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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los obispos en una sociedad democrática

CON INDEPENDENCIA de sus conclusiones y trabajos, la última asamblea plenaria de los obispos españoles da ocasión para realizar un balance histórico de los resultados obtenidos en este género de reuniones, que se han celebrado ya en 41 convocatorias. Así, el próximo día 8 de diciembre se cumple el decimonoveno aniversario del primer documento colectivo de la Conferencia Episcopal, firmado el mismo día de la clausura del Concilio Vaticano II. Todas las declaraciones, instrucciones y notas públicas emanadas de este organismo eclesiástico -la mayor novedad del posconcilio y una forma original de presencia de la comunidad católica en la vida pública- han sido recientemente publicadas en un grueso volumen que permite una visión de conjunto. Casi la mitad de estos 108 documentos se ocupan de los principales momentos de nuestra transición política; las cuestiones relacionadas con la enseñanza reciben una especial atención. Por lo demás, las notas de la Comisión Permanente, que sigue más de cerca los acontecimientos políticos, resultaron especialmente significativas en vísperas del referéndum constitucional y de las diversas campañas electorales.El episcopado es el estamento más denso y organizado de la Iglesia española. El ritmo de su actividad y su fecundidad verbal o escrita contrastan con la atonía de otros sectores eclesiásticos. La extensión de los documentos episcopales, la frecuencia de su aparición y el cáracter no pocas veces críptico de su lenguaje explican el escaso interés que suscitan no sólo en la sociedad sino también en amplios sectores de la misma Iglesia. ¿Qué juicio merece esa abundancia comunicativa de los obispos españoles y su interés por cuestiones directa o indirectamente relacionadas con la vida política? ¿Es ésta la forma mas conveniente de presencia del catolicismo español en el debate público?

La expresión del pensamiento de la Iglesia Católica está genéricamente tutelada por el artículo 16.1. de la Constitución española. Mas específicamente, nuestra norma fundamental, tras establecer la aconfesionalidad del Estado, señala que "los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones". Parece innecesario subrayar que las declaraciones episcopales no expresan tanto las idea de un grupo de ciudadanos notables como las opiniones de los máximos representantes de una organización religiosa mencionada de forma expresa en el texto constitucional. Desde el momento mismo en que el ejercicio de la libertad de expresión de los obispos se transfiere al ámbito civil, su discurso se transforma en un elemento mas del debate público y puede ser juzgado en el marco secular de la fecunda controversia que caracteriza a las sociedades pluralistas. Las quejas eclesiásticas contra las interpretaciones en clave política de esos documentos fingen desconocer las inevitables mediaciones seculares de toda palabra -religiosa o no- pronunciada en el ámbito público. Por esa razón, los ciudadanos tienen derecho a preguntarse si ese discurso religioso contribuye a enriquecer o a empobrecer el debate imprescindible en toda convivencia democrática.

El proceso de formación de la opinión oficial de la Iglesia es cualitativamente distinto del que se sigue en la sociedad civil. Mientras los obispos ejercen un liderazgo carismático y promulgan directrices que no están condicionadas a las voces particulares de los creyentes, las sociedades dotadas de sistemas democráticos están regidas por los estados de opinión de las mayorías numéricas. De otra parte, los obispos no hablan ex cathedra; sus documentos, que suelen enjuiciar tensiones sociales y situaciones políticas, provocan demasiadas veces adhesiones incondicionales, teñidas de motivaciones religiosas, que suelen bloquear el libre funcionamiento de las opciones de los creyentes. Parece sensato que no basta con que un español se declare creyente en las encuestas para que sea lícito concluir, a renglón seguido, que el conjunto de esos ciudadanos ha delegado su opinión de carácter ético-político en manos de sus pastores religiosos. En el debate democrático ninguna posición puede recabar para sí la mayoría sociológica mientras no sea confirmada en las urnas.

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Tal es el peligro que corre la presencia del pensamiento oficial de la Iglesia -expresado por el Papa o por los obispos de la nación- cuando su mensaje traspasa los límites de la simple orientación de las conciencias. Ahora bien, resulta evidente que la comunidad católica española, a diferencia de otras naciones, no es escenario de un auténtico debate teológico; y también que las opiniones discrepantes son generalmente ignoradas y no pocas veces ahogadas por la jerarquía.

Si los obispos españoles aspirasen realmente a que su magisterio fuese interpretado en clave exclusivamente religiosa y al margen de los partidos políticos, deberían medir mejor sus intervenciones, moderar su protagonismo y delegar subsidiariamente en otras instancias menos representativas la defensa de las posturas mas polémicas. La pluralidad de voces dentro de la Iglesia enriquecería el debate público y facilitaría, a la vez, el proceso de democratización de la sociedad.

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