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El asno de Buridán
Tribuna
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¡Cómo está el patio!

Los bien pensantes, al contemplar lo que acontece en torno, solemos decir, incluso ahuecando un poco la voz: ¡cómo está el patio!

A un ex diputado liberal y alemán -y que durante siete años fue presidente de su partido en la Renania y el Palatinado- se le acusa de atraco a mano armada a una joyería de Baden-Baden. Y aquí, en la isla de Mallorca, que tampoco encontramos razón para ser menos que los alemanes, a dos comerciantes que regentaban una librería se les prende y también se les culpa de haber hecho algún que otro atraco con intimidación y malos modos. ¡Qué horror: cómo está el patio!

La inseguridad ciudadana, según ya sabíamos, es uno de los principales temas de conversación mundana -amén de otro de los más graves problemas que nos acechan-, pero la versión del chorizo militante en la categoría sociológica de los white collars es toda una novedad que concede oportunidades de alcance insospechado para los comentarios de ágora y mentidero.

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Ladrones de guante blanco ha habido siempre. Es un lugar común -o también es un lugar común- el referirse, en la glosa de la delincuencia y sus matices, a la ruin labor de quienes evaden divisas, distraen impuestos y manipulan balances, con un daño general al arca común comparable, al menos, al que causan los artesanos delincuentes de infantería. De vez en cuando surge un ministro de Hacienda decidido y entonces salta a la palestra la escandalosa ruina de un imperio comercial enfangado hasta la ingle; el suceso hace eclosión con gran aparato de publicidad a favor o en contra, según un baremo fácil de deducir sin más que atenerse a una elemental clasificación ideológica de las fuentes de información. La delincuencia pequeño burguesa es, sin embargo, algo bien diferente y que quizá conviniera matizar, ya que esa suerte de desviación carece del atractivo amoral de los grandes negocios tanto como de la parafernalia canalla (antes farfolla golfa) que rodea a los navajeros, los tironeros y los reventadores de pisos. Dicen que se nota el haber pasado por los jesuitas o los maristas -y entre esos padres y hermanos transcurrió no poca niñez, adolescencia y juventud de quien esto escribe-, pero hasta ahora no habíamos tenido ocasión de comprobar el resultado de semejante virtud contrastada con la escopeta de cañones recortados. Los primeros resultados -la verdad sea dicha- no son nada alentadores.

Según nos cuentan, la marea de asaltos, atracos, robos y otros deslices tiene una explicación sociológica. La dependencia de la droga y el efecto de bola de nieve que suponen los reformatorios y las cárceles convierten a la delincuencia en una enfermedad casi imposible de curar con nuestros actuales y limitados medios. Los jueces y los policías se ven implicados de modo habitual, o punto menos que habitual, en una polémica que conduce a la sensación de impotencia y acaba invocando el recurso al destino, traducido ahora a términos estadísticos. En la ciudad de Nueva York, a lo que parece, deben robarle a uno con violencia dos veces al año, si hay suerte, que si no la hay, el primero de los atracos acaba siendo también el último por muerte del actor pasivo (a esta situación se le llama un riesgo calculado). Según esta idea, la delincuencia pasa a ser una circunstancia social, una característica de nuestra forma de vida, anticipable, analizable y predecible por los sociólogos y los psicólogos sociales. Pero el chorizo pequeño burgués rompe las cuentas y quiebra la posibilidad de cuadrar debidamente el balance. El chorizo pequeño burgués ni procede de ambientes socialmente degradados, ni guarda vínculo alguno con la adicción a las drogas duras (que se sepa), ni se curte los cueros del alma en las universidades del delito, es decir, entre las rejas de la cárcel (o chirona, o trena, o caponera, etcétera).

La burguesía de medio pelo es clase social con no excesiva fortuna literaria presente, que, en un pretérito aún no demasiado distante, Galdós fue su puntual cronista entre nosotros. Las novelas, las tragedias y las comedias buscan por lo común los extremos de la escala social para encontrar aventura, riesgo y atractivo. Cierto es que hay unsubgénero, el de la comedia de enredo, que cuadra mejor a las mansuetas hechuras de la clase media, pero esto acontece a cambio del inevitable sonrojo. Hay que renunciar al papel de héroe o villano para tener un lugar en ese tipo de reparto. A veces surge un genio capaz de salvar aírosamente el escollo -el Peckinpah de Perros de paja o el Goffman de Asylums, por ejemplo-, pero siempre a costa de encontrar un punto de trascendencia sobre la historia cotidiana de la mesa camilla de antes o de la televisión con vídeo incorporado de ahora mismo. El chorizo pequeño burgués convierte esa excepcionafidad en norma aprovechable, y puede mudar una gran parte de los prejuicios que tenemos los novelistas y los dramaturgos sobre el valor de la media aritmética. El chorizo pequeño burgués es el gran protagonista de la posible rebelión contra la moralidad fundamentada en las supuestas virtudes de las síntesis y el término medio. A cambio, claro es, de elevar un punto las estadísticas sobre los atracos a mano armada, pero ¿va a sorprenderse nadie a estas alturas por tan sutil motivo? Lo dicho, amable lector o gentil lectora: ¡cómo está el patio!

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