia de verano de la familia imperial, que llegaba huyendo de la cálida Viena con su séquito de funcionarios y de cortesanos. Los palacios que aquellas familias nobles ocupaban siguen, afortunadamente, en pie, porque en Austria lo antiguo es sagrado, pero son utilizados en muchos casos para la moderna industria de la restauración. Los patios por los que entraban las carrozas se convierten con el buen tiempo en comedores donde degustar la caza o el schnitzel típicos, oyendo los compases del inmóvil pianista o del peripatético tocador de filarmónica. Claro que la admiración y el respeto de este pueblo por el pasado es una constante en su vida diaria. Quizá es el único país del mundo industrial donde el traje nacional, verde o gris con ribetes negros, sirva tanto para la fiesta típica como para ir al mejor restaurante vienés, como el delicioso Tres Húsares..., quizá sea el único país del mundo industrializado donde una, amiga destacada economista en un banco de Viena vuelva a su pueblo natal los fines de semana no sólo para resposar, sino para sumergirse totalmente en el pasado, cambiando inmediatamente su indumentaria de ejecutiva por el vestido tradicional de ancha falda y blusa bordada que han llevado en su pueblo durante generaciones.

Llevando a lo humano ese respeto a lo antiguo, Graz se ha convertido además en un refugio de pensionistas y jubilados, que llenan sus calles en cuanto aparece el sol, aunque haga frío. Esos ancianos se caracterizan por dos cosas: el porte erguido que mantienen a pesar de su edad avanzada y por actuar como vigilantes de la circulación, unos vigilantes que, naturalmente, sólo reciben como recompensa la satisfacción del deber cumplido. Y así no es raro que cuando uno deja el coche asomando medio metro de la raya límite del estacionamiento se detenga un caballero de largos bigotes que le señale con su bastón la irregularidad que está cometiendo. Y que a la típica reacción del infractor -"¿Es usted de la policia? ¿Pues qué le importa?"- conteste con un amplio muestrario de brazos agitados y palabras sin fin para reivindicar el derecho de todo ciudadano a hacer cumplir la ley.

La verdad es que los austriacos dicen que ellos no son tan rígidos y formalistas como sus vecinos del Norte, pero se trata de un juicio relativo geográfico y sociológico. Para los germanos, en general, Austria es desordenada y sucia. Para los latinos, es disciplinada y limpísima. Yo escribí en mi primera visita a Viena (1.954) que el duro reloj de los vecinos del Norte se había convertido allí en el reloj blando que inventara Dalí.

A esos ancianos se les puede ver también ataviados de forma aparatosa ante el cementerio situado en la colina de Marie Trost, al lado del hotel en que vivíamos, un cementerio sin la menor apariencia macabra; las flores de sus sepulcros se cambiaban todos los días, desde él se gozaba la vista de unos bosques, y, saliendo, de los restaurantes que le rodeaban los clientes charlaban ante sus muros, y aun entraban por la noche -no se cerrabacomo una prolongación de sus paseos tras la copiosacomida.

Y para darles mayor carácter festivo, el entierro de cualquier individuo que hubiera servido en el Ejército era amenizado por una banda compuesta por antiguos camaradas de armas interpretando marchas militares. Aparecían entonces las gorras tirolesas, las medallas y las bandas cruzando el pecho y los estandartes de la división, compañía o regimiento a la que: habían pertenecido el muerto y los supervivientes. Y uno, al ver esas condecoraciones y banderas, recordaba, como ha recordado el mundo antero ahora ante la noticia del regreso de Reder, que la dulce Austria, la patria de los minuetos de Mozart y de los valses de Strauss, fue en un tiempo cercano parte del Tercer Reich y que sus hombres combatieron en todos los frentes, incluso algunos de ellos en los interiores dirigidos por las SS, siendo fusiladores y aun torturadores de los enemigos de Alemania.

Dijo el ministro del Interior al explicar por qué fue a recibir a Reder: "Era un austriaco que volvía a casa". A muchos de sus compatriotas, a muchos de los ihiriumerables amigos

que Austria tiene en el mundo, nos hubiera gustado más que no nos recordaran de pronto que también hubo austriacos en la Alemania de la II Guerra Mundial... Y que Hitler lo era.

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