El turbante y las barbas, un estorbo y un peligro
ENVIADO ESPECIAL
"A ver si nos atrevemos a decirlo de una vez: el turbante, los pelos sin cortar, la pulsera y unas barbas, que hay que recogerse con una redecilla, no son más que un estorbo y un peligro. O acabamos con el culto a estos signos, o esos signos acabarán alienándonos por completo en la vida". La frase no viene en ningún periódico. Sería impublicable aquí. La frase la ha pronunciado, al fin de una larga conversación, una muchacha de 21 años, casada, sij, instruida y amante de la vida moderna, que ya está harta de la situación.
Esta mujer se llama Niti Schadha y vive en el tercer piso de una casa en el barrio de clase media de Munirka, al sur de Nueva Delhi. Su marido está ahora en Nueva York, intentando vender vestidos indios. Y ella ha vivido unos días angustiosos cuando en esta zona brotaron los disturbios. "En el instante en que la televisión dio la noticia y dijo que el asesino era un sij, yo temí que algo iba a pasar. Y mi padre también. Mi padre nació en Pakistán, en un pueblo llamado Moti Mardar. Con la partición del país en 1947, se pasó a la India. Trabajó como trabajan los hombres duros y sufridos, compró camiones, hizo dinero, nos dio educación, votaba a Indira Gandhi, y para él, aunque nos hay amos salvado, esto es como empezar de cero. No es justo".
Ella, por supuesto, no quiere empezar de nuevo sobre algo demasiado viejo. Observa su religión pero se niega a obedecer ciegamente unos preceptos fosilizados: "Bebemos alcohol. No fumamos porque no nos gusta fumar. Tampoco nos gustan los disfraces. Prefiero, como tantas sijs jóvenes, unos jeans y más independencia como mujer. Lo de independizarnos de la India no tiene sentido. Hemos de independizarnos de los mitos y de muchos tabúes de la India", añadió Niti Schadha.
No la violaron los hindúes que aporreaban la puerta porque no tuvieron tiempo. "Iban a por ellos, al turbante y a la barba, y yo me subí a la azotea con unos vecinos. Veíamos medio Delhi ardiendo. Llamabas a la policía y decía que no podían hacer nada. No hicieron nada. Y luego, cuando ya tuvieron los 1.000 muertos, salió Rajiv Gandhi en la televisión y dijo: 'Ya hay bastante, ahora ya no hay que matar más'. O sea que con 1.000 se pagaba una cuenta". No. Ella no quiere el pasado. Y teme el futuro, si ese futuro va a seguir siendo un pasado con cocacola. "Si la cosa sigue así, me iré a otro país. Porque, ¿qué es eso de irse al Punjab? Para irme de la India, que es mi tierra, me voy lejos. Y no queremos irnos. Lo que queremos es cambiar ciertas cosas".
Durante aquella noche atroz, en la azotea, con amigos hindúes que también piensan como ella, Niti Schadha, imaginando a su marido de negocios en Nueva York, lo comprendió muy bien: la religión y la política van juntas en el mundo para separar a los hombres y a las mujeres del mundo. Hay que acabar, ya, con el turbante y con las castas y con gestos que impiden actos.
También cree, como casi todos aquí, que Rajiv ganará triunfalmente unas elecciones sobre la estampa de la madre mártir. La gran estampa. Aunque luego no le vayan a dejar hacer cosas. Sólo repetir gestos.
Otra mujer, ésta hindú, de 27 años, licenciada en filosofía y con hambre de Occidente, Sandhya, dice desde otra habitación de otro barrio acomodado, donde se ven libros: "Nos quieren alienar porque saben que estamos alienados. Así nos devoramos solos, con un pequeño empujón. Pero los jóvenes ya se cortan el pelo, no por miedo a que los apedreen, sino por cansancio de seguir representando un papel en la escena de la India, que se vende muy bien por medio mundo, pero que no les corresponde. Y les decimos nosotras, las mujeres como yo, que ya está bien".
Pero esto no se lee en los periódicos. Esto es lo que se comenta en las casas, de espaldas a la televisión oficial, que sigue con lo suyo: condolencias por Indira Gandhi.
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