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Tribuna
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La mayor revolución

(El verdadero título de las líneas que siguen quizá debiera haberse completado añadiéndole al que ahora lleva las palabras "que nunca se haya producido en España". Pienso que hubiera quedado un poco largo y otro poco alarmante, razones por las que lo dejo tal cual va.)Mi amigo Santiago Grisolía, hombre de mente clara y entendimiento luminoso, publicó hace cosa de cuatro o cinco semanas en Abc un artículo, Educación, paro y jubilación anticipada, que no quiero dejar sin glosa -tampoco debo hacerlo-, puesto que tiene la rara y saludable virtud de elevarse sobre los problemas cotidianos y plantear determinadas y esenciales preguntas encaminadas a discernir sobre el rumbo que está tomando España en asuntos tan importantes como pudieran ser la educación y el empleo. En una sociedad capaz de prestar oídos a la opinión política -dicho sea en el mejor y más puntual sentido de esa noble y por desgracia tan vapuleada y desacreditada noción- de un científico de primera línea mundial, el artículo de Grisolía debiera llegar a discutirse en Consejo de Ministros. Aquí, entre nosotros, quizá fuera suficiente con no dejarlo caer sin más ni más en el olvido.

Dos son las tesis generales que Grisolía recuerda, tesis, por cierto, ya demostradas suficientemente en una sociedad, como la norteamericana, que nos lleva algunos años de ventaja en el ensayo de formas económicas no necesariamente coincidentes con las del neoliberalismo del actual inquilino de la Casa Blanca. Esas dos tesis son las que paso a decir:

1. El sistema educativo que se sigue en España es ineficaz, en la medida en que cae en vicios que suelen darse por nocivos y merecedores de erradicación.

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2. El reemplazo laboral, íntimamente ligado al problema de la educación, sigue en España pautas dirigístas equivocadas (quizá fuera excesivo motejarlas de falaces), que priman la jubilación anticipada.

Insisto en que no se trata de una opción teórica alternativa a otras por igual novedosas y sujetas a la duda de lo no experimentado. Ya se sabe positivamente que ciertos vicios en los que estamos metidos de hoz y coz llevan a empeorar aquella situación que, claro es, se pretendía resolver, y el porqué de la cerrazón es comprensible, ya que uno de los axiomas de cualquier tarea de gobierno es el que determina lo arduo que resulta el atender a lo verdaderamente importante, ante la presión ineludible de hacer frente a lo que no es sino urgente. Las urgencias son malas consejeras, y más aún en unos momentos históricos en los que, por fortuna, España intenta mudar sus usos y hasta su piel hacia la imagen de lo que pudiera hoy considerarse como un país moderno. A los actores políticos del cambio podrán perdonárseles muchas cosas si se consideran los numerosos problemas que les acecharon y siguen acechándoles en su propósito, pero hay algo, sin embargo, que no merecerá misericordia histórica alguna, y ese algo es el que no se decidan -o el que no acierten- a dar el paso firme que nos haga cambiar de verdad, y se escuden en la mediocritas de una gestión más o menos afortunada en las medias verónicas dadas a los problemas cotidianos y urgentes. Repárese en que la honradez pasa por la valentía a la hora de apostar por un mundo mejor.

Grisolía recita la sarta de los errores de forma que nadie puede llamarse a engaño. Grisolía ni descalifica programas nebulosos, ni propone alternativas ideológicas al estilo de las que vienen barajándose tras la ley orgánica de Educación (que es uno, por cierto, de los pocos ejemplos de valentía en la voluntad de modernización que preconizo, pese a la modestia y la prudencia que destila). Grisolía advierte que un excesivo dirigismo -y aun cualquier tipo de dirigismo- en el terreno de las universidades puede conducir, e incluso va a conducir, a una posible quiebra última de las intenciones. Nuestra ley de universidades ya no se llama ley de Autonomía Universitaria, pero da igual, puesto que contiene suficientes principios generales como para asegurar el despliegue de universidades diferentes con vocaciones e ideas distintas. Pero, si se sujeta mediante decretos y normas a la manera de un rígido corsé, las ventajas de una universidad creativa y capaz de aprovechar las muy distintas características de nuestros centros pueden acabar por difuminarse.

Las pautas de un nuevo sístema educativo en la propuesta de Grisolía no se detienen en esa autonomía universitaria. El Estado debe hacer valer su peso allí donde se necesita de verdad: en la enseñanza primaria y media. Un aumento considerable de los años de educación preuniversitaria, digamos preuniversitaria, o incluso -según me atrevo a añadir- a través de una primera educación universitaria no excesivamente especializada, junto con un aprovechamiento más razonable de los profesores actuales, tanto de losque están en paro como de los que van a jubilarse a una edad más que aprovechable, podrían ser los instrumentos necesarios para la mayor revolución que nunca se haya producido en España. Y no se trata de apuntarse a experimentos sociales arriesgados y utópicos, ya que el resultado está cantado de antemano. En su artículo, Grisolía tan sólo se permite una ironía retórica. Cuando comenta que, en Estados Unidos empieza la educación universitaria superior a la misma edad que acaba en España, a los 22 años, Grisolía se pregunta si los americanos son más tontos o los españoles más listos. Pero la pregunta está ligera y graciosamente sesgada. No son los americanos y los españoles .los que deben compararse, sino sus respectivos Gobiernos. Y que cada uno aventure la respuesta.

Copyright Camilo José Cela, 1985.

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