Una sentencia imposible
UN MAGISTRADO de Madrid ha dictado una pasmosa sentencia con motivo de la demanda de la Asociación Profesional de la Magistratura contra Pablo Castellano, diputado y presidente de la Comisión de Justicia del Congreso, al que declara responsable de una agresión ilegítinia contra el honor de los demandantes. Castellano es condenado a pagar como inserción publicitaria el texto literal de la sentencia -de 30 folios de extensiónen tres diarios madrileños y en uno barcelonés determiilados y a imponer -gratis o comprando el correspondiente espacio- su lectura en Televisión Española. Curiosa sentencia ésta que condena a los no culpables -a los lectores de EL PAIS, por ejemplo, y a los televidentes- a soportar la farragosa prosa del señor magistrado. Y sentencia, además, difícil de cumplir, porque, a menos que el juez descubra una vía coercitiva compatible con nuestro Estado de derecho para conseguir ese objetivo, EL PAIS -y suponemos que el resto de nuestros colegas- se reserva el derecho de admisión de todos los originales, publicitarios o no.La condena de Pablo Castellano no se ha originado en un proceso penal, sino en un juicio civil, en aplicación de la ley orgánica del Derecho al Honor. ¿Qué razones han impulsado a los demandantes a elegir una demanda civil y a renunciar a una querella criminal para juzgar las responsabilidades de Pablo Castellano por sus opiniones, expresadas en un programa de televisión, sobre la Administración de justicia en España? No hay respuesta convincente a la interrogante. La exposición de la ley citada, tras recordar que el derecho al honor está también amparado por el Código Penal, señala explícita e inequívocamente que "en los casos en que exista protección penal tendrá ésta preferente aplicación, por ser sin duda la de más fuerte efectividad", y el artículo 2 dice que "cuando la intromisión sea constitutiva de delito, se estará a lo dispuesto en el Código Penal". En este caso, además, la llamada agresión ¡legítima al honor realizada por Pablo Castellano no se dirige contra los derechos de un ciudadano particular, sino que, al referirse a una "corporación o clase determinada del Estado", encajaría entre los delitos públicos perseguibles de oficio por el fiscal.
En ese sentido, las declaraciones podrían haber sido eventuabnente consideradas como un delito de desacato (que incluye las injurias, caluninías, insultos y amenazas contra autoridades y funcionarios en el ejercicio de sus funciones) o de injurias y calumnias contra "corporaciones o clases determinadas del Estado". Otra cosa es que el desacato, tal y como se entiende en nuestra ley y por nuestros jueces, suele estar en contradicción con el derecho constitucional a la crítica y a la Ubre expresión. Pero además la persecución de estos delitos corresponde al ministerio fiscal, que en el tema de Pablo Castellano contestó a la demanda de la Asociación Profesional de la Magistratura diciendo que el procedimiento utilizado por los demandantes era inadecuado, "debiendo sustanciarse, en su caso, el procedimiento penal correspondiente".
¿Por qué, pues, insistir en la vía civil y no en la penal? Probablemente debido a las prerrogativas que la Constitución concede a los diputados, como representantes de la soberanía popular, que gozan de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones, y de inmunidad, que les permite no ser detenidos más que en caso de flagrante delito y no ser inculpados ni procesados sin autorización de la Cámara.
Parece como si los demandantes -duchos en el oficio de aplicar las leyes, puesto que son jueces- hubieran buscado las vueltas a las normas procesales para eludir ese obstáculo de la inviolabilidad parlamentaria y, en su defecto, las trabas de la inmunidad. Es altamente improbable -y sería un lamentable error político- que las Cortes levantaran ésta para juzgar a un diputado por sus expresiones políticas en torno a instituciones tan importantes como la magistratura.
Curiosamente, la reacción corporativa de los jueces demandantes contra Castellano ha generado efectos simétricos entre los diputados y la clase política, tan rechazables o más. El proyecto de ley que pretende extender la prerrogativa de la inmunidad parlamentaria a los juicios civiles de protección al honor, la intimidad personal y familiar y la propia imagen constituye una monstruosidad jurídica y una aberración política: significa una tendencia inadmisible a convertir a los diputados en ciudadanos libres de toda sospecha. Es una exhibición de gremialismo y una falta de solidaridad con el resto de los ciudadanos, expuestos a que una sesgada interpretación de las leyes recorte hasta extremos inverosímiles la libertad de expresión.
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