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Tribuna
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El desconcierto de la izquierda ante el nacionalismo

Una de las piezas más difíciles de este rompecabezas que es hoy la idea de izquierda la constituye el nacionalismo. No es extraño que el actual debate sobre el futuro de la izquierda en España adquiera mayor fuerza y pasión en Cataluña, donde con la transición se configuró una de las zonas europeas de mayor peso socialista y comunista.. La marea nacionalista parece haberse llevado por delante ideas, ilusiones y proyectos, y ha dejado tras sí una izquierda disminuida, que suma su propia perplejidad nacional a la perplejidad general de la izquierda española. El autor de este artículo cruza el análisis de algunos aspectos de la crisis de la izquierda con el impacto del regreso de los nacionalismos. El nacionalismo, según su opinión, da lugar simplemente a una conciencia falsa en la derecha pero se produce en la izquierda en forma de conciencia desgraciada.

El hecho nacional -y, por extensión, también la cuestión nacional- es un fenómeno moderno y muy complejo. En él convergen y se condensan las premisas y las consecuencias de la Ilustración y de la anti-Ilustración, del racionalismo moderno y del moderno irracionalismo, de las viejas mitologías religiosas y de las nuevas mitologías laicas, del progreso y de la reacción. El secreto de la complejidad e irreductibilidad del hecho nacional es éste. Unos mismos términos, ideas y movimientos -nación, patria, nacionalismo...- han servido y sirven para dar cobertura ideológica a los ideales e intereses más diversos, a menudo opuestos.Hay hechos nacionales construidos alrededor de ideas y valores como libertad, progreso, futuro, soberanía popular, derechos del hombre... Otros, en cambio, pretenden ser encarnación de la seguridad, la autoridad, la fidelidad a los orígenes, una tradición milenaria, un espíritu nacional, mandato divino... En cualquier caso, tiene siempre dos caras.

Por un lado, es un hecho de conciencia y de sensibilidad colectivas: la nación es la noción o idea en la que se articulan los sentimientos de pertenencia del individuo a una comunidad; una comunidad con respecto a cuyos miembros tenemos unos especiales derechos y deberes de solidaridad y fidelidad; una comunidad que nos dota de valores y pautas de conducta, de tradiciones y de destino; y nos permite construir nuestra identidad individual en el seno y según el canon de su identidad colectiva.

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Por otro lado, el hecho nacional es siempre un hecho político: en toda sociedad moderna, la nación es el referente mítico alrededor del cual construye su legitimación el poder político, ya sea el poder realmente existente en forma de Estado, ya sea el proyecto de poder político al que aspiran fuerzas y grupos que luchan por la creación de un Estado o de una forma u otra de autogobierno.

Como hecho de conciencia y de sensibilidad, el hecho nacional es inseparable de la mentalidad moderna, de la laicización del pensamiento social y político, de la ruptura de las viejas comunidades y fidelidades y de la consiguiente necesidad de nuevos signos de identidad. La nación es la nueva comunidad ideal de fe y de sangre que desplaza y/o se impone sobre las viejas comunidades religiosas y de parentesco.

Como hecho político, el hecho nacional es o bien el subproducto ideológico del proceso de constitución de los Estados modernos (Reino Unido, Francia, Estados Unidos ... ) o bien es el resultado de la lucha de unos grupos contra el poder realmente existente, al que no reconocen legitimidad, en favor de un poder político nacional propio, ya sea para unificar naciones políticamente dispersas (Alemania, Italia ... ), ya sea para separarse de un poder nacional sentido como ajeno (Irlanda, Checoslovaquia, Hungría).

Las naciones no preexisten a los Estados modernos y a la mentalidad moderna: se constituyen simultáneamente, desde su interior o en sus fronteras -geográficas o mentales-, a favor o en contra suya, pero siempre inseparablemente unidos.

Es decir, en la base y en los orígenes de todo hecho nacioral, de toda nación y de todo nacionalismo lo que hay no es una comunidad étnica, o lingüística, o cultural, o histórica, o económica, ni siquiera todo ello a la vez, sino un complejo proceso político-ideológico, y especialmente una estructura y un proyecto de poder desde los que se forja o contra los que se forja una conciencia colectiva nacional. En el ámbito de la coaciencia y de la sensibilidad, el hecho nacional deviene cuestión nacional cuando en un mismo territorio dos o más nacionalismos -expresión militante de una idea de nación y de un poder nacional- se disputan el derecho a organizar la identidad colectiva. En el ámbito político, la cuestión nacional surge cuando dos o más nacionalismos se disputan la legítinúdad y organización efectiva del poder en un mismo territorio.

El nacionalismo como religión

¿Equivale todo esto a decir que la cuestión nacional es algo así como un espacio -frecuientemente campo de batalla- neutral en el que se enfrentan nacienalismos opuestos y en el que puede alcanzar la victoria la derecha o la izquierda? Así lo parece, y de hecho ha habido y hay nacionalismos que expresan los más diversos significados e intereses: ha habido y hay nacionalismos reaccionarios y revolucionarios, burgueses y populares, laicos y clericales, defensivos y agresores, etcétera. Y muy a menudo son un poco de cada. Pero hay sobrados motivos para sospechar que la cuestión nacional es, a la larga, una cuestión de derechas o, que todo nacionalismo favorece y genera, a la larga, mecanismos y actitudes propios de la derecha.

Es decir, pese a que la construcción de una concienciaaacional haya desempeñado en algunos lugares y en algunos momentos un papel históricamente, progresivo y emancipador, a la larga todo nacionalismo, como sacralizador de una supuesta re:ididad esencial -la nación- superior a los individuos, catalizador cile una nueva fe ciega y legitimador de una razón política sólo conocida por los buenos patriotas, siempre acaba desempeñando un papel nefasto, antidemocrático, alienante, a menudo sanguinario y opresor. Todo nacionalismo puede estar inicialmente al servicio de las causas más nobles o de las más mezquinas, pero a la larga siempre acaba dando un valar absoluto a lo que no es más que una creación histórica de los pensamientos, sentimientos e intetreses de algunos grupos y, por tanto, abona el terreno para que hipotéticos representantes de la Nación, con mayúscula, hagan pasar como intereses generales, nacionales, lo que no son más que voluntades e intereses particulares.

Y uno diría que estos fenómenos tienen muy poco que ver con la izquierda, si por izquierda se entiende una actitud política y moral favorable a la emancipación de la especie humana de los poderes reales o fantasmales que condenan a la inmensa mayoria a ser sólo objeto, y no sujeto, de la vida y de la historia.

La crítica teórica del nacionalismo y de la misma idea de nación es relativamente fácil, ha sido realizada en diversas ocasiones y puede volver a hacerse en cualquier momento. Sin embargo, esta crítica no ha hecho menguar en absoluto su importancia práctica y especialmente política. ¿Por qué? Porque el nacionalismo, y la idea de nación, aborda y, a su manera, resuelve una necesidad aparentemente permanente de la condición humana: la de sentirnos miembros de una comunidad y formar parte de una identidad colectiva, con sus orígenes, su destino y su sentido.

Es esta función antropológica, similar a la ejercida por la religión, la que le da al nacionalismo su fuerza, su arraigo profundo en la conciencia individual y en el subconsciente colectivo.

Y la analogía con la religión no es arbitraria, porque la cuestión nacional es la cuestión religiosa de la época moderna, porque los conflictos entre naciones son las guerras religiosas de la época moderna, porque el nacionalismo es la religión de la política moderna. El nacionalismo es una fe -laica, pero fe- que re-liga al individuo a una comunidad ideal, la nación. La nación es el dios del hombre ciudadano. El Estado -en acto o en potencia- es su Iglesia. Los funcionarios, sus sacerdotes. Los ciudadanos, sus fieles, y cuando es preciso, sus mártires.

Todo lo cual equivale a decir que la cuestión nacional, como la religiosa, es extremadamente importante, pues refleja y plantea problemas y exigencias reales y, a menudo, cruciales. Pero, desde un punto de vista de izquierdas, los refleja y plantea mal, pese a que las motivaciones y las aspiraciones puedan ser excelentes. Y así como desde un punto de vista de izquierdas la cuestión religiosa no se resuelve con una teología de liberación, sino fomentando la liberación de toda teología, desde un punto de vista de izquierdas, la cuestión nacional no se resuelve con nacionalismos de liberación, sino fomentando la liberación de todos los nacionalismos.

El problema nacional español

El desventurado proceso de construcción de un Estado moderno en España se ha saldado, hasta el momento, con la formación de tres conciencias nacionales diferenciadas: la española, la vasca y la catalana, cada una de las cuales remite su identidad a una nación diferente: España, Cataluña, País Vasco. La principal diferencia entre estas tres ideas de nación consiste en que la española ha tenido un Estado detrás para sustentarla, y las otras dos, no. De hecho, la idea de España como nación emana directamente de la formación del Estado español en los siglos XVIII y XIX, mientras que las ideas de Catalufía y del País Vasco como naciones surgen a finales del siglo XIX y principios del XX, respectivamente, ante la doble incapacidad del Gobierno central de asumir o de suprimir los ideales, aspiraciones e intereses vehiculados por determinados movimientos locales. Tanto el problema nacional catalán como el problema nacional vasco no son más que dos aspectos parciales del problema nacional español, o sea, del fracaso de la construcción de España como Estado-nación. Y ese fracaso no constituye un éxito para casi nadie, ni para los vascos, ni para los catalanes, ni para las izquierdas, ni siquiera para la mayor parte de la derecha: es un fracaso colectivo, de todas y cada una de las opciones enfrentadas. Es un fracaso tanto de los proyectos más o menos radicales de modernización económica, política y cultural, como de los intentos de mantener parado o de retrasar el reloj de la historia. El resultado de este fracaso, en términos de cuestión nacional, no es que los castellanos domínen a los vascos, o los vascos a los andaluces, sino que el Estado español deviene una superestructura fundamentalmente ajena a la sociedad y fomenta una conciencia nacional española extraña e impotente en las zonas más dinámicas de esta sociedad en el siglo XIX y primera mitad del XX, es decir, Cataluña y el País Vasco, y, al revés, en estas zonas, la reacción contra la política coercitiva y represiva desarrollada desde el Estado en nombre de la nación española, contra una ideología nacional española sentida como extraña, y contra unas políticas sectoriales a menudo contrarias a los intereses de diversos sectores de población, cuaja finalmente en la formulación de proyectos de autonomía política y en la cristalización de una conciencia nacional propia, definida sobre todo por oposición a la oficiosa conciencia nacional española.

Desde un punto de vista de izquierdas, ¿tiene alguna de estas tres formas de conciencia nacional superioridad absoluta y permanente sobre las demás, que justifique que la izquierda se identifique con una de ellas en contra de las otras? El asunto es obviamente complejo y, tal vez más que complejo, irresoluble. Porque cada forma de conciencia nacional, como cada nacionalismo, tiene vertientes reaccionarias y progresistas, laicas y clericales, democráticas y despóticas... Aparentemente existen nacionalismos españoles de derechas y de izquierdas, y lo mismo ocurre con el nacionalismo vasco o el catalán. Y la combinación de elementos en el seno de una conciencia nacional y de unos nacionalismos no es algo dado de una vez por todas, sino históricamente variable. El nacionalismo español surge con un cariz fundamentalmente progresista, pero muy pronto será apropiado y capitalizado principalmente por posiciones conservadoras, mientras que hoy ha sido recuperado en buena parte por los socialistas. El nacionalismo vasco, en sus orígenes, esta dominado ideológicamente por componentes racistas, clericales y tradicionalistas, mientras que hoy se reparte entre posiciones de derecha moderada y de una supuesta extrema izquierda populista. El nacionalismo catalán es, seguramente, aquel en el que, desde sus inicios, se combinan de manera más o menos equilibrada posiciones de derecha y de izquierda.

En cualquier caso, lo cierto es que la exacerbación de los nacionalismos -español, catalán o vasco- no ha hecho más que hacerle el caldo gordo a las derechas -española, catalana y vasca-. Es decir, la formulación de todos los problemas -económicos, culturales, políticos, militares, tecnológicos, etcétera- con que se ha ido enfrentando y a los que frecuentemente ha ido sucumbiendo la población del territorio peninsular e insular en términos de cuestión nacional, lejos de facilitar un planteamiento real de los mismos, no ha hecho más que deformarlos, favoreciendo no su solución, sino su putrefacción; no su superación a traves de altematívas democráticas y de progreso social, sino su enfangamiento.

El caso catalán

Permítaseme ilustrar esta estéril dialéctica -para la sociedad en general y para la izquierda en particular- con un breve análisis de las consecuencias del nacionalismo en la Cataluña actual. Y tomo el ejemplo más difícil, pues si ha habido un nacionalismo moderno y poco sectario en España, éste ha sido el catalán.

En primer lugar, hay que decir que es hacerle un favor inmenso a la derecha catalana, y en especial a Convergéncia Democrática de Catalunya, reconocerle una identidad nacionalista. A efectos reales, es un corporativismo regionalista y basta. ¿Por qué, sin embargo, esa derecha regionalista en el poder se reclama del nacionalismo, y por qué la izquierda entra en este juego, en el que sólo tiene las de perder? ¿Por qué se sitúan unos y otros en el terreno de la cuestión nacional? En el caso de la derecha es relativamente fácil y claro de entender. Dada la historia de España y de Cataluña en los últimos 100 años, la apelación a la nación catalana paga, electoralmente hablando, y más cuando sirve para vestir el corporativismo -impresentable como tal- y la propia impotencia histórica de la derecha catalana.

Más oscuro y difícil es el caso

El desconcierto de la izquierda ante el nacionalismo

es filósofo, coordinador de la cátedra Barcelona-Nueva York y ex director de El Viejo Topo.

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