Todavía estamos a tiempo
Se ha achacado a la violencia política una voluntad de desestabilización. Esto, en Euskadi, no tendría mayor sentido: no es posible desestabilizar más la sociedad vasca.A los problemas derivados de la crisis económica, que por su naturaleza industrial afecta a nuestro país de un modo más profundo que a cualquier otra zona del Estado, se añaden los problemas derivados de una transición política inconclusa. Seguimos anclados en los duros meses de principios de 1977 sin que se vislumbre por ningún lado la salida democrática, siendo las características de la sociedad vasca las mismas que las del conjunto de la sociedad española en aquella época: crispación, intransigencia, incomunicación, encastillamiento de posiciones, y además de todo ello, problemas de autogobierno sin resolver: transferencias paralizadas, incomunicación con el poder central, etcétera. De hecho es una panorama no diferente de los primeros años de la República: incomunicaciones entre el PNV y el PSOE, junto a un grupo insurreccionalista que no acepta las normas del juego democrático; antes se llamaban carlistas y requetés, ahora HB y ETA.
Los nuevos elementos no representan un cambio cualitativo por ahora; pero peor incluso que los problemas que padecemos es el modo en que éstos son planteados, pues imposibilitan su solución de modo que se han perdido todas las ocasiones para comenzar a solucionarse.
La Constitución de 1978 no tuvo en cuenta las reivindicaciones planteadas por los partidos de ámbito vasco: PNV y Euskadiko Ezkerra. De ese modo, las transformaciones producidas en la sociedad española que cerraron las heridas de las dos Españas no afectaron a Euskadi. El estatuto de autonomía, en la medida en que estaba basado en un acuerdo entre las fuerzas políticas que apoyaron o rechazaron la Constitución, parecía ser la solución al menos a la cuestión del autogobierno y la convivencia, produciendo similares afectos a los que se dieron con la Constitución en el resto. No ha sido así y no cabe achacarlo exclusivamente a quienes en su día rechazaran el estatuto de autonomía, sino a las fuerzas políticas que lo apoyamos. Su virtud era el acuerdo entre distintas Euskadis que sobreviven en nuestro país, ignorándose, excluyéndose, odiándose y soportándose, y el que posteriormente éste habría sido respetado por Madrid, junto al hecho de que fuera refrendado por la mayoría del pueblo vasco. Su desarrollo ha carecido de los efectos que le atribuíamos. Las causas no son difíciles de comprender. El Gobierno central no ha llevado a cabo una política de transferencias durante los últimos dos años, y el partido que más votos ha obtenido en las elecciones autonómicas, aunque llegara a ser mayoritario aprovechándose de la ausencia de FIB en el Parlamento vasco, ha constituido gobiernos monocolores que han monopolizado la autonomía: el himno, la ley de territorios históricos, etcétera, han sido impuestos por una de las Euskadis al resto.
De ese modo, lo que podría ser un instrumento que impulsara o al menos favoreciera la cohesión, articulación y vertebramiento del País Vasco se ha convertido en el instrumento de una de las Euskadis. No ha cambiado nada, sino que se ha cohesionado la situación anterior. De ese modo vive una sociedad política que genera violencia en la medida en que no desarrolla unas normas de juego que sean respetadas por todos, en la medida en que no todos han participado en su elaboración. Quien no pertenece a la Euskadi Jelkide es un extranjero al que se le niega el pan y la sal, e incluso su condición de vasco. Del mismo modo que un dirigente socialista negaba la posibilidad de inteligencia a los nacionalistas.
Enfrentamiento civil
Las motivaciones de desánimo y de ponernos a estudiar la posibilidad de desertar de un país así parecerían justificadas. Pero las cosas parecen ponerse todavía peor porque hasta el presente esta situación se ha dado en el marco de la sociedad política y no ha trascendido a la sociedad civil, y sí es posible contraponer ambas de un modo tan tajante. Pero la separación no puede durar; tantos años de enfrentamiento político acaban generando enfrentamientos también en el seno de la sociedad civil. De hecho, hasta este año la violencia política en Euskadi se había mantenido en un plano estrictamente de enfrentamiento entre las fuerzas de seguridad del Estado y una organización clandestina, pero los asesinatos de Enrique Casas y Santi Brouard, ambos parlamentarios del Parlamento vasco, representan trascender de este nivel para generar un enfrentamiento civil.
Las características de la violencia política en Euskadi hacen que ésta tenga una solución lenta y complicada. A la sociedad vasca le costará años recuperarse de las secuelas, pero la desaparición de la actual violencia política no es imposible. Hay muchos miles de antiguos etarras que defienden sus condiciones políticas por medio de la democracia, y de hecho la rivalidad Rosón-Bandrés desarrollada posteriormente por Barrionuevo está dando su fruto; simultáneamente a lo de Santi Brouard y Rosón se producía el abandono de Otaegui para ir no a la cárcel sino a su casa.
Más difícil es que la sociedad vasca funcione como una nacionalidad o como una colectividad digna de tal nombre y capaz de resolver sus diferencias por medio del diálogo y la negociación; pero como se consolide el cambio de naturaleza de la violencia en Euskadi, de la política a la social, y cada vez se está acentuando este rasgo (tras los citados asesinatos de Santi Brouard y Casas hay que añadir los asaltos a sedes de diferentes partidos y la destrucción del restaurante de Izko de la Iglesia, condenado a dos penas de muerte por el franquismo en el juicio de Burgos), en ese caso el proceso de ulsterización de Euskadi es inevitable. Estamos, pues, a tiempo. No es mucho lo que puede hacer el Gobierno central, pues es un problema fundamentalmente de la sociedad vasca.
Pero no se explica que dos años después del 28 de octubre no hayan desaparecido totalmente las torturas en las comisarías y cuartelillos de Euskadi y no sólo no se haya culminado el proceso autonómico, sino que ni siquiera se haya producido una transferencia al Gobierno vasco.
Mayor responsabilidad tiene, a mi entender, el Gobierno vasco, pues no en vano, insisto, el problema es fundamentalmente vasco. No sólo ha carecido de toda voluntad de construcción de diálogo y de consenso con la oposición para hacer un país entre todos los vascos y hacerlo habitable para todos, sino que ha intentado monopolizar lo que ha sido conquista de todos los vascos: autonomía, etcétera, hasta el punto de que ha sido más intransigente y menos dialogante aún con la oposición parlamentaria que el propio Gobierno central. Pero además ha rehusado a toda función hegemónica de dirección de la sociedad vasca. Conocemos lo que no quiere: la reconversión del PSOE, las extradiciones, las medidas que encuentre la oposición parlamentaria para resolver la violencia... Pero no ha aportado nunca ninguna solución a la violencia y otros problemas. Hoy ignoramos el plan, si tiene alguno, para alcanzar la convivencia democrática en Euskadi. De hecho, su única preocupación ha sido la de que no le salpicara a sus militantes; que HB no vetara al PNV en su sectaria decisión de impedir que otros partidos convocantes de la huelga general pudieran rendir un último homenaje a Santi Brouard es uno de los éxitos de su política. Pero en estos momentos en que se rompe el punto de no retorno en la ulsterización, con su actitud está consiguiendo también una de las cosas que más me preocupan como abertzale que ha perdido ocho años de su juventud en las cárceles franquistas: que cada vez haya más vascos que identifican los desmanes y el caos que genera el PNV con las justas reivindicaciones que ha planteado tradicionalmente el nacionalismo: autogobierno y defensa de la cultura vasca, etcétera, de modo que al rechazar determinadas formas de hacer política se enfrente también con estas reivindicaciones, arrojando al niño junto con el agua sucia.
Caos y descomposición
La correlación de fuerzas en el Parlamento vasco, 32-32, y la carencia de una mayoría parlamentaria finalmente parecía que harían que la mera aritmética obligara a actuar de un modo más dialogante, algo que no había logrado el convencimiento político. Pero por ahora no ha conseguido más que el caos político generado en la sociedad vasca se plantee también en el seno de su partido. El intercambio casi sistemático de insultos y acusaciones de traición entre los representantes del PNV y las diputaciones y el Gobierno vasco por un problema de reparto de dinero y de competencias es un hito más en el proceso de descomposición de la vida política vasca.
La marcha actual del país hace casi inevitable su caos y descomposición. Poner freno a esta política, desarrollar una vía de diálogo y negociación permanente no es sólo una obligación democrática, sino una necesidad ética antes de que el odio, la vergüenza y la intransigencia nos paralicen a todos.
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