En torno al trabajo
Desde que es hombre trabaja el hombre. ¿Para qué? ¿Para ganar el pan con el sudor de su frente, según la conocida sentencia del Génesis? ¿Para rendir homenaje a los dioses y a quienes sobre la Tierra los representan, como en el antiguo Egipto? ¿Para hacer posible que una exquisita minoría de privilegiados pueda consagrar su ocio a la noble tarea de hacer filosofía, arte, ciencia y política, como en la Grecia antigua? ¿Sólo para todo esto?A mi modo de ver, el primero en vislumbrar una concepción del trabajo apta para entenderlo a nuestro modo fue san Pablo, cuando escribió a los cristianos de Roma que las criaturas del mundo, gimiendo como con dolores de parto, aguardan verse libres de la servidumbre a la corrupción y alcanzar la gloria y la libertad de los hijos de Dios. Texto ante el cual la más elemental exégesis descubre, dentro de su esencial misteriosidad religiosa y dando a ésta tácito fundamento cosmológico, dos luminosos asertos: primero, que, para quien profundamente sepa verla, la apariencia actual de las criaturas del cosmos expresa una muda pretensión hacia su ser definitivo; segundo, que tal pretensión sólo puede ser lograda por la mediación del hombre, si éste sabe incorporarla rectamente a su existencia. Cualquiera que sea la intención con que se realice esa faena, ¿puede el hombre llevarla a cabo por medios que no sean el conocimiento, la recreación y el trabajo? La humanización del cosmos sería, pues, el sentido más propio y radical del trabajo del hombre. Ora et labora, dirá, con escondida fidelidad a san Pablo, la regla benedictina. "Trabajar es orar", añadiría Carlyle, dando un giro secularizado y calvinista al originario sentir paulino.
La secularización de la vida, indecisa e incipiente al término de la baja Edad Media, cada vez más extensa y profunda a lo largo de los siglos modernos, irá mundanizando esa idea del trabajo como progresiva humanización del cosmos. De ahí que el trabajar preste al hombre dignidad, le ennoblezca. "Un comerciante cumplido es, como caballero, lo mejor de la nación", dice el burgués Sealand al noble sir John Bevil, en una comedia inglesa de comienzos del siglo XVIII. Con idéntica altanería habría hablado un industrial consciente de su papel en la historia. Pero la conciencia de tal dignidad, ¿alcanzaba también al trabajador que transportaba fardos en el almacén del comerciante o daba martillazos en el taller del industrial? En modo alguno. Será necesario el auge del movimiento obrero -y dentro de él, muy especialmente, el pensamiento de Carlos Marx- para que la dignidad del trabajo, entendido ahora como la no alienante actividad de modificar racionalmente la naturaleza, pueda llegar a todo el que lo ejercita. Cuando el operario trabaja en alienación, tal es el caso del puro asalariado, el producto queda al margen de la existencia del productor. Cuando, por el contrario, la alienación ha sido suprimida, el trabajo es a un tiempo individual y universal, porque el operario es consciente de trabajar para sí mismo y para todos; con lo cual, quedan simultáneamente satisfechas sus necesidades inmediatas como individuo y su necesidad racional como ser genérico, como hombre. El trabajo, en suma, tiene doble meta: la perfección del hombre, que así va conquistando la plena posesión de si mismo, y la humanización de la naturaleza.
Sean o no sean marxistas, entiendan la no alienación como honroso servicio al Estado o como justa y satisfactoria participación personal en la empresa privada -en definitiva: como fuente de lucro propio y como actividad socialmente útil-, pocos
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serán hoy los que honestamente se aparten de tal concepción del trabajo humano. El problema consiste en saber cuál es la efectiva vigencia de ese ideal en el mundo de que somos parte. Más acá y más allá del telón de acero, en las sociedades capitalistas y en las sociedades comunistas, ¿cuántos y quiénes son los que, trabajan gustosamente? Con otras palabras: ¿cuántos y quiénes ven en su trabajo el cumplimiento de una vocación?
Si nos atuviésemos a la pura etimología -como es sabido, la palabra trabajo procede de tripalium, aparato de tres palos para sujetar las caballerías y especie de cepo o instrumento de tortura-, sólo los nacidos para mártires y los masoquistas trabajarían por vocación o por gusto. Pero si trabajar es, como enseña la Academia, "ocuparse en cualquier ejercicio, obra o ministerio", parece evidente que puedan existir y que existan de hecho hombres vocados al trabajo. ¿Quiénes? Por lo pronto, aquellos cuya ocupación, sentida como seguimiento a una llamada interior, ha sido libremente elegida y es libremente cumplida: el matemático, el poeta, el pintor, el sacerdote, el militar, el médico o el empresario por vocación. ¿Puede acaso decirse lo mismo del peón de albañil, del barrendero, del empleado de banca o del registrador de la propiedad? ¿Hay personas vocadas al oficio del peón de albañil o a la profesión de cajero de banco? En tales casos -tanto más, si la retribución es deficiente-, el trabajo será comúnmente sentido como tripahum, en la más fuerte acepción etimológica del término, y moverá a evadirse de él cuantas veces pueda hacerlo el asalariado. Coincidente o no con la del paro forzoso, tal es, por lo que se ve y se oye, una de las grandes lacras del mundo actual. ¿Se salvan de ella Japón, China y Corea?
Varias vocaciones operan en la existencia del hombre cabal. Primera y fundamental entre ellas, la vocación de hombre, el hecho de sentirse interiormente llamado a ser lo que por el mero hecho de venir al mundo uno es: hombre. Dice una vez Tomás de Aquino que, tomado el término voluntad en este sentido, es perfectamente lícito decir: "Soy hombre por mi voluntad"; esto es: acepto con buen ánimo mi condición de hombre -son varios los modos de no aceptar la; a su cabeza, el suicidio-, y en consecuencia exijo los derechos y asumo los deberes que la condición humana comporta. Sólo desde, la vocación de hombre pueden ser decorosamente exigidos los llamados derechos humanos, sólo edificadas sobre ella cobran plena consistencia y plena dignidad las vocaciones particulares, ser músico, pintor, matemático, filósofo o sacerdote, y sólo firmemente apoyada en aquella y en éstas puede ser estable y progresiva la constitución de una sociedad.
¿Lo son las nuestras, tanto en su versión capitalista como en su versión socialista? No parecen serlo, aunque la represión tantas veces imponga en ellas el disfraz de la estabilidad y el orden. Desde hace medio siglo, los campos de concentración, el genocidio, la tortura, el asesinato político, la droga, la carrera armarnentística y la institucionalización del terrorismo debilitan o crispan, no sé qué es peor, nuestra vocación de hombres. Sobre ese suelo, mal puede florecer la ilusión por el presente y el futuro cuando la actividad haya de trascender el ámbito de lo placentero -la vacación, el party, el espectáculo deportivo, la evasión al anonimato orgiástico del rock, el éxtasis colectivo ante el cantante de moda-, y sólo cuando ejecute una vocación personal deteiminada y firme se hará gustoso y enérgico el trabajo; sólo entonces, pese al penoso esfuerzo que suele llevar consigo, concederá el trabajo ese "regusto, como estelar, de eternidad", en que Ortega veía el íntimo botín de realizar vocacionalmente una obra cualquiera.Cien temas y cien preguntas surgen ahora. La actual situación del mundo exige perentoriamente afianzar en todos -en nosotros mismos- la vocación de hombre. ¿Piensan suficientemente en ello los que de modo más real y efectivo dirigen el curso de la historia? ¿Salimos del siglo XX con la conciencia de que valía verdaderamente la pena que hace tres millones de años se convirtiesen en homínidos los australopitecos? Pese a todo, es cierto, los pensadores, los artistas, los científicos y los profesionales por vocación continuarán trabajando en lo suyo: pensando, haciendo arte y ciencia, cultivando con seriedad su oficio respectivo. ¿Les ayudará la sociedad a que en su trabajo no se trivialicen y no desfallezcan? Y acaso lo más grave: ¿cuál habrá de ser el camino para que el trabajo no vocacional -el de quienes sólo pro pane lucrando lo ejercitan: el peón de albañil, el barrendero, el funcionario no cualificado- sea ejecutado, si no con gusto, sí al menos con ganas? ¿Cómo en este cabo de nuestro siglo puede lograrse -acá y allá, en los países capitalistas y en los socialistas- la no alienación del trabajador y la transformación de ese sentimiento en eficaz voluntad de trabajo? He leído hace poco una frase del economista Schumpeter acerca del también economista Keynes: "Formaba parte de aquellos seres entre cuyos principios está el no permitir que la ocupación se convierta en trabajo". De acuerdo, si la ocupación se entiende como trabajo gustosamente hecho y si del trabajo sabe hacerse honrosa ocupación.
¿Utopía? Tal vez. Pero lo cierto es que sólo se justifica la vida cuando intenta aproximarse a la realización de lo utópico. Dicen que Tomás Moro fue decapitado más que por haberse opuesto al repudio de Catalina de Aragón por haber dado el título de Utopía a un libro escrito en un país que siempre ha preferido la realidad concreta al castillo en el aire, la experiencia al a prior¡, la evidencia al ensueño. No sé, no sé. Porque cuando realmente la tuvo, la grandeza del Reino Unido consistió en la férrea y flexible voluntad -el cant- de moverse hacia una singular utopía: la de soñar un mundo en que todo fuese realidad concreta y experiencia lograda.
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