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Judíos y shiíes celebran sus fiestas religiosas

Israel, frente a su Dios

Una vez al año, durante 24 horas, todo se para en Israel, desde el trabajo hasta la circulación. Restaurantes y cafés, cines y teatros cierran sus puertas. La radio y la televisión permanecen en silencio. Una capa de silencio cae sobre el país. Las calles se vacían, las sinagogas se llenan. Es el día del Yom Kipur, día de ayuno y de oración. Él día del gran perdón, una jornada de reflexión y de recogimiento.Este año, el Yom Kipur ha caído en 6 de octubre, fecha fatídica. Ese mismo día, hace 11 años exactamente, los ejércitos egipcio y sirio atacaron a Israel por sorpresa. "Teníamos pecados por orgullo, por desprecio a los árabes. Que esto nos sirva de lección", dijo un comentarista de la radio israelí la víspera del Kipur.

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Envuelto en su manto de oración, en la sinagoga, cada judío se reencuentra, solo frente a Dios. No hay intermediarios entre él y el Todopoderoso, tampoco un sacerdote para escuchar su confesión y absolverle. El judío espera, nada más, que Dios vea su arrepentimiento y te perdone sus pecados, pero solamente los cometidos contra Dios, no los cometidos contra los hombres. En este último caso, para merecer el perdón de Dios hay que reparar primero el mal causado al otro, compensar a la persona perjudicada, pedirle, disculpas.

No obstante, el Yom Kipur no es exclusivamente un día en el que el judío religioso se sumerge en los meandros de su conciencia individual. Es también el momento de los exámenes de conciencia colectivos. En la Prensa hebrea aparecieron páginas enteras llenas de reflexiones críticas, de análisis incisivos, relativos a todos los aspectos importantes de la vida israelí. La noche del Yom Kipur, mientras los hombres piadosos están en la sinagoga o meditan en soledad en sus hogares, los israelíes que no lo son se reúnen en grupos de amigos o vecinos pala examinar la situación de la nación.

El Yom Kipur es también el momento de pasar revista a las relaciones entre los judíos y Dios, o, más concretamente, su Dios. Sin duda, a los ojos del judío piadoso, el Ser Supremo es universal, reina sobre el mundo y sobre todos los hombres, sin distinción. Pero Jehová, cuya naturaleza no puede conocerse y cuyo nombre no se pronuncia, le pertenece en exclusiva, por así decirlo. ¿No es el "Dios de nuestros padres Abraham, Isaac y Jacob"?, ¿el Dios de los antepasados del pueblo hebreo?

Se sabe que, según la Biblia, Jacob, padre de 12 hijos, cuyas familias o tribus iban -tras el éxodo de Egipto- a poblar la tierra prometida, no recibió el nombre de Israel hasta que no combatió y venció al ángel emisario de Dios. Jacob se convirtió entonces -la idea, de la transformación es capital- en Israel, porque hacía y se hacía preguntas porque no aceptaba el mundo tal y como estaba. Enfrentarse a Dios, enfretarse a sí mismo, pedirse cuentas a uno mismo, pero también a Dios, esta doble exigencia ética, ya expuesta en los primeros capítulos de la Biblia, ha conformado durante dos milenios el alma nacional, el espíritu judío.

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