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Tribuna:Las nuevas españolas
Tribuna
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Ana

FRANCISCO UMBRALLa movida ha llegado a la otra orilla del Manzanares. Al Oeste, la libertad. La libertad, los rockeros, el boxeo femenino, los inmigrantes de Extremadura -"cerrados de barba y de mollera" (Quevedo)-, los concursos de peinado, las discotecas monstruo, Ana: Ana tiene 18/20 años, concursa en lo que haga falta, saca siempre un hombro y, sobre todo, practica el boxeo femenino con bizarría y alegría.

La movida madrileña, sí, ha llegado a la otra orilla del río, por el Puente de Segovia, y Astoria es hoy la discoteca monstruo de una modernidad periférica, violenta, libre y cara. "El sitio empezó muy elegante", me dice un camarero que me obsequia con una tortilla de patata gratis, en el bar de al lado. "El sitio es caro", me dice uno de gafas que está junto a mí en la barra y quiere invitarme a una copa. Uno empieza a pensar que, a lo mejor, esto de la idolización de Madrid va en serio. En la noche noroeste de los emigrados, los punkis, los yonquis y los parados con melena tiesa en llamas, como un sol negro, también encuentra uno algunos albergues de amistad y patata, mucha patata. En Astoria, Ana pelea esta noche contra otra chica que se hace llamar Dum-Dum Pacheco, como uno podría hacerse llamar don Diego de Torres y Villarroel. "No se admiten travestidos", les dice el jefe de porteros a unos cruces de marciano y Liza Minelli. Estamos en la discoteca más grande de Madrid, una discoteca como yo sólo las había visto en Munich, allá cuando la movida muniquesa. O sea, München. Recuerdo que me llevó Mari Luz. Seguro que Mari Luz se acuerda. Astoria tiene techos altísimos, unas paredes forradas de gruesas franjas, un clima entornado de discoteca americana (sin la luz hortera de Travolta), varios niveles, y todo un planetario de focos y vibraciones donde entreveo, allá arriba, el eje pesado de la luz alígera, la rotación kantiana de los astros de Edison, la gran verbena tecnológica de los grandes inventores qué hicieron siglo XX ya desde el XIX, todo prolongado en un espejo oceánico.El homosex de joya en la oreja izquierda, micrófono y paquete, el ejecutivo de la orgía, con el cuello de la chaqueta subido, dando recados al pinchadiscos, algunos de los mejores títulos del "Aviador Dro y sus Obreros Especializados", sonando a toda hostia, la pequeñita con falda de Agatha Ruiz de la Prada. "¿Y esa bellísima falda, hija mía?". "Te gustará, ¿no? Es de tu amiga Agatha Ruiz de la Prada". La falda es en verde/pardo, entallada en el culo, larga hasta los pies. La pequeñita se llama María, se pinta muy bien los labios, se pasa las noches en Astoria y luego madruga para ir a trabajar. La acracia del Paseo de Extremadura no es la acracia dorada de los barrios residenciales, que luego duerme hasta mediodía y vuelve a levantar el vuelo al atardecer, como el búho de Minerva, que era un búho que fumaba porros. Juan Pablo, con gafas y cara de listo: "Mira, Umbral, yo soy de Uceda, en Guadalajara, trabajo como albañil, ya me he tomado algunos whiskies, estoy englobado, pero tenía ganas de hablar contigo, tienes que conocer Uceda, ya verás qué pueblo, allí los viejos hacen vida común con los jóvenes, ay, si yo supiera escribir, hay días que me acuesto a las seis y me levanto a las nueve para ir al andamio, vivo solo en la casa que fue de mis padres, en Uceda nació Santa María de la Cabeza, y allí tuvo labores San Isidro, su esposo, ahora voy a tomarme otro whisky". Vienen las pequeñitas de los autógrafos y los reporteros reticentes de la radio:

-¿Y usted cree que esto es hacer patria?

-Esto es hacer libertad.

-Usted está siempre por la libertad.

-Pues más bien sí, ya ve. La juventud nos está dando esta noche una lección de libertad, a los viejos.

Ana es rubia, clara de pelo y de pechos (los pechos no engañan), con el cuerpo más esbelto que prolongado, muy armónico, la cara sexy, los andares sabios y el hombro izquierdo siempre fuera. Uno viene siguiendo a esta criatura por los concursos de barrio y los combates de boxeo. Ana es un peso ligero, o un walter del boxing femenino sobre barro.

-Ana.

-Qué.

-Que nos van a hacer una foto juntos.

-Pues me pongo.

Ana, 18/20 años, en los concursos de belleza o de peinados, pasa armónica y triunfal, con todo el pelo en catástrofe para un lado, como se lleva, y el hombro izquierdo (ese hombro fino, adolescente, bello) siempre al aire. Fotos nos hacen varias. El escenario del Astoria está muy alto. Y a Ana siempre la aplauden mucho.

-¿Y cómo te llamas?

-No Ana, desde luego. Es una tapadera.

-Amo la tapadera.

Aunque el portero dijo que no se admiten travestidos, aquí hay chicos a quienes los tejanos dibujan las caderas, y adolescentes melancólicos e inciertos, que bailan solos. Pasa por las magnitudes vacías (pero llenas de gente) del Astoria, una sombra lusitana y post/revolucionaria de Os Resentidos, "Vigo, capital Lisboa". Discoteca del otro lado del río, sala inmensa de la libertad, concierto de los cuerpos, astronomía de las luces, con enormes gemas en el cielo/techo, enlosetado de losas que se encienden y se apagan y el eje del sol industrial girando solemnemente, entre la luna de enero y la soledad de Sirio. Gallos de artesanía, lusitana, una revolución de palabras y horticultura que se frustró, como la nuestra, los tres chicos del "Gabinete Caligari", con su mini/Ip, sus cuatro rosas, sus pelos tiesos y sus camisas raras, escridiscos y una mozorra casi burguesita a quien veo calentar la mierda, con un bic, en la palma de la mano. A veces hay sacos, escobas y animales. Es el contagio fluvial y cultural del Manzanares, la sombra de Goya y Solana (por aquí muy cerca tenía la Quinta el Sordo) en la pre/juventud que no le ha leído. Vienen más pequeñitos: ellos, todos quieren ser escritores; ellas, más dulces, sólo quieren un autógrafo. Y vuelve el ex seminarista de Uceda, Guadalajara: "Acuérdate de Uceda, sigue escribiendo duro, pega fuerte". Buen rock que uno escucha con el esternón, y viejo jazz que uno escucha con la memoria involuntaria. La gente reciente silba, grita y clama.

-Ana.

-Qué.

-El pelo.

-¿No te gusta mi pelo?

-Lo adoro. El hombro.

-Llevo un hombro fuera por el calor.

-Quisiera apoyar mi cabeza en tu hombro y dormir, Ana. El boxeo.

-Ahora vas a ver que es divertido.

-Los guantes.

-Nos los han robado del camerino y ahora estamos improvisando unos.

Suben al ring de lodo -¿tendrá esta juventud la famosa "nostalgia del lodo", de los románticos y malditos?-, con túnicas leves que se quitan en seguida. La adversaria de Ana es una muchacha ligeramente más fuerte que ella, ligeramente más morena y acometedora. Se han quedado en tanga. Ana tiene los pechos rubios de la Baja Edad Media y el Renacimiento. Hay un árbitro/clown y un locutor con pluma. Ana mueve su cuerpo leve y rubio contra la mejor técnica y la mayor solidez de su adversaria. Se caen mucho, quedan insultadas de barro en su juventud y su desnudez. Están bellas, sucias, hermosas, inconfesables, violentas, entre el barro y los puñetazos. Se ve que se cansan y jadean. Ya completamente cubierta de lodo y de derrotas, lo rubio del alma de Ana se enciende más en su pelo, en su cuerpo claro, en sus pezones rosa. Andrajosas de barro, con los guantes deshechos, se enzarzan cuerpo a cuerpo, dos fieras jóvenes, esbeltas y sonrientes, hasta que el combate termina en tablas, contra el pelotón de fusilamiento de los fotógrafos.

El barro nos ha salpicado a todos.

Ana y la otra, seguramente, cobran un dinero por esta exhibición. Dinero para unos zapatos o unas discotecas. Dinero para ser ellas. Cuando la juventud está en paro, hay que hacer boxeo femenino, con los senos de amazona adolescente al aire (amazonas sin mutilar) para tener una pela con que ponerle crudos al coche o bronce al cuerpo. Aunque el combate ha quedado en tablas, como digo, la superioridad física de la otra era evidente. Yo creo que Ana había salido, mayormente, a lucir su desnudo casi botticelliano, que el barro convirtió pronto en un Bacon. Grandes extensiones de juventud, orilla derecha del río, orilla izquierda de Madrid, una generación que ha conquistado los territorios desolados y musicales de la libertad, un aire de periferia, que uno tiene tan visitada, donde las estrellas son más gordas y las chicas más violentamente rubias. Ana baja despacio del alto ring.

-El barro, Ana.

-Voy a darme una ducha en seguida.

Está harapienta de barro, golpeada y desnuda.

-Oyes.

-Qué.

-Que la ducha no funciona.

-Os roban los guantes y la ducha no funciona. Esto es un mal rollo.

-Ha habido una inundación. Mira cómo está todo de agua. Sólo sale la fría.

Y Ana tiene que arrancarse del cuerpo el lodo real y metafórico con repetidas duchas de agua fría, que la van a constipar y que no limpian como el agua caliente. La gente del rollo, los fotógrafos y los rockeros andan por el pasillo de los camerinos. Ana se ha encerrado en el suyo como una Isadora Duncan del ballet cruento y canalla del boxeo. Hay entrevistadores que la esperan. He pasado, en algún momento, mi mano cansada y ya casi paternal, por su hombro exhibido, dibujado en la gracia del hueso. Uno, aquí, ha esnifado una droga que se llama libertad. Esta juventud ha despoblado las tediosas academias de media tarde -oposiciones, mecanografía, secretariado-, donde la generación anterior perdió su tiempo. Esta última generación ha elegido como profesión la vida y como tiempo el presente, no el futuro utópico y a plazos. Ana, lavada y de oro, niña y sabia, es la metáfora clara de una generación oscura. Ana.

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