El estado de la razón
Una modalidad que comienza a extenderse en lo que podría llamarse crítica desde la izquierda a la política en uso consiste en oponerse, selectivamente, al Gobierno actual. Una acusación dispuesta a rescatar lo perdido desde una mesurada y hasta resignada aceptación de los pasos que han conducido a la presente situación. No se trataría de borrar lo que antes se hizo: todo lo que en otro tiempo se concedió estaba bien concedido, puesto que eran las sanas posibilidades dentro de la insana necesidad. A pesar de todo, recuerda el crítico, podría haberse llegado a otro lugar. Era obligado algún paso hacia atrás, pero no recular a tanta velocidad. El Gobierno socialista, en círculo fatal, no habría hecho sino repetir el drama del socialismo moderno: usar un lenguaje de sermizquierda, prolongar en los hechos a la derecha y obtener avances irrelevantes. La nueva crítica, sin embargo, en su descarada petición de una nueva izquierda, no hace sino repetir el error que reprocha al socialrealismo: éstos no eran antes tan malos y ahora sí, mientras que ella antes no era tan buena y ahora no quiere ser mala. Todo dentro del más estricto juego político, juego que nada de fondo cuestiona y que acaba perdiéndose en la nebulosa de las generalidades: profundización de la democracia, articulación del tejido social, recambios al cambio...Lo primero a señalar es que la nueva izquierda o la izquierda necesaria no tiene por qué ser la vieja conciencia que reparte consejos o el conjunto de una fragmentación en la que abundan descolgados en votos o en puestos. Por eso podría ser más fructífero volver la mirada a aquellos que no buscan una cuña en la tramoya política, un espacio a la sombra o una variante estratégica dentro de las fuerzas que han dirigido lo que se entiende por transición. Volverse a aquellos que, se les llame como se les llame, cuando desconfían de la clase política como elemento no diferenciado en su praxis, no creen tener ni la ciencia de Arquímedes ni la magia de Merlín. Simplemente desean, con conciencia de sus limitaciones, no tanto un cambio de política cuanto cambiar la política. SI, por purismo, quiere llamárseles neolibertarios, bien venida sea la expresión, ya que, en este país, si de alguna tradición puede reclamarse con originalidad es, precisamente, de la que respeta la dignidad humana no según la metafisica liberal, sino anteponiendo la justicia al orden.
Esto último no es retórica. El retórico conoce ya de antemano la respuesta; el neolibertario, no. Por eso sería incorrecto juzgarle un parásito de los esfuerzos del esforzado político (de ése que, por cierto, suele confundir hacer política con pasarse horas sobre la moqueta). Es este esquema de marginalidad inoperante, bien implantado por la violencia informativa, el que habría que romper. Y para ello tal vez lo mejor sea pasar la prueba de la competencia por iniciativa propia, porque es uno mismo el que desea, antes que nadie, ponerse a prueba. Si se está dispuesto a destruir, es desde la capacidad de la construcción. Y, si se critica, no es por el mero placer de decir no, sino desde el gusto por la afirmación.
Se sigue de lo dicho que hay que tomar en serio las defensas decididas, por ejemplo, del Estado. Hay que alegrarse cuado éste es visto (es el caso de un libro reciente del profesor Elías Díaz) como una instancia positiva no ligada necesariamente a los intereses de la reacción, sino como instrumento de desarrollo democrático. Otra cosa es que dicha tesis encierre más idealismo que el idealismo a combatir de la maldad estatal, o que sea tan irreal, a la altura de nuestro tiempo, como el sueño de un Estado imperial culto. Son estos intentos los que ponen a prueba a los libertarios, y no esa mezcla débil de palabras que esconde el poder de los hechos que horroriza tocar.
En este sentido, podría servir nos de ayuda un polémico y reciente libro del filósofo francés J. Bouveresse, en donde nos pone ante los ojos la tarea a cumplir por quien se proclame contrario, de verdad y no de mentirijillas, al Estado seudoliberal actual. Bouveresse ridiculiza lo más ridículo de la filosofía francesa del momento: su ignorancia, su cinismo la reducción del hombre racional al hombre sicológico, su esterilidad y dogmatismo. Pero lo que realmente nos importa es su crítica al sedicente izquierdista. Éste, en sus formas más groseras, sería una combinación de impotencia rentable y de hipocresía para desamparados. Lo primero, porque, seguro de que él no va a cambiar nada -ni lo desea, claro está-, atiza al poder apoyando las mayores irracionalidades, seguro también de que nunca se llegará a las consecuencias que, en buena lógica, se derivarían de sus posturas. Lo segundo, porque de esta manera se establecen las rígidas normas de la charlatanería, del dogmatismo paralibertario y un espacio para huérfanos intelectuales que, en el fondo, habrían cambiado el odio a la verdad por su fe en la no verdad, suprimiendo la argumentación en beneficio del desprecio, el insulto o la mera adulación. Es, en fin, la inmoralidad que no hace sino espejo a la de los políticos fustigados. Un izquierdismo, en suma, más de intelócratas que de intelectuales.
Hasta aquí Bouveresse. Es posible que tenga razón tanto en Francia como fuera de Francia. Pero descalificar la crítica realmente de izquierda es una pura ignoratio elenchi. Porque, ¿dónde estaría la irracionalidad de los
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neolibertarios? ¿Es irracional constatar que es la lógica de los que mandan la que falla? Son éstos, desde la misma razón que dicen defender, los que la destruyen. La irracionalidad, su irracionalidad, se desvela cuando exigen a otros ser racionales. No es cuestión de ir, ingenuamente, contra la razón, sino de evitar que nos tomen el pelo o nos den gato por liebre. Por eso, no estar de acuerdo con los que mandan, cuando mandan mal, es una exigencia de la razón misma. Y no estar de acuerdo, sin más, con los que mandan, es un ideal que, como tal, tiene tantas chances intelectuales como cualquier otro.
Los neoliberales de hoy, los que no militan, los que no critican con la boca fuera y un pie dentro, están hartos de lo que tenemos encima, pero no desesperan, e incluso saben algunas cosas. Saben que no es esto lo que se buscaba. Que este país no tiene por qué ser, además de pobre, tutelado o reprimido. Que no se fían de los de siempre, aunque sean jóvenes. Que la lucha política está trucada con cartas falsas. Que a las generalidades que se oyen sobre la sociedad y la democracia hay que responder con concreciones sobre la sociedad y la democracia.
Esta izquierda, en fin, invierte los términos: primero, evidencias, y luego, conveniencias. Naturalmente, esta izquierda tal vez no se instale nunca. Y no porque tenga una idea frailuna del poder: no es tan tonta como para no darse cuenta de que quien acosa al poder, de algún modo, lo desea (otra cosa es que quiera poderes, y no Poder).
En cualquier caso, sería absurdo eliminar a una extensa capa (la que vive tal izquierdismo) de la sociedad o comprimirla hasta la supresión. Esto no traerá más que males. Primero, porque sin ella no se conseguirá ni lo poco bueno que hacen los gobernantes ahora. Segundo, y como se apuntó antes, porque no va a renunciar a un estado ideal, es decir, al ideal de un estado de cosas distinto.
Reprochaba Botiveresse a los discípulos de los maestros de la sospecha (además de recomendarles un curso de lógica elemental) el no llegar nunca a las consecuencias. El neolibertario, a la inversa, porque quiere las consecuencias, es libertario. Y una observación final: ser neolibertario no es ser un pesimista que, convencido de que nada cambiará, opta por las formas fútiles de la contestación. Todo lo contrario, porque confía en la razón humana, no se conforma con lo peor de ésta. Sospecha que Incluso podemos progresar.
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