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Tribuna
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El rapto de la moral

Vivimos en un mundo huérfano de genuinos valores morales que trasciendan la mera retórica de las palabras -señala el autor de este trabajo-, y a la bancarrota de la fe parece haberle sucedido la del racionalismo ilustrado. Los grandes movimientos políticos que encierran líneas de pensamiento globales, como el liberalismo o el socialismo democrático, no pueden superar precisamente la desaparición de la trascendencia, contra la que en sus principios lucharon. Ver la fe resquebrajada, la esperanza secularizada,y la caridad hecha jirones debería llenar de gozo al racionalista imbuido de progresismo tradicional, pero las sublimes conquistas prometidas para después no aparecen por parte alguna. Bajo el pretexto de la seguridad se invade nuestra intimidad; por la solidaridad, el fisco se hace cada vez más voraz; por la defensa, se nos impone la carrera de armamentos, y la economía aconseja a veces de malos modos limitar la familia. Los ciudadanos se vuelven hacia sí mismos ante tanta contradicción y sólo defienden sus intereses personales o los de sus gremios, y al oscurantismo de ayer ha sucedido la eficaz y competente necedad técnica de nuestros días.

El espíritu de nuestro tiempo es no tenerlo. El tenor tentativo, exploratorio, alienta tras nuestras más diversas empresas. La negociación, la componenda, el compromiso y el cálculo del riesgo inspiran nuestra conducta. Han roto los confines tradicionales de lo cotidiano, en los que siempre habían morado, y han invadido el terreno que antaño ocupaban valorés supremos, aquellos de los que mana el sentido de un cabal orden moral. Ya hace tiempo que la razón práctica le tiene puesto cerco al último reducto del misterio y del carisma. Pero corren rumores persistentes de que no va a hacer falta dar el asalto final. La fortaleza, dicen, está ya vacía.Ésa es la visión sombría que se ha ido abriendo paso tanto en el pensamiento ético como en la teoría social contemporánea. Aunque varíen de matiz las interpretaciones, coinciden en que vivimos en un mundo huérfano de una moral general enraizada en valores dotados de trascendencia genuina, es decir, cuya trascendencia no sea la que sólo la retórica pueda invocar. Claro es que se siguen escuchando las apelaciones a entes sobrenaturales y a fuerzas escatológicas: políticos de toda laya, empresarios morales y sacerdotes de culto vario las siguen haciendo de cuando en vez. Pero, según el nuevo consenso de la crítica, la bancarrota de la fe a partir de la Ilustración fue seguida más tarde, e inesperadamente, por la del racionalismo moral mismo, en un momento histórico que es costumbre asociar con el nombre de Nietzsche. Según reza ese consenso, nada ha venido a colmar el doble vacío dejado por el colapso de la credibilidad del sistema trascendental religioso judaico-cristiano y el de los imperativos categóricos seculares elaborados por los filósofos racionalistas en una notable pero, fracasada operación de rescate.

Estoy simplificando, claro está. Los grandes movimientos políticos, y en especial el liberalismo, el anarquismo y el socialismo, representan sendas oleadas hacia la reestructuración moral, laica y humanista del mundo moderno. Mas su propia negación de la trascendencia, que las hizo tan atractivas y liberadoras en el momento del combate contra fuerzas oscurantistas y ultramontanas (por usar el lenguaje de sus tiempos de eclosión), les ha creado problemas a la hora de su consolidación. Tanto el liberalismo como el socialismo democrático y pluralista han podido salir algo airosos de este brete, dejando un espacio para la magia y lo sagrado en nombre de la tolerancia en la que creen. Pero ni lo sagrado ni lo mágico es propio a ellos. Es sólo un espacio reservado para los residuos de ayer o las sectas de hoy. Sus morales respectivas lo son para la convivencia cívica, que no es poco, y en el mejor caso van unidas a un proyecto de mejora de nuestra condición terrena sobre el que existe tanta unanimidad en los principios abstractos -solidaridad, fraternidad, libertad- como discrepancia en el modo de ponerlos en práctica.

Zozobra de las virtudes teologales

La consternación en que todo esto ha sumido a los teóricos de la moral ha producido un cierto revuelo, ya que no es cosa nimia que hayan sido ellos o sus mentores los culpables del fallecimiento de su propio objeto. El resquebrajamiento de la fe fue seguido de su acantonamiento en feligresías sin poder universal. La secularización de la esperanza la fragmentó en un número de movimientos diversos: nacionalistas los unos, comunistas los otros, sectarios los más. Y en cuanto a la tercera virtud teologal, la caridad, bien pronto quedó hecha jirones entre la filantropía institucional y la tutela sistemática de la asistencia estatal.

Todo esto debería llenar de gozo al buen racionalista progresista, pues la derrota de estas vetustas virtudes debería ser un paso previo a algunas sublimes conquistas. Lo malo es que va pasando el tiempo (los decenios, nada menos) y éstas no se vislumbran. El escudriñador moral de la escuela racionalista, optimista a la fuerza, tiene que pasarlo mal. Por un lado, podrá constatar que existe hoy una preocupación humanitaria y seria por problemas urgentes, prácticos y públicos, como el hambre, la paz, la distribución bárbara de la riqueza, el tráfico de narcóticos y tantos otros. Las críticas contra las agencias humanitarias que hace un par del años intentaron paliar los alucinantes estragos y las matanzas genocidas del Khmer Rouge en Camboya o contra quienes combaten el hambre en el Sahel y otras partes de África son a menudo acertadas, pero el esfuerzo y los logros de estas agencias y la abnegación de sus servidores reflejan algo nuevo y bueno en la sensibilidad moral contemporánea. No,obstante, y en contraste con todo ello, hay cosas inquietantes, acontecimientos que expresan la gran paradoja moral de nuestra época: el hecho de que con frecuencia tengarnos que conspirar contra las virtudes que afirmamos venerar y que lo hagamos precisamente en su nombre.

Me explicaré con algunos ejemplos. Para mantener nuestro derecho a la privacidad en condiciones de creciente delincuencia, económica o política se inmiscuye la policía en nuestra intimidad. Para sufragar los inmensos gastos públicos que la solidaridad impone se desata la voracidad del fisco. Para mantener la defensa de la nación contra perversos enemigos reales o imaginarios se acrecienta la fabricación de los más refinados armamentos ofensivos. La contención de la explosión demográfica no se puede ya realizar en muchos lugares por la mera persuasión o el sermón político; así, en China están intentando reducir la población, para lo cual echan mano de los métodos menos amables de disuasión contra todo matrimonio que pretenda tener más de un hijo (si se salen con la suya no sólo desaparecerá allí la venerable institución del hermano o la hermana, sino que la familia misma sufrirá estragos mucho mayores que los que el decadente Occidente, con tanto divorcio y donoso amancebamiento, nos ha deparado por estos pagos). No es, pues, de sorprender que, ante tantas contradicciones, las gentes vayan a lo suyo hoy con más crispación que buen humor, es decir, que vayan a defender su coto personal y propio, o si no, el de su gremio. Por eso la lucha de gremios (y no de clases) es lo que hoy va privando cada vez más. El original egoísmo posmoderno tiene su agridulce encanto para la mayoría silenciosa y su fascinación insuperable para las minorías dominantes o aspirantes a serlo. De esto no debe colegirse que yo asuma que antes de nuestra curiosa época las gentes anduvieran generosamente preocupadas por el destino de la humanidad en detrimento de sus asuntos más próximos y acuciantes, ni que el hado de la fe, la esperanza y la caridad esté ya sellado sin remisión. Antes existían sistemas morales amplios que exigían la necesidad del altruismo por obediencia a la ley divina so pena infernal. A despecho de ellos, los hombres eran tan recalcitrantes en sus vicios y locuras como ahora. Además, como había pecado, pecaban de lo lindo. Ahora, como ya no lo hay, son víctimas de la neurastenia, la pobreza, la discriminación, los virus, amén de horrendas fuerzas sociobiológicas y alienaciones políticas sin fin. Por ello no reconocemos ya la culpa aunque nos la pongan delante y desnuda. Lejos de nosotros la mentecatez de llamar al mal por su propio nombre. Ha sido abolido.

Hemos avanzado: nos rodea un optimismo pazguato y casi oficial sobre la fácil perfectibilidad humana y la mejora a través de programas de actividad pública. Y como el mal no forma parte de tales programas hay que explicar las dificultades en términos de modo de producción o modo de dominación, o atribuírselas a las vicisitudes de la ciega psicología de cada cual. Búsquese la terapéutica adecuada para superarlas. Grandiosos planes de reforma económica, política y cultural, a un extremo, y terapéutica individualizada, al otro (la terapia privada para pudientes, a manos de curanderos,a pago dispuestos a escuchar cuitas por horas, no es más que una expresión inocua de la manía terapéutica: los campos de trabajos forzados o las clínicas psiquiátricas para disidentes políticos son más dañinos, pero responden también a la visión terapéutíca). El indudable oscurantismo de ayer ha sido sustituido por la doctrinaria y eficiente necedad técnica y competente de hoy.

El tejido moral de la sociedad civi

La civilización burguesa que precedió a la que ahora alborea (alba grisácea, si las ha habido) basó su constitución política en los países en las que echó raíces hondas sobre el pluralismo. Ello le obligó a relegar toda moral con pretensiones soberanas, universales y dogmáticas a un segundo

El rapto de la moral

es profesor de Sociología en la Brunel University de Londres. Miembro del ejecutivo de la Intemational Sociological Association.

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