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Reportaje:

Aulas payas

Los vecinos de Vicálvaro se niegan a que 35 niños gitanos asistan al colegio Severo Ochoa

"Yo no soy racista, pero tampoco me gusta que estén mezclados conmigo". Lo dice Elena Santiago una señora de mediana edad, que tiene una hija de 12 años y un hijo de nueve haciendo EGB en el colegio nacional Severo Ochoa de Vicálvaro. Y se refiere a los niños gi tanos, que están ahí mismo, jugan do entre sus chabolas, a escasos 200 metros del colegio, y cuyos pa dres, en un rasgo de extraña osa día, surgida quizá de su condición cultural de indocumentados, pretenden que aprendan a leer y a es cribir. Se está hundiendo el aulapuente a la que asistían 35 niños gitanos en la parroquia del Santo Cristo de la Guía y sus responsables han visto que el colegio Severo Ochoa está al lado y tiene siete aulas vacías. "La Iglesia quiere jorobarnos. Vamos, es como si Yo quisiera que mis hijos entraran donde los hijos del Rey. Habrá que decidir que no entren nuestros niños el martes", afirma Elena Santiago.El martes comienzan las clases y en Vicálvaro casi todos los vecínos piensan que estallará el conflicto. El director provincial del Ministerio de Educación y Ciencia, Gonzalo Junoy, ha dicho que, en aplicación de los mandatos constitucionales, los 35 niños gitanos que asistían a clase en el aulapuente de la parroquia deben incorporarse al colegio nacional Severo Ochoa. La Asociación de Padres (APA) parece dispuesta a impedirlo a cualquier precio, a no consentir que sus hijos puedan cruzarse con los de los chabolistas gitanos en ese patio del colegio en el que está jugando un adolescente de raza negra cuando llegamos. "Para que digan que somos racistas. Tenemos hasta un negro", explica, con dudosa oportunidad, un miembro de la directiva de la Asociación de Vecinos.

"Como el martes entre un gitano al colegio, se lían a palos con él" Habla Lourdes, que trabaja en la guardería de la parroquia y lleva dos niños al Severo Ochoa. Ella no va a dar un paso en contra de los gitanos, pues cree que "son tan personas como nosotros". Pero se teme "que aquí va a haber sangre". Lourdes les ha comprado melones en la puerta de su casa -"vivo la que más cerca de ellos; salimos yo o mis hijas a tirar la basura por la noche y no temo nada"- y "estaría dispuesta a que se quedara aquí un núcleo, pero no me pongas muy a favor de los gitanos, que me pega el barrio". Está casada con Mariano Marchante, miembro de la directiva de la Asociación de Vecinos, quien, ante unos comen' tarios sobre las numerosas casas de Vicálvaro que tienen grietas, y a la pregunta de si se refiere a las de los gitanos, no duda en afirmar: "Ésas no se ra an ni tienen humedad, que es lo que más me jode". Realmente, parece difícil que se agrieten las chabolas de lata, madera y cartón.

Los niños gitanos dan patadas a una pelota en el descampado donde viven. A todos les gusta ponerse para las fotos y hablar, contar que sí quieren ir al colegio con los payos, que nunca se han peleado con ellos. Son los que han venido asistiendo al aula-puente, en la que están integrados chavales de seis a 15 años, en un proceso entre la desescolarización y la EGB. Ellos parecen ajenos a la animadversión que suscitan y cuentan que, en los aproximadamente dos años que llevan yendo al colegio, "he aprendido a escribir, a leer y a hacer cuentas. Sé murtripicar", como dice Esperanza Jiménez, de 12 años. A Manolo Silva, de 10, lo que más le gusta es dibujar, y de hecho, cuando puede, pinta "una casa y muñecos".

Hablan todos al tiempo y se interrumpen unos a otros, como si sus vidas y aprendizaje fueran tan colectivos que el de al lado conociera incluso mejor que uno mismo si sabes leer o restar. Por eso, cuando aluden a Marisol, la maestra que tenían, "la que les da tirones de pelo a los niños", "pues como maestra es muy buena", "bueno, pues regular", Mar¡ Luz Silva -"a mí nunca me ha pegado"- interviene y sentencia, con sus 13 años: "Lo que pasa es que se inritaba cuando éramos malos". Hablan en pasado, porque la maestra se fue, y ahora, con el aula de la parroquia hundida, quién sabe si podrán seguir aprendiendo a leer y a pintar casas y muñecos, o si alguien se enfadará porque son malos.

Pilar Silva manda al colegio a cuatro de los nueve hijos que tiene. Ella y su marido, Felipe Jiménez, que se dedica a vender chatarra y fruta, lo que quieren es que sus niños vayan al colegio. "Ya que los padres semos 'alfabetos', al menos los niños que sepan algo", dice Pilar. Felipe no cree que vaya a haber problemas el día 8. Él lo que quisiera es "que nos pusieran una viviendita, una casita". Su mujer piensa que el problema planteado es que la escuela de la parroquia "se está arrumbando, y dicen que nuestros chicos son muy malos, pero muy malos son la vecindad de aquí, de Vicálvaro, Las vecinas se liaron a pelotazos y a pedradas y no nos pudieron hacer las casas... Como si fuéramos bichos".

"Si a nuestros niños no los dejan entrar, pues ¿qué vamos a hacer? Nada. Pero si van limpitos y peinaditos, ¿qué pueden decir?", se pregunta otra mujer del corro. María Vargas, que manda a la escuela a tres de los cuatro hijos que tiene, es algo más expeditiva: "Como no los dejen entrar, los matamos. Llevamos aquí muchos años, como ellas en esos pisos. Las madres de los niños, las mujeres son las que no nos dejan". Y se lamenta en castúo, el dialecto extremeño: "¡Juéramos indios!".

Planteamientos racistas

Ceferino Maestú, presidente de la Asociación de Vecinos, dice que el conflicto empezó en el barrio hace tres años, cuando los gitanos expulsados de Leganés y Vallecas se unieron a las 20 familias de esta raza que vivían en Vicálvaro desde hace alrededor de 15 años, con lo que actualmente hay alrededor de 400 familias. "Nosotros pensamos", afirma, "que no debe haber núcleos numerosos de gitanos, porque su integración se hace más difícil". Y cuenta que "la Iglesia mantiene, desde hace 10 o 15 años, escuelas-puente que financia el Instituto Nacional de Asistencia Social, del Ministerio de Trabajo. Es una obra de caridad financiada por el Estado, que, además del problema pedagógico que plantea, porque están juntos los niños de seis a quince años, soluciona poco. El problema fundamental para la gente es que si se integran los niflos gitanos, se quedan para siempre. Por eso, tanto las asambleas de vecinos como las de la Asociación de Padres han decidido rechazar a los gitanos en el colegio, porque otros niños gitanos, aunque no estos 35 del conflicto, han amenazado con navajas a niños del colegio. Hay que exigir a la Iglesia sus responsabilidades y que meta a estos niños en otras aulas que hay libres en otra parroquia, o que los distribuyan entre todos los colegios del barrio, públicos y privados".

Juan José Soriano, vicepresidente de la asociación, reconoce: "Qué duda cabe que hay planteamientos racistas, aunque el que la Administración obligue a que estos niños entren en el Severo Ochoa es una cacicada y nos aboca a enfrentamiento s. Estamos dispuestos a seguir negociando, con la condición previa de que se distribuya a los gitanos por Madrid con arreglo al diseño del Plan General de la Vivienda. No nos negamos a apechugar con el cupo que nos corresponda, pero sobre la base de que se solucione el problema en todo Madrid".

Ante la postura reiterada del director provincial de Educación de que los 35 niños gitanos deben empezar las clases el martes en una de las aulas vacías del colegio Severo Ochoa, la junta directiva de la Asociación de Vecinos ha decidido apoyar la entrada de los 35 chavales "si no se soluciona el problema". Ni el director del colegio, Ángel Hernández; ni la concejala del distrito, Concepción Aparicio, socialista, que apoyó la no admisión de los niños "para no meterlos en la boca del lobo"; ni el párroco, Joaquín; ni el asistente social del Secretariado Gitano, dependiente de la Iglesia -estos dos últimos, de vacaciones-, han podido ser localizados por este períódico. En vísperas de que pueda saltar la chispa, casi nadie parece querer estar cerca del explosivo.

La profecía que se cumple

El 31 de julio de 1984, el notario José Cabrera levantó acta, a requerimiento del presidente de la Asociación Nacional Presencia Gitana, Manuel Martín Ramírez, de que una máquina excavadora del Ayuntamiento de Madrid estaba haciendo una zanja de tres metros de ancho por casi dos de profundidad alrededor del poblado gitano de Vicálvaro. Policías nacionales y municipales desmantelaron un mercadillo que los gitanos habían instalado junto a las chabolas. Los vecinos del barrio decían que allí había mucha mercancía robada. La parada del autobús que existía junto al poblado fue retirada.Todos estos sucesos hicieron afirmar a Presencia Gitana que se trataba de convertir el poblado en un campo de concentración. Presentaron denuncia ante la Audiencia Territorial y empezaron un largo peregrinar de protestas que no han tenido respuesta: al presidente del Gobierno, al fiscal del Estado, al gobernador civil, al Ayuntamiento.

Dice Martín Ramírez que, sin venta ambulante, sin viviendas, sin posibilidad de acceso a la escuela, no hay alternativa para los gitanos. "Hemos definido que sean delincuentes para que lo sean. Es lo que los sociólogos llaman la profecía que se cumple a sí misma".

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