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Tribuna:Prosas testamentarias
Tribuna
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Americanismo integral

Pocos años de su muerte, visité en su domicilio a don Manuel Gómez Moreno. Su fidelísima sirvienta Margarita me hizo pasar sin demora a su estancia de trabajo. La estoy viendo. Una amplia mesa, llena de los objetos que su vocación y su estudio entonces exigían. Sobre ella, una de aquellas lámparas de tulipa verde que una polea y un contrapeso permitían subir y bajar, según lo que en cada momento la pesquisa pidiera. Y junto a ella, sentado en ancho sillón, franca la sutil y penetrante mirada, luciente el cráneo, corva la nariz, puntiaguda la barba blanca y en los labios una sonrisa entre bondadosa e irónica -la sonrisa de quienes a la vez saben estar de vuelta y de ida-, el propio don Manuel, que en aquel momento dejaba sobre la mesa la lupa con que estaba examinando una de las pizarras visigodas cuyos enigmáticos rasgos fue el primero en descifrar. "¿En qué anda usted metido, don Manue?", le pregunté. "Ya lo ve", me respondió llanamente, "estoy dando fin a un trabajo que empecé hace 50 años". Y, efectivamente, la Academia de la Historia publicaba pocos meses más tarde el resultado de esa semicentenaria faena de adivinación.Quiero repetir la respuesta: "Estoy dando fin a un trabajo que empecé hace 50 años". En esta tierra de volatineros e improvisadores, entre tantos hombres para quienes la ciencia no pasa de ser tránsito acelerado hacia el lucro, el mando y el renombre, ¿no es cierto que uno así, aunque sea corto de talla, se alza como un gigante? Tanto más si se piensa que no sólo descifrando grafías visigodas fue eminente la vida científica de este gran sabio.

Inevitablemente me ha venido esta escena a la memoria ante el Catálogo de las lenguas de América del Sur, que acaban de publicar Antonio Tovar y Consuelo Larrucea de Tovar. Hace casi 30 años, en Orcomolle (Tucumán), Antonio Tovar daba los últimos toques a la primera edición de este Catálogo. Doce años más tarde, ya en Tubinga, él y su mujer acrecentaron con un Suplemento el riquísimo material que esa primera edición había recogido. (No será ocioso ilustrar este aserto con algunas líneas del prefacio: "Si dijéramos que los 23 apartados de nuestro estudio comprenden unas 170 agrupaciones de lenguas y dialectos, y que el índice contiene unos 2.000 nombres que consideramos en buena parte como no sinónimos, tendríamos unos números para calcular lenguas y dialectos del continente de América al sur de Florida y al este de la línea entre Guatemala y El Salvador y Honduras".) Y ahora mismo, como siete lustros después de iniciada la empresa, Antonio Tovar y Consuelo Larrucea, todavía con ánimo para explorar, llegada la holganza del verano, lenguas colombianas aún desconocidas, han puesto originalmente al día un material que si por una parte decrece, porque el contacto con la civilización occidental aniquila sin remedio lenguas y grupos étnicos aborígenes, va, por otra parte, creciendo y creciendo, a favor de una investigación lingüística y etnográfica cada vez más amplia y empeñada. Como don Manuel Gómez Moreno, Antonio Tovar y Consuelo Larrucea siguen perfeccionando -el acabamiento sería pretensión imposible en este caso- una obra emprendida hace decenios. Obra que, como en el caso de don Manuel, es tan sólo -una más entre las múltiples y no menos importantes -filología clásica, lingüística general y comparada, lenguas ibéricas, eusquera- que componen el copiosísimo opus tovarianum.

Otros juzgarán con la debida competencia técnica el Catálogo de las lenguas de América del Sur que ahora comento. Por completo carezco yo de ella. Pero no me falta la doble sensibilidad -humana, española- que permite descubrir un doble drama en los entresijos de esta formidable obra de erudición y pesquisa.

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Drama español, parte esencial del que desde el descubrimiento de América -apurando las co-

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Americanismo integral

Viene de la página 9 sas, desde Covadonga- ha sido nuestra historia. Sedientos de aventura, codiciosos de oro y desvividos por el afán de cristianizar un Nuevo Mundo, que tales fueron, diversamente mezclados entre sí, los incentivos que a ello les movían, en América buscaron vida nueva millares y millares de españoles. ¿Cuántos, desde 1492 hasta la batalla de Ayacucho? Desde luego, los suficientes para imponer su lengua -qué maravilla ver cómo sigue floreciendo entre los desiertos de Arizona y los hielos de la Antártida- y los insuficientes para un enfrentamiento satisfactorio con la enorme babel lingüística del continente americano. ¿No es acaso un sordo y todavía no concluso drama, certeramente nos lo hacen entrever Antonio Tovar y Consuelo Larrucea, la cambiante pugna entre la Corona, empeñada en conseguir que la evangelización de los indios se hiciese en castellano, por tanto, en hispanizar a ultranza el Nuevo Mundo, y las órdenes religiosas que a éste acudieron, convencidas de que era más fácil y eficaz esa evangelización cuando el misionero empleaba la lengua del catecúmeno? Qué apasionante aventura intelectual y religiosa decir Santísima Trinidad, Encarnación del Verbo y Redención en la Cruz mediante vocablos tornados del quechua, el aimara, el guaraní o el nahua. Y pasados los años en que los misioneros se sintieron religiosamente movidos a aprender las lenguas de los indios, ¿no es otro drama español descubrir que hasta Antonio Tovar y Consuelo Larrucea sólo la gran obra lingüística de Hervas y Panduro, ya en las postrimerías del setecientos, y el meritorio empeño erudito ¿el conde de la Viñaza, pocos años antes del desastre de 1898, componen la parte española en el conocimiento científico de las lenguas que los conquistadores y los misioneros descubrieron? He aquí una sola muestra: entre los 600 autores que desde hace un siglo vienen estudiando el quechua, tan cuidadosamente consignados en el Catálogo de Tovar y Larrucea, sólo un apellido español aparece, justamente el de Tovar. Drama, pues; penoso drama.

Como también lo es -genéricamente humano, no privativamente español- el que ofrece, mirada la vida de los hablantes a través de sus palabras, el variable destino de los centenares de lenguas que antes de la llegada de Colón se hablaban en el continente americano. Sobre la conveniencia, más aún, sobre el deber de que la penicilina, el sistema métrico decimal y el conocimiento de las leyes de Mendel lleguen hasta el seno de las más alejadas tribus, no parece lícita la duda. Que el español y el portugués hayan sido y tengan que ser en América del Sur los cauces idiomáticos para la penetración de esos saberes y esas técnicas en. las mentes de las poblaciones aborígenes, tampoco parece cosa discutible. Pero por debajo de aquel deber y esta exigencia, ¿cómo no ver que la acción modificadora del hombre blanco tantas veces ha tenido su motivo principal en la explotación, no en la educación, y cómo no sentir una culposa melancolía leyendo que de tal o cual lengua sólo quedan pocas docenas de hablantes, y que el contacto de éstos con la vida civilizada no tardará en hacerles sucumbir? "Vosotras, civilizaciones, no olvidéis que sois mortales", dijo una vez, con refinado historicismo de europeo culto, el poeta Paul Valéry. Suave y agridulce delicia, la de sentir y decir esa verdad desde el cómodo seno de la cultura que la ha descubierto y que, por añadidura, sabe percibir el posible sentido histórico de la inexorable mortalidad de todas las culturas. ¿Cabe tal delicia cuando como hombre de ciencia o como hombre a secas, no como desalmado mercader de caucho o de petróleo, tiene uno ante sus ojos la extinción cierta y próxima de un minúsculo grupo humano? Ante las que solemos llamar occidentales o desarrolladas, otra sentencia habría que añadir a la de Valéry: "Vosotras, civilizaciones, no olvidéis que sois letales". Drama genéricamente humano, que el Catálogo de Antonio Tovar y Consuelo Larrucea nos deja claramente entrever.

Cuando el mundo se dispone a celebrar el quinto centenario de la hazaña que lo completó, España debe ofrecer al mundo un americanismo integral. ¿Podría serio el nuestro, si los españoles no mostrásemos con hechos y palabras nuestro amor a lo que América fue antes de que a ella llegásemos y, bajo el manto idiomático del español, el portugués y el inglés, en alguna medida sigue siendo? Pienso que este Catálogo de las lenguas de América del Sur nos permite esperar una respuesta españolamente satisfactoria.

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